15 Abr La aduana entre Primaria y Secundaria
La aduana entre Primaria y Secundaria: que no sobra otro curso cero, oiga
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Qué más va a haber que aguantar de la pedagogía ante su visible y total fracaso
Micaela Esgueva
Buenooooooo, ya desde los tiempos de la EGB hablaban algunos de una cosa que se llamaba «la egebeización» del bachillerato. Es y era y fue muy cierto que, intenciones político-pecaminosas aparte, desde muy al principio, ese mundo de los institutos de secundaria sufrió inmerecidas convulsiones y amputaciones cuando llevaron a sus edificios los últimos cursos de EGB, que no se sabe muy bien por qué se hizo. Como era una cosa relacionada con pedagogos, nunca se obtuvo suficiente explicación, aunque esta flotaba por entre el inevitable légamo pedagógico de sospechitas y ventajismos. ¿Por qué estarán relacionados los pedagogos con la enseñanza que han jurado destruir? Es como si la ONG subvencionada por el Estado (a pesar de mantener eso de NG en su nombre) Colectivo Muerte Al Carnívoro Humano cogiera la contrata de Asadores de Chuletones del Estado. El caso es que (ah, puede que esta sea la explicación) los maestros y los diáconos de maestros que llegaron a los institutos para impartir (uf, qué verbo tan antipedagógico) esos últimos cursos de primaria llegaban, por supuesto, perfectamente adiestrados y adoctrinados en las cosas pedagógicas que algunos desinformados habían dado en llamar «nuevas». Eso, en aquella época, se llamaba «logsizados»: maestros logsizados, pedagogos logsizados, alumnos logsizados. De LOGSE, la ley de educación de 1990 que fue a la enseñanza algo así como el Fuero de los Españoles a la libertad personal.
El caso es que en el mundo de la secundaria y el bachillerato se notó desde muy al principio la irrupción de estos alumnillos de repente mucho más pequeñajos y desmadrados de lo que estaban acostumbrados a ver por ahí, y sobre todo se notó la entrada triunfal de tanto maestro de primaria en las salas de profesores. Estos profesores de secundaria se habían caracterizado desde décadas atrás por ser los que habían aprobado la que probablemente era la oposición más completa y puede que hasta dura de todo el recorrido que alguien pudiera hacer en la enseñanza. Grandes intelectuales y científicos, muchos incluso luego académicos y verdaderas autoridades de sus materias, dijeron y repitieron el resto de su vida que cuando de verdad habían aprendido había sido preparando esas oposiciones, por encima de licenciaturas, doctorados y cualquier otra cosa. Esas «oposiciones a bachilerato» eran, por más que a los ciniquitos sin causa de hoy les cueste aceptarlo, el reino de oposiciones en el que probablemente el enchufe era el menor de los posibles, y puede que en la mayoría de los casos y los tiempos hasta inexistente. Ahí te la jugabas de verdad con tus conocimientos y con tu habilidad para exponerlos. Sí, logsianos hoy ya talludos, y posteriores y juveniles graduados en educación: también antaño había que exponer (así se llamaba) un tema que te tocaba por sorteo, nada menos, en el acto; y se evaluaba lo bien o lo mal que te las apañabas como enseñante y no solamente como especialista de tu materia. Eso no se ha inventado ahora. Se ha tenido en cuenta siempre, pero algunos se empeñaron en no saberlo, y así estos lodos. A lo que íbamos: que el personal de un instituto era de esos de los que de verdad te podías fiar, como hoy de la Guardia Civil: sabían, sabían enseñar, casi siempre les gustaba enseñar, eran serios laboralmente, se rompían los cuernos por sus alumnos, hacían todas las horas extras del mundo, y así se lo transmitían los veteranos a los que iban llegando.
Pero llegaron los maestros de primaria.
Y se dedicaron a echar broncas (broncas pedagógicas, didácticas, metodológicas, broncas de moral docente, de amor hacia el alumno, de todo eso) en las salas de profesores. Y cuando, por lo menos en los primeros tiempos, los profesores de esa sala respondían algo como: «¿Pero tú de qué vas, so tío listo?», ellos se arredraban por lo menos un poco, y al principio la cosa no pasaba de ahí. Pero avanzaba subterráneo el futuro: ya veréis, ya veréis como en cuanto os pasen mis alumnos a vuestra secundaria, ya no vais a saber qué hacer con ellos, so bachilleráticos, que los voy preparando para que en un par de años no os vaya a valer ni una miaja todo lo que sabéis hasta ahora de enseñanza.
Y, en efecto, así sucedió.
Y los profesores empezaron a sufrir lo que muy pronto se llamó eso de «alumnos egebeizados», que, fíjate lo que son las cosas, hoy en día quedan como doctores en ciencias ocultas comparados con los de su misma edad de la actualidad: muchos, ya los de entonces, apenas leyendo con silabeo, todos fruto y víctimas de esa separación de bienes llamada «lectura comprensiva» frente a una que por lo visto no lo es pero que desde 1977 hasta hoy nadie ha sabido señalar cuál es; duchos la mayoría en celebración de asambleas de clase y en sus derechos, pero yermos en interpretación de la situación y no digamos de contenidos intelectuales… Y así llegamos, zancada a zancada, hasta el día de hoy, en el que la frase con la que se enfrentan los profesores a los que les cae un primero de la ESO es casi siempre del estilo de «tú, profe, tranquilito, que te pagan para que nos aguantes». Y no nos estamos metiendo en las capacidades, las habilidades, los contenidos y las competencias (halaaaaaa, para que no digan que no cedemos) con los que llegan a ese primero de ESO.
Y a eso vamos.
No hay curso, desde hace veinte o treinta cursos, en el que no se oiga la desesperación y el llanto de los otrora serenos y firmes profesores licenciados en algo, o sea profesores de esta o aquella asignatura (la llamen como la llamen los enemigos de la enseñanza: competencia o lo que quieran) de secundaria y bachillerato, ante la llegada de la nueva promoción de «graduados en primaria». Al vacío sideral de sus molleras (salvo los que han tenido la suerte de tener unos buenos y cultos padres, suerte que cuando era mala era lo que queríamos compensar con la enseñanza; ¿o no?) se une definitivamente el fracaso más absoluto de lo que se habían quedado como gloria privativa y logro incontestable y principal de los enemigos de la enseñanza, que era esa cosa que llamaban valores, así, al tuntún, en lo que incluían mogollón, pero mogollón mogollón de sermones sobre la inclusividad de ese mastuerzo de clase que no hacía más que pegar a los demás a toda hora, al que había que comprender (sermones que ni a los curas se les aguantaban en tiempos). Y ni eso, claro.
Ni eso. Ni contenidos ni valores ni convivencia ni saber ni saber estar ni hostias.
Pero a lo mejor se podría hacer algo. Porque esas cosas continúan hasta 4º de la ESO: preguntad a cualquier profesor. No sólo dicen medio en broma casi todos «hoy me toca contra los de tercero» (que es el curso, por su edad, más temido), sino que en el mismo 4º, el último y se diría que ya asentado curso en el que se han aventado telarañas pedagógicas y las cosas se ponen un pelín más serias para el bachillerato que viene, en el mismo 4º curso, los alumnos siguen comportándose como gamberrotes de diez años, en el mejor de los casos, y en muchos, desgraciadamente, como la versión de «gamberrote» de diez años que puede poner en acto y ejecución un tiarrón o una tiarrona que en el último año han crecido un palmo de estatura y como unos diez o quince kiloergios de fuerza muscular, es decir, como aquello que antes nos llamaban las directoras de colegios progres: predelincuentes. Toda la vida ha habido problemas, digamos, de orden público con los alumnos, porque probablemente es parte de su crecimiento y de lo que la sociedad, en forma de profesor, tiene que encajar, refrenar, parar, templar y mandar. Y así se mete uno en sociedad, ¿no? Pero es que lo que hay hoy tiene un problema que es mayor si se compara con el problema general, el de toda la vida: que la ley puritana y vengativa, los padres asustados y concesivos y las autoridades y los inspectores partidistas, impiden que los profesores puedan actuar de modo natural respondiendo a las irregularidades de conducta (y no digamos ya cuando hay agresiones o insultos) e incluso al desconocimiento de las más elementales y generales normas de convivencia y educación (y por ahora no hemos mencionado el asunto de la carencia oceánica de conocimientos académicos).
Así que a lo mejor ha llegado el momento de plantearse lo de dar una oportunidad a la ESO haciendo una cosa que hasta ahora no se ha hecho, y por no hacerlo la ESO se ha convertido en un calvario para profesores y para los alumnos que sí que quieren y saben (porque han tenido la suerte de tener una familia que lo ha hecho bien) sacar algo de sus estudios: un CURSO CERO para los primerísimos tiempos de la estancia de los nuevos alumnos recién llegados de su «graduación» de primaria. Un Curso Cero que les quite de las botas y de las neuronas el barro acumulado durante la primaria, y que les ponga al día en normas de convivencia, derechos y deberes, premios y sanciones, y hasta de conocimientos. ¿No venimos hablando desde antes de Noé de los cursos cero que tantas facultades universitarias se han visto obligadas a ofrecer para que sus nuevos alumnos pillen el truco, por lo menos de entrada? Pues algo así. Yo qué sé: de un mes; o de dos meses como mucho. Seguiremos con el asunto.