15 Oct Mi cuerpo, mi sexo… tus normas (y 199 pinchazos que no fueron)
Paca Maroto
Estamos preparados para el nuevo mundo de la ciencia y la técnica de la reproducción humana «no natural». Más que preparados, incluso. Aunque no se dice en público, o no se dice mucho, estamos ya en él. Oficialmente, no hemos llegado todavía. Pero nadie desconoce, en los sectores científicos de la sociedad, qué es lo que hay; y todos saben que lo que hay y lo que se dice que hay no coinciden. ¿Por qué no coinciden?
De entrada, todos plantean el famoso y antiquísimo dilema. No porque sepamos hacer algo tenemos que hacerlo. Pero sucede que plantearlo, a estas alturas, no es signo más que de puerilidad o, como mínimo, de poca reflexión. Y a lo mejor tenemos los demás derecho a exigir que el que se meta en estos laberintos, que en realidad no son otra cosa que difíciles cuestiones de moral, lo haga viniendo ya llorado y meado de su casa, es decir, con cierto grado de reflexión y de conocimientos ya suficientemente cocinados. Y que no se ponga a lloriquear, o a descubrir cositas elementales, cuando estamos en pleno mogollón de tomar decisiones. Bien: no porque sepamos cómo cocinar a una persona vamos a cocinarla; o: no porque seamos capaces de cargarnos el planeta entero sólo con la presión a un único botoncito de lanzamiento de misiles vamos a cargarnos el planeta entero. Ese famoso y achulado «lo hago porque puedo» digamos que es una cosa que exigimos que se haya quedado atrás, muy atrás, tanto en los que lo usan como en los que lo discuten, cuando hablamos de estos asuntos de los que vamos a hablar. Así que menos gritos.
Y los asuntos son los contenidos en las que hoy se llaman agendas (y puede además que no estén mal llamadas) de las políticas llamadas sociales (es posible que esto también sea acertado, pero es que qué política no lo es) o algo más equívocamente de igualdad (aquí empezamos a notar que el columpio se bambolea), o muy concretamente (y ahora la denominación ya no convence más que a sus autores) feministas. Y todo esto relacionado con el centro gravitatorio del mundo del sexo, o mejor dicho la vida sexual.
Nunca nos ha gustado esto de «vida sexual», porque, en primer lugar, suena mucho a aquellos antiguos manuales contra el ejercicio del sexo, y que eran poco más que unos esbozos de anatomía y (muy poca) fisiología, y todo ello expuesto para conseguir mejores matrimonios. Se coge una una diabetes sólo de recordarlo. Se parece, además, en su imprecisión y en el runrún que lleva por debajo, a eso de «sexualizar» o «hipersexualizar» que se utiliza en la actualidad con liberalidad, dando la impresión de que los que lo utilizan lo hacen cuando se han quedado atascados en su discurso y no saben cómo salir, y con esos términos ya tienen a todo/as asintiendo, aunque no sepan a qué, pero que en todo caso sí, desde luego, eso de sexualizar está muy feo. A ver si nos centramos: no hay, creo expresión satisfactoria, para cualquiera que esté en sus cabales, cuando hablamos de estas agendas progresistas sobre el sexo, porque, así como aquellas agendas reaccionarias de antaño, lo primero que han hecho sus entornos ideológicos ha sido cepillarse el castellano, mandarlo a tomar por saco, y empezar a inventarse cosas y cositas, desde nuevos términos a nuevas acepciones de términos ya antiguos. Tal como ha hecho el Vaticano II y a su estela toda la pedagogía (incluida por supuesto y principalmente la autodenominada «nueva» y «progresista») en las últimas décadas con tal de recuperar la prevalencia que había ido perdiendo en el mundo de la enseñanza europeo al ir ganando la implantación de sistemas escolares públicos. Así que es eso, ¿no? Y, si seguimos buscando similitudes, o quizá analogías, o quizá contagios, entre este mundo de las agendas progresistas del sexo y ese de la pedagogía tocapelotas y tonta útil de intereses rancios y ocultos, ¿cuál sería la siguiente? A lo mejor no hace falta que haya muchas más. Lo que hay salta a la vista.
Tenemos el sólo sí es sí. De entre las varias verdades de la vida que son incompatibles con esta propuesta, destaca, por ejemplo, esa del «oye, pues mira, no se me había ocurrido, pero vamos a ir viendo», pariente cercana de otras del estilo del famoso «mohín francés» que se usa simplemente para citar de muleta y de perfil, evitando ir de frente (y que evidentemente no es un sí pero es un sí). Por no hablar del problema principal que se contiene en el lema, que alguna autora ha mencionado recientemente: ¿sólo el sí de la mujer? ¿Es que hemos vuelto a la idea de aquellos manuales de vida sexual que describían cómo el hombre-marido debía comunicar a su mujer-esposa su deseo con gestos codificados? Sí, hemos vuelto. Y lo que es peor: la mujer pasiva, receptiva, como en aquellos manuales, a la espera de que alguien le proponga y ella decida contestar bien ese sí, bien cualquiera de las otras (probablemente cientos de miles de) posibles respuestas que el castellano facilita. Porque, al parecer, proponer, lo que se dice proponer, no es cosa de la mujer hacerlo. Eso es cosa de hombres. Y para estos no hay ese sí que es sólo sí, al parecer.
Tenemos el sola y borracha quiero llegar a casa. O sea, que a ver si alguien saca un decreto-ley o lo que sea, hombre, por dió, a ver si nos ponen ya la abolición de la delincuencia, po favó. Lo cual se parece más que mucho a aquellas risibles medidas que cierto alcalde de Madrid impuso, todos dijeron que a petición de la tiquismiquis de su señora, de prohibir esperar al autobús fuera de la marquesina, prohibido ir en patines por la acera y otras de ese calibre. Si es que las molestias de la vida son muy fáciles de quitar: se legisla contra ellas, y listo.
Tenemos, además, otras muchas, pero acabaremos con esto: el sólo la mujer es dueña de su cuerpo. Se entiende que para que ella haga con él lo que yo le diga, porque si no para qué. O sea, que primero tú no me vas a legislar con quién puedo y con quién no puedo irme al catre, o embarazarme o incluso si puedo o no puedo abortar (que es, como sabemos, el origen contundente de ese eslogan); pero a continuación le damos la vuelta y resulta que ese ser dueña de su cuerpo se refiere a que no se puede tolerar que la mujer decida usar su cuerpo para cobrar por el servicio sexual que con él quiera ofrecer. O para, cuestión muy minoritaria pero mucho más espinosa, para alquilarlo como lo que se viene llamando «vientre de alquiler». ¿O para donar óvulos tampoco? Ojo, ¿y el donante de semen? ¿Lo que se dice de la propiedad del cuerpo de la mujer vale también para la propiedad del cuerpo del hombre? La verdad es que no nos importa. ¡Si sabremos nosotras que es La Cuestión Intrincada por excelencia! Ahora, lo que no sabemos, y además sabemos que nadie sabe, es que las mujeres que llegan a un acuerdo para ser «vientre de alquiler» con alguien, sea individuo, pareja, trío, comuna o lo que sea, no es ni siempre ni obligadamente esa pobre de solemnidad que, achuchada por las injusticias del capitalismo, no tiene más remedio que alquilar su útero. Seguramente haya alguna en ese lamentable estado económico, desde luego; pero lo que sí sabemos es que no se puede reducir todo vientre de alquiler a eso. Y aun afirmando esto, ¿seguimos diciendo que la cuestión es complicada? No. Decimos que salta a la vista que es complicadísima. Por acogernos a una expresión de físicos, podríamos decir (como estos lo dicen de la meteorología) que «todavía no se ha desarrollado el modelo matemático de complejidad suficiente para explicarlo». Sí, complejísimo.
Pero esta agenda sexual del feminismo de mujer pasiva y autoritaria en el contacto sexual, utópicas fantasías de bondad universal y dogmas sobre la procreación y sus inmorales variantes se parecen como una gota de agua a otra a la agenda sexual de la feminidad nacionalcatólica que costó más de un millón de lágrimas (y un millón de bofetadas, y hasta de detenciones) superar.
Pero ha vuelto. Se diría que el proyecto antisexual de los sermones católicos ha triunfado, porque se ha infiltrado en ese feminismo también de sermones morales, y le hace repetir sus consignas, y conseguir poco a poco sus fines, aparentemente desde principios diferentes. O a lo mejor no hay nada de esto, y resulta que son las mismas asociaciones cambiadas de nombre, y puede que en muchos casos hasta las mismas personas.
Ni las unas, antaño, ni las otras, hoy, responden suficientemente cuando les pregunta: ¿por qué es malo que yo haga con mi sexo lo que me dé la gana, y por qué me tienes que decir tú qué es lo bueno?
(Aparte, la novedad de mediados de octubre es que ha concluido el estudio de las denuncias por «pinchazos» en discotecas, supuestamente para inocular cócteles de drogas anuladoras de la voluntad, y una vez más, maldita sea, ha resultado que de 200 denuncias ¡sólo 1! era verdadera. Maldita sea mil veces. Lo que destruyen esas tontas al mentir con esas cosas.)