15 Ene Militantes anti-Qatar
Ramón Nogués
El reciente campeonato mundial de fútbol (oficialmente creo que hay que decir «fase final del…») ha sacado a la luz un tema más de bronca y pelea (ByP), como si hiciera falta, en la sociedad dicen que mundial, pero desde luego en la española. Importa especialmente lo de española, porque, aparte de otras consideraciones extrafutbolísticas o temas de conversación social, que por su cuenta ya acaban todos, antes o después, en ByP, aquí se marida la cosa con la excusa perfecta, global e ineludible para cargar a cuchillo: no teníamos suficiente con encontrar una selección nacional que contentara y consolara a los 47 millones de ponentes españoles para formarla, cuando resulta que eso, encima, se hace en esta ocasión para liarse a considerar (o sea a afilar cuchillos) si había que ir a ese mundial celebrado y organizado en un país de dudosa fama democrática, o si sería lo adecuado plantarse y decir que no se iba, y además no ir, parece que con intenciones de acabar con el régimen político de ese país o algo así.
O sea, que como el país no es exactamente un modelo de respeto de los derechos humanos de sus ciudadanos o más bien súbditos, y en especial es activo en la represión de gays (o LGTBetc) y en aplastamiento de vidas femeninas, acudir con el equipo nacional de fútbol a jugar esa «fase final del mundial» vendría a suponer un apoyo a esa represión y a ese aplastamiento. Y si lo que se quería era manifestar el desacuerdo, el rechazo, la repulsa o la oposición a ese régimen político y a su represión y a su aplastamiento, la forma de hacerlo sería abstenerse de participar en la competición deportiva. Nada nuevo. Nada que no se haya propuesto muchas veces antes en centenares de ocasiones tanto en acontecimientos deportivos como en los de cualquier otro contenido, desde ferias de bisutería hasta festivales de música pop, y desde congresos de historiadores hasta juegos olímpicos. Siempre ha habido, que recordemos, en los últimos cincuenta años o más, grupos que han propuesto «boicotear» la movida que en cada caso hubiera, y a veces hasta con motivos (que oscilan entre «muy buenos motivos» y «motivos endebles», con todos los grados posibles). Pero no suele hacerse eso de boicotear. Recordamos que Estados Unidos y algunos más no acudieron a los juegos olímpicos de Moscú en 1980, y que la URSS y algunos otros no acudieron a los de Los Ángeles en 1984. Y unos cuantos africanos no acudieron a Montreal para protestar contra Nueva Zelanda, por ejemplo. Y así con cientos y cientos de casos, en todas las modalidades y ocasiones.
Y tiene uno la impresión de que ninguno consiguió nada.
Sería cosa de corroborar esa impresión con un estudio sistemático y muy minucioso de las consecuencias de cada ausencia o abstinencia. A lo mejor algún listo se puso en Los Ángeles a fabricar sombreritos olímpicos un año o dos años antes de que la URSS anunciara su boicot, y al final se quedó con los sombreritos sin vender y jodido de deudas. Muy probablemente. Y cosas similares, casi seguro, se han dado en todos los casos. Pero que sepamos nunca ha cambiado un régimen político con esta arma del boicot. Surge inmediatamente el caso de Sudáfrica, o sea de la República Sudafricana: sí, claro que el boicot comercial e industrial colaboró mucho al fin del régimen del apartheid; pero no lo hizo eso que hemos mencionado de que aquellos países no acudieran a las olimpiadas de Montreal «porque Nueva Zelanda había jugado al rugby contra Sudáfrica».
Ahora, como es natural y puede que hasta saludable, muchas personas y algunas personalidades se han pronunciado individualmente acerca de este lío de Qatar, y casi todas para expresar su solidaridad con las causas agredidas por ese Estado, y su consecuente decisión de «ni siquiera poner la tele para ver un partido», como han dicho. Otros no han llegado a tanto, y ver los partidos, los iban a ver, y los vieron, pero dejando claro que de césped para afuera no pensaban ni por lo más remoto conceder la más mínima mirada. Y a partir de ahí, como es inevitable, se han mezclado todos los ingredientes del potaje eterno. ¿Alguien desconoce que la FIFA es un patio de Monipodio, una zahúrda de Plutón, un gobierno catalán? Uno diría que desde el nivel de alfabetización A1 hacia arriba nadie lo desconoce. Pero se han sucedido en cascada incontenible las peroratas didácticas, y muy didácticas, siempre relacionando de un modo algo enrevesado el velo femenino islámico con lo que cobra Infantino y los cheques tanto emitidos como recibidos por, por ejemplo, Alberto de Mónaco con, paradójicamente, el maltrato a los gays en los barrios periféricos de Doha.
Y con eso lo que se ha conseguido es que los que de entrada no entendían muy bien lo que pasa en Qatar (y en particular esa parte de lo que pasa en Qatar que a los occidentales no nos gusta) han seguido sin comprenderlo, porque, a ver, yo quiero ver un partido de la selección, que es que en mi casa somos cada uno de un equipo pero luego todos de la selección, y ponemos unas tortillas y unos berberechos cuando la selección juega, ¿y ahora qué pasa?, ¿que no tenemos que ver esos partidos porque los empingorotados de siempre -y la mayoría calvos totales- ganan una pasta? ¿O porque allí no dejan casarse a los homosexuales, como a mi primo Antonio, que mira que fuimos a su boda y resulta que menudo pedazo de novio que se había echado, y vaya comilona, una de las mejores bodas a las que hemos ido? ¿Por eso tenemos que apagar la tele y no ver los partidos?
Sí, esa confusión ha cundido: las selecciones van, los equipos juegan, los jugadores (y los demás) cobran su pasta, pero somos los de Fuencarral o los de Peña Castillo o los de Gelves los que tenemos que hacer que caiga el régimen infame de Qatar apagando la tele y perdiéndonos un mundial, porque si vemos los partidos alguien nos puede acusar de colaboracionistas.
Uno diría, también, que pudiera haber sido esta una de las ocasiones en las que está más claro que en cualquier otra que se estaban confundiendo las acciones públicas con las privadas y el movimiento político con el movimiento emocional. Y nos ha servido para ponernos a reflexionar sobre dos cosas: la primera, lo fácil que es no ver lo que es muy visible; la segunda, el modelo que nos ha proporcionado para aplicar a muchas situaciones similares de rechazo, denuncia, «militancia» y eficacia.
Supongo que nadie desconoce que por apagar uno su televisor y no ver un partido de su selección de fútbol no va a conseguir que en Qatar ni en lugar alguno cambie el régimen político. Supongo, además, que nadie se cree, qué se yo, Jesucristo o Jesucrista, como para provocar, si él (o ella) dice que «yo, el mundial, ni mirarlo», tras él (o ella) van a arrastrarse millones de personas imitando esa ceguera como protesta o incluso como palanca de cambio político en aquel país. Aunque una vez pensado esto, inmediatamente se despliega ante los ojos la lista de personajetes que quizá si se creen arrastradores de masas; pero eso para otro día.
Si uno, con sus sentimientos de indignación o de ofensa o de lo que quiera, decide no «colaborar» o como lo quiera llamar con la ignominia qatarí, es muy dueño de hacerlo, naturalmente. Pero de hacer eso a tirarse el rollo mesiánico-revolucionario hay una distancia que quizá habría que pensar si es legítimo cubrir. Digo legítimo o ilegítimo por lo que tiene de comer la oreja a las víctimas de siempre, que son los ciudadanos inocentes de todo, quizá no muy comprometidos (pero, ¡cuidado!, eso también es un derecho) con estas causas, o quizá sí comprometidos, pero que han sabido separar el culo de las témporas. ¿Qué tendría que pasar para que el apagado de mi televisor tuviera consecuencias políticas? Como mínimo, que se sumara al apagado simultáneo de otros 50 o 60 millones de televisores, o quizá incluso sólo funcionara por encima de 150 o 200 millones de televisores (y todos europeos, para más inri). No deja de ser un cuadro de ciencia ficción adjudicar a ese hipotético fenómeno la consecuencia de la retirada de las publicidades y los patrocinios, la quiebra económica de la FIFA y de Qatar, y por fin la reforma galáctica del islam a favor de la mujer libre y de los gays & co igualmente libres.
Acción política contra la nefasta y negra política de Qatar: que se hubieran retirado de la competición todas las selecciones. No una, a la que habrían sustituido inmediatamente, ni dos. Todas. O ese apagado millonáceo de televisores (europeos), pero muy, muy publicitado porque, si no, no sirve.
¿Hacer yo, como personaje de la prensa rosa o como estirado personaje de las todologías, o como actorcete, una declaración de indignación y abstinencia? Eso no es política, ni tiene consecuencias políticas. Quizá, como mucho, sirve para que los amiguetes te vean comprometido, y para provocar a los enemiguetes, que soltarán pestes sobre ti, y así puedes seguir en el candelero con tus re-contra-respuestas. Pero nada más. Confundir, una vez más, lo emocional e individual con lo público y político sólo ha llevado, de nuevo, a que el malo siga galopando a su antojo por los campos.