Legislación de juguete

Iria Marcina

Es conocido de antiguo, y recientemente lo ha recordado una aguerrida feminista algo harta de sus compañeras novatas y jovencitas, que nada más lucrativo que luchar por derechos que ya se tienen (pero ninguna ha entendido la ironía crítica de la frase). Alguna otra, menos conocida como teórica, porque no lo es, pero muy conocida como actriz o como artista, de la que tantas esperaban una declaración de adhesión, ha proporcionado a esas tantas un corte teatral al decir que ya está bien de seguir reivindicando, que lo que hay que hacer es poner en práctica lo ya conseguido. Algunos que aspiran a ser personajes afirman con rotundidad, en cuanto les ponen ante una cámara de televisión, que «está todo muy mal, nunca ha estado peor, te lo juro, pero muy mal muy mal», y hablan en particular de la ola que se ha desatado de violencia contra los homosexuales y la homosexualidad en general, o sea de la homofobia que impera e impone sus leyes en España, a causa de una agresión que dos brutos animalizados han perpetrado a un pobre chaval de O Porriño al grito, claro, de maricón. ¿En qué quedamos? ¿Tienen razón estos aprovechados de la Canción de la Homofobia (en el tercer país del mundo que aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo, el país de las abuelitas-refugio de los vecinos gays ya desde hace generaciones) o tiene razón Putin al justificar su guerra a Ucrania sobre la noción de que occidente es un mundo degradado y degenerado por su tolerancia hacia los homosexuales?

Quizá tengamos que recordar una vez más al niño mimado ese que al recibir de regalo un scalextric en su caja se pone a soltar juramentos e insultos porque él quería todo el scalextric posible, con todas las ampliaciones y los modelos de coches y curvas y peraltes, y menos que eso no le sirve como scalextric.

El caso es que mientras una sola pareja, una sola, se dé un tímido beso en una parada de autobús, ya podremos afirmar, como esas sacristanas de antaño, que España está corrompida por una crisis de valores y que esto sólo lo arregla otra guerra; o alguna burrada por el estilo. Estaría una tentada de decir a los nacidos del 80 para acá: os lo podéis creer, de verdad, antes había gentes que hablaban así. Pero sería una tentación errónea como tentación, porque no es que haga falta esa advertencia (¿o sí? ¿A lo mejor no lo perciben hoy?), porque el caso es que hoy en día, en la actualidad de ahora mismo, ¿acaso no hay tiparracos que dicen eso mismo a la vista de un sólo y tímido beso entre dos jóvenes, o de una agresión a un homosexual o de una agresión a una mujer o de un desahucio inmobiliario injusto o de un error médico? Se percibe sin esfuerzo la necesidad del tremendismo o del maximalismo, es decir, de tirar el scalextric por la ventana en cuanto no se tiene la perfección total. Cuidado: una perfección que a lo mejor va a resultar que no es posible.

Hay bastantes tipos literarios construidos sobre el molde de la sacristana. Aquí no vamos a entrar en ello, por más que hay peticiones del respetable: sólo nos faltaba ponernos ante ese toro. Arquetipos literarios: todos construidos por cerebros de machos blancos y autoritarios (como si fuera posible «construir» los arquetipos deliberadamente, y menos aún con y desde ideología de poder; qué hartura, lo poco que leen los rollistas). Pero entonces, cómo denominar al tipo, que actualmente prolifera como por epidemia, de censor indignado ante el incumplimiento, por otros, de las manías propias. A lo mejor hay que reunir a varios cientos de equipos de trabajo para darle vueltas al asunto.

La indignación producida por el placer ajeno; las peroratas moralistas pseudopolíticas que son consecuencia de esa indignación; la acomodación de la descripción de la realidad a la descripción de los propios deseos; la necesidad de enemigo humano. Todo eso está ahí cocinándose junto a otras cosas, como las patatas y las zanahorias y el calabacín del guisote de un ragut. También está la certeza, que de tan completa suele ser hasta inconsciente, de que la propia persona ya está hecha, de que uno mismo ya está terminado de fabricar, ya está terminado de construir, ya conoce todo lo que es necesario y relevante conocer y no le hace falta conocer más: por eso la velocidad para el insulto hacia la personal que trae una reflexión o hasta un dato objetivo difícil de acomodar en el esquema bélico ya planteado por el ofendido: fascista, claro. Ese dato de que (por ejemplo, una vez más; pero como no hacen caso, dan permiso para repetirlo) España es de los países de menor índice de agresiones de género de Europa (y del mundo) es acallado inmediatamente, porque obligaría a corregir folios y folios, decenas de frases y decenas de frases escritas y dichas sólo sobre la base de que es España un país de los peores. O de que aquí la homosexualidad está protegida hasta extremos que se desconocen en casi todos los países del resto del mundo (como corroboran los grupos LGTBetc que vienen de viaje o a festivales gay o sucesos similares, y luego simplemente a establecerse).

Es el miedo de cualquier ser vivo, miedo que es mayor cuanto más consciente es de estar vivo: me han traído aquí sin que yo lo pida, y no entiendo por qué tengo que estar con miedo de sufrir dolor o abuso. Y se añade a eso la hegemonía, no por decadente menos eficaz, de las concepciones angloluteranas: si hay un mal (un atraco, una enfermedad, lo que sea) no lo puede haber creado Dios, así que tiene que haber un culpable… humano. Que, en el extremo de idiocia que nos inunda, se traduce inmediatamente en ese «alguien tiene que dimitir» si a mí un gilipollas me atraca volviendo a casa una noche y se lleva mi cartera y mi reloj: o todo perfecto, o nada.

O todo el scalextric, o ninguno.

La vida, tal y como es, nunca: sólo las abstracciones poéticas o partidarias o rentables.

Lo malo es que de esas poesías se haga legislación.