Esas palabras blanditas

Paca Maroto

Leía yo el otro día las cosas de Rodríguez Tapia, Rafael, y se me ocurrió comentarle que va por un camino en el que casi como obligatoriamente le van a llover pedradas y puede que hasta melonazos. Pero no los habituales que se arrojan a cualquiera que se pronuncia sin remilgos y expone francamente lo que piensa, sino otros digamos más sofisticados. O puede que lo contrario de más sofisticados; a lo mejor son simplemente más cencerrones, pero ellos se creen más afinadillos (que es un clásico error de los simples). Y me refiero a las agresiones, para empezar verbales, que sufren aquellos que no proponen agresiones. Lo cual, me parece, así dicho, necesita una explicación.

Están a un lado los que, no se sabe por qué, han traído hasta su edad adulta la creencia en los reyes magos y en las hadas Fauna, Flora y Primavera. Estos hablan de una especie de buena educación tiquismiquis algo así como poética. Yo suelo ver en lo que proponen más bien los restos resacosos sin limpiar de cuentos infantiles que ya eran anacrónicos (y además perjudiciales) hace 60 años. Anacrónicos, digo, por las escenas que presentaban de situaciones sociales muertas y enterradas generaciones atrás, y desde luego por los valores que proponían (entre los cuales no eran menores los de caballerosidad, virilidad y cosas parecidas: agarradme esa mosca por el rabo). A lo mejor estoy hablando sobre todo, sin darme mucha cuenta, de esas cosas empalagosas de los cuentos de Disney, que eran transcripciones con dibujos de fotogramas de las películas. Aj. Digo eso y empiezo a oír esas frases asquerosas con acento mejicano cursi que nos hicieron sufrir en la infancia (tendría gracia que hubieran doblado esas películas con deje mejicanazo de pistoleros). Pero eso hace que me dé cuenta de hasta qué punto aquello fue en efecto una educación potentísima, que ha dejado eso que, precisamente en esos estilos de prosa, llaman indelebles recuerdos. ¿Será posible que yo misma haya escrito esa expresión? Me troncho. Más bien son pegotes medio secos de una comida que, con un poco de ojo que le hubieran echado nuestros mayores, nunca nos deberían haber permitido ingerir. Ah, ya entiendo: es que a algunos de esos mayores les parecía bien eso. Puede ser. Estas generaciones mías no sólo han experimentado sucesivas e incontables revoluciones éticas, o más bien sucesivos revolcones de normas, sino que algunas de esas éticas, más bien las del principio, ya eran cosas inaceptables y meramente «imaginarias» para aquella misma época. Oye, pero ¿qué tienen esas cosas pringosas que han dejado a tantos colgados y, pasadas las décadas, siguen funcionando como, suponemos, en aquel tramo de su infancia en que se las creyeron? Esto es un misterio. La potencia de la idiotez siempre ha sido un misterio. Y no me digáis que soy una loca por llamar idiotez a que toda la salida de una cenicienta abusada y fregona sea casarse con el príncipe (y ya puestos, ¿por qué no con el presidente de la república?), al que conoce porque una calabaza se hace carroza y todo eso. Pero es que es más idiotez todavía eso de que para que las cosas de la vida se jodan tiene que haber un malo: porque todos sabemos (bueno, se ve que no todos) que las cosas de la vida se joden porque se joden, porque así es la vida. ¿Cuántos autores clásicos de cuántas disciplinas diferentes se podría citar como argumento de autoridad para avalar la afirmación de que aquí lo que hay que hacer es currar para construir lo que funciona, y que no hace falta currar para que no funcione lo que previamente funciona, porque ya se estropea solito?

Al final, resulta que estos personajes misteriosos nos proporcionan espectáculo en momentos imprevistos cuando sueltan sus frases durante un canapé editorial o en una comida de causa oscura pero colectiva, y nos iluminan con su original ocurrencia de que el amor todo lo cura, o la de que no hay que hablar mal de los muertos, y desde luego siempre apostillando y corrigiendo y reencauzando hacia lo moral o por lo menos lo compasivo o a menudo simplemente lo catequético ese parrafillo que alguien, humorístico y desenfadado, ha soltado sin hacer mucho caso de cánones, correcciones y decoros. Menos mal que están los resacosos que llaman al orden a los deslenguados, a los irreverentes y a los descreídos, porque qué anarquía sería esta, parecen decirse.

Lo que pasa es que si alguien, como aquí el editor, se pone a proponer colaboración, hay muchos que están al acecho y saltan como pumas: y amor incondicional, y caridad cristiana, y solidaridad inclusiva. Y frases así. Es curioso que, además, los asaltantes de la facción blanda suelen ser los más feroces contendientes, qué digo, los más feroces constructores incluso, de esa polarización a la que quiere combatir la colaboración. Un auténtico coñazo: ¿acaso le han apetrenado de este modo a, pongamos, Habermas, que en su día ya lejano propuso aquello del diálogo (y que no es mal antecedente, por cierto, de esta colaboración)? Seguro que le han acosado con memeces, porque la vida es muy larga y sus vericuetos oscuros. Pero será por aquello de la escuela de Frankfurt y del marxismo. Aquí el editor no es exactamente ni marxista ni de la escuela de Adorno y de Habermas, y puede que eso le haga estar más expuesto e indefenso. Así que hay que joderse, ¿no? Aparte de trabajar en lo que hay que trabajar, hay que trabajar más para quitarse de encima las suposiciones pegajosas de los pegajosos.

Pues no, que lo sepan: qué tendrá que ver la filosofía de la colaboración con «la sonrisa de un niño» y con lo del «amor a la humanidad toda». En realidad, frío, cerebral y desapegado como el editor hay pocos; y menos todavía son aquellos a los que les repugna como a él toda esa blandura de actitudes temerosas y dengues. Como suele decir él: allá cada cual con lo demás, pero aquí estamos hablando de política.