La sonrisa del abuso, suma y sigue

Isabel del Val

Hace no mucho y en estos mismos prados, el colega del Rincón se lanzaba una contundente proclama contra los gurús, la arrogancia y los miedosos abusones. Creo que ha sido más él que otros los que han abundado en ese adjetivo «complutense» para calificar cierta modalidad de sonrisilla idiota y cobarde que sacan algunos cuando la realidad de las cosas y de los placeres humanos les desconcierta o se les hace peligrosa. Hasta García Amado hablaba hace poco de esa arrogancia cursi y con ese mismo adjetivo. Algo hay, sí. ¡Pero que no se ofendan por la modalidad veloz los demás! Aquí somos muchos los excomplutenses, que si no llegamos a poder decir esas cosas antiguas de alma mater y tal, sí, en todo caso, conservamos un buen agradecimiento y cariñosos recuerdos a ciertos episodios y desde luego a ciertos personajes de la docencia de esa universidad. Que hablamos de lo que hablamos cuando hablamos de lo que hablamos, y no de otras cosas, como no sería difícil que se entendiera.

No voy a insistir en el asunto ese tal y como Miguel del Rincón lo trabaja. Pero creo desde luego que por debajo de la mera frivolidad festera de los gurófilos y de las risas que nos podamos echar a su costa, sí que hay cosas que, si te paras a pensarlo, son toda una sintomatología de algo puede que peligrosillo. Por ejemplo, recordaremos todos que hace poco dieron a Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, una distinción de alumna ilustre en su facultad de la universidad complutense. Por supuesto, al tratarse una política no militante de izquierdas, se movilizó inmediatamente un grupo de estudiantes y no estudiantes para montarle bronca a la entrada y a la salida y, a ser posible, en el mientras tanto del acto. Bueno, pues vale. Que cada cual opine lo que quiera y todo eso. Otra cosa, quizá, es esa facilidad que tiene nuestra militancia de izquierda juvenil para llamar fascista y asesina a cualquier persona en cuanto esa persona no es de su gusto; no hace falta que sea ni siquiera militante del Partido Popular (suficiente lo han oído, por ejemplo, los de Ciudadanos, y por supuesto cualquiera que se haya proclamado independiente); con no ser simplemente un firmante automático de consignas, dogmas e instrucciones de esa militancia de izquierdas, ya te va a caer en toda la cresta el catálogo insultorio ese que comienza con lo de fascista y asesina. Todo esto es verdadera contaminación política, que ha modificado el clima del espacio público llevándolo al sobrecalentamiento y a la degradación. Seguiremos observándolo. Lo que tiene algo más que ver con los guruatos de del Rincón y con esa sonrisa complutense, o a lo mejor lo tiene que ver por completo y no sólo algo, es lo que pasó al día siguiente, cuando una presentadora de Tele5 entrevistó en directo a un profesor de esa facultad, y al hablar ella seriamente de lo inapropiado de esos insultos, que es defendible pensar que están un paso más allá de la mera libertad de opinión, el profesor se vio como acorralado, glups, y ahora qué digo yo, y tras dos intentonas de la presentadora de que el profesor dijera algo claro, este, sabiéndose futuro reo de sus compañeros, soltó sin venir a cuento (cito de memoria): «Respeto esa amistad tan íntima que muestras con Isabel Díaz Ayuso, pero eso no tiene que hacer que te permitas perder tu objetividad». Zas. Truquito complutense en estado puro.

De un solo golpe, primero, desviaba el tema de conversación a las amistades o no amistades políticas de la periodista; además, segundo, la desacreditaba ante el sector izquierdista pazguato de la audiencia; por último, tercero, quedaba él como distante de sospecha alguna de amistad tanto de Ayuso como de la periodista (que se estaba convirtiendo ya antes de esa respuesta truquista en apestada para las gentes afines a ese profesor, sólo por pedir razón de esos insultos). ¿Qué se puede hacer contra desaprensivos de esta modalidad? Poca cosa. En general, con algo así sólo te queda reconocer que te han ganado. Lo único hubiera sido adelantarse y decirle algo como «Respeto su afinidad con las técnicas de abuso verbal y matonismo stalinistas, pero eso no debe hacer que usted se permita perder la decencia», por ejemplo. Pero es que para pensar en hacer eso durante una conversación que va de otro tema hay que ser como ellos.

De modo más general, lo que pasa con estas situaciones es que no hay que caer en ellas. ¿Se va a meter uno en una procesión de semana santa con compañía de guardia civil a la trompeta a arengar a los guardias civiles o a alguien acerca de la necesaria separación entre la religión y el Estado? No, claro; hay que estar muy destrozado para liarse en una de esas. Pues lo mismo: es que con esos tíos no hay que enredarse, porque viven de insultar. Viven de su miedo ubicuo y permanente: a sus jefes (por eso andan repitiendo siempre y sin venir a cuento: ¡que los profesores de universidad no tenemos jefeeees…!), a muchos de sus compañeros, al sector ese borde-agrio del claustro, y no digamos a los alumnos, se entiende que más que otra cosa a esos sectores de alumnos militantes de izquierdas que acaban de tomar posesión de su primera adultez y derrapan y derrapan ensayando y tanteando conductas como las que siempre habían soñado que serían guays cuando llegaran a adultos: y las primeras tres millones o cuatro millones de tentativas son erróneas, claro, y la mayoría de ellos ya se centran al salir de la universidad y simplemente con las lecciones de la vida acaban aprendiendo que no pueden ir por el mundo real, el de fuera, mostrando esa arrogancia, esa pedantería y sobre todo insultando tanto a tantos y con tanta seguridad.

Pero, como decimos, para eso hace falta salir de la universidad. Por supuesto, ni mucho menos todos los que se quedan en ella caen en estos modales y en estos desdenes aristocráticos de trilero de baja estofa disfrazado (verbalmente, se entiende) de condesito. El problema es que los que no caen en ello, no caen porque han puesto ahí un enorme esfuerzo, sufriendo un desgaste ético y emocional; y además hacen falta azares de los buenos (que alguna vez hay algunos en la vida). Porque el conjunto del ambiente, el conjunto del aire que se respira por ahí, invita a tratar así a los demás, menos, por supuesto, a esos jefes que «no tienen» pero que les sonríen con desdén hasta cuando le ven llegar con su nuevo coche al parking («Así que eres de esos que se compran renaults, ¿eh?»), a esos pocos de sus iguales que nunca querría que le trataran a él así, y por supuesto a esos alumnos militantes de izquierda que sin ser ni exacta ni aproximadamente de izquierdas se dicen tales, y así se imponen, y con ello se atreven a hacer en el fondo lo mismo que hacen los macarras en esos partidos de fútbol de cuarta división que a veces muestran las televisiones por sus incidentes: perseguir, acosar, gritar, humillar a los rivales o incluso a los árbitros, cubrir de mierda su renault, desencajarle la puerta de su despacho y, por supuesto, dejar bien claro, a quien quiera oírlo en cualquiera de los puntos cardinales, que se trata de un fascista y un asesino.

¿Cosas de chiquillos, como decía Arzalluz de los que quemaban autobuses tirando en la calle a unas cuantas ancianas entorpecidas que iban en ellos (¡tan incívicos no fueron cuando hasta dejaron bajar a las ancianas!, añadían algunos), o que destrozaron por completo aquel hotel de Mojácar porque eran futbolistas vascos juveniles ya por aquel entonces muy pero que muy mal educados en la impunidad de militante de izquierdas?

No. No es una cosa de chiquillos lo de impedir salir de su despacho a un profesor sospechoso de no ser militante de izquierdas. Eso se llama retención ilegal o, dependiendo de ciertos factores, secuestro, en nuestro código penal. Y lo de empujar e insultar y tirar del pelo y de la vestimenta y acusar de delitos graves con publicidad pues que se pronuncien los que saben, pero a los ciudadanos que no sabemos nos suena en todo caso bastante mal.

Por lo menos, es lo que parece cuando alguien empuja o insulta a uno de los militantes de izquierdas: la que se organiza en la prensa durante los siguientes días es digna del 1 de septiembre de 1939. Lo peor, ¿sabéis qué es? Que si al día siguiente vuelves con un pómulo hinchado o un ojo morado y te ven los colegas de la facultad, ¿sabéis lo que van a hacer? Van a sonreír con desdén y te van a preguntar: «¿Ah, pero eres de esos que…?» Pero han solido ser ellos los que han echado a los demás a esa conducta.

Nadie tiene claro qué se puede hacer con esa sonrisa. De momento, lo mejor es ni tener contacto con ella.