Ni siquiera el actual es un mundo para siempre

Paca Maroto

Da la impresión, y también da la convicción, de que dentro de no mucho esa cosa tan rara de los coches impulsados por un motor de explosión va a ser algo casi olvidado, quizá tan necesitado de explicaciones como a muchos de nosotros nos resultaba aquello de los viajes en diligencia que contaba alguno de nuestros abuelos (a los que se lo contaban sus abuelos). Ya hay digamos jóvenes que empiezan a instalarse en la vida con un empleo y una casita, que se han comprado un primer coche y este es directamente eléctrico. Lo de los híbridos, que creo que tira más a los jóvenes muy informados, científicos y así, y desde luego nos tira a los que somos mayores que los jóvenes, me parece que es una cosa de transición: los que llevamos mucho toreo encima (se entiende que como toros, ojo, no como toreros) y nos parecemos más a la vaquilla de Calabuch que a Frascuelo, vemos con facilidad las patas de lobo por debajo del camuflaje de oveja, y nos decimos que de momento casi mejor tener una alternativa a la simple chispa. Bueno, se llama ligera desconfianza, reticencia o simplemente «poco a poco, ya iremos viendo».

Lo que desde luego sucede es que estamos de acuerdo en que las cosas tienen que ir en esa dirección; no que lo neguemos, sino que hemos visto quizá mucho y no nos permitimos ser tan ingenuos como para creer que el primer gritón que llegue vendiendo ungüentos es el que tiene solucionado el problema. Quizá sólo nos duele a los más curiosos no ir a estar aquí dentro de cincuenta o sesenta años (desde luego, no vamos a vivir tanto como nuestros padres o abuelos: llevamos demasiado tóxico encima) para poder contemplar el suave vuelo de los vehículos por el Paseo de Gracia o por Alderdi Eder o por la Castellana, y para disfrutar del pequeño susurro de sus desplazamientos mientras conversamos acerca de la última parida de Byung-Chul Han seguramente riéndonos una vez más pero desde luego sin tener que alzar la voz. No cabe una en sí de gozo al imaginar semejante posibilidad, que con imaginarla ya tendrá que ser bastante porque desde luego no parece que nos vaya a dar para tanto como para vivirla de verdad.

O sea, que el que no se entere de que estamos viviendo una transición, un interregno, una época que quizá en los libros de historia del futuro ni tenga nombre, porque se quedará en eso, en puente entre dos épocas, es que está sonado. Y a eso vamos: cómo es posible que haya tantos que se aferran a hablar de la actualidad (y cuidado con esto, que todos tenemos los reflejos empañados: esto no quiere decir «la actualidad de los partidos políticos», ni siquiera la más digna «actualidad de los famosos del corazón») como si ya fuera un lugar de llegada, algo parecido a una estación términi, un continente de tierra firme e inmóvil en el que hemos desembarcado a lo mejor tras el naufragio de la época anterior. Es verdad que puede que esta actitud provenga de los que de verdad vivieron el pánico de un naufragio, o de mil naufragios todos juntos, en esas guerras del siglo pasado tan presentes todavía en tantos ámbitos pero en realidad bien pasadas y dejadas atrás. Esa sensación de ser un superviviente de naufragio es la que trajo el conservadurismo comprensible de los agotados, que pronto aburrió a sus hijos y lanzó a estos a la explosión pop, a la contestación y a los cambios. Eso es muy comprensible de aquel entonces. Pero su extensión hasta casi su carácter general, que se puede observar en la actualidad, no sé si es comprensible o no, pero me parece a mí que no deberíamos admitirla como si no fuera nada.

Para empezar, porque es una sensación de mundo para siempre que pone sus pies no en rocas de noble antigüedad contrastada o cosa parecida, sino en novedades que dentro de poco van a resultar minucias comparadas con otros cambios que nos esperan, como muchos pueden ver en cuanto se esfuercen un pelín. Quizá se podría emplear la expresión «el grueso de la población» para designar a aquellos que creen que el mundo ya tiene para siempre las cositas en las que muchos basan su ser, su estar y su identidad: el móvil, instagram, Whatsapp, tik-tok, Amazon compras, Netflix y sobre todo las aplicaciones para ligar y para que te decidan si ese bar o ese restaurante son buenos o no y así tu creas decidir si entras en él o no entras. ¿Hay que ser muy retorcido para darse cuenta de que estos juguetes tienen las horas, o los años, o las décadas contadas? ¿Es tan difícil ver que lo que hoy es un móvil será dentro de poco, yo qué sé, una especie de reloj de pulsera que no haya ni que anudarse, al que se le darán órdenes simplemente con la voz, o todavía menos (los sistemas de «lectura de pensamiento» están muy avanzados, por no hablar de «lectura de la mirada», que funcionan desde hace treinta años por ejemplo en los helicópteros de combate)?

No es que yo sea especialmente amiga de estas cosas, pero lo que me hace rara en según qué entornos es que no soy especialmente enemiga. A veces me parece que estoy casi a punto de entender a los tecnófobos. Desde luego, no a los que aparentan ser tecnófobos por la mera coquetería y el elogio de sus colegas profesionales reaccionarios (hay gremios y especialidades y entornos profesionales que son por definición -en general autodefinición, no tendría por qué ser así- reaccionarios y enemigos de cualquier novedad). No me refiero a los tecnófobos por chic; como diría Ferrusola: «no; o sea no». Esos, que se vayan a hacer la puñeta entre ellos con sus desdenes de temor oculto tras sonrisa mal ensayada. Hablo de los tecnófobos más o menos de verdad. Creo que, probablemente, los ha habido siempre. Me parece que muy en mi infancia llegué a conocer a alguien que ni quería coger el teléfono cuando sonaba con aquel timbre peculiar con el que sonaban todos los teléfonos, entre frases de «instrumento del diablo» y parecidas. Probablemente ha habido siempre alérgicos a lo que no oliera a chorizo o a oveja o a jara; pero con ellos no se construyeron las ciudades ni se descubrió la penicilina. Los tecnófobos de hoy, los tecnófobos de verdad, y no los simplemente preocupados por ese raro qué dirán sus colegas si le ven recibiendo o contestando un simple Whatsapp, puede que al final resulten ser una modalidad de enfermos dignos y necesitados de reparación clínica, porque de otro modo no se entiende lo que hacen. Oye, es que he visto cursillos para manejo elemental de ordenadores entre maestros de Primaria en que se consumían dos y tres sesiones de una hora para terminar de arreglar los problemas que les causaba el manejo del botón on/off de un equipo (y la imposibilidad de hacerles entender que primero cerrar programas y luego dar la orden off en pantalla: apagaban el PC como quien apaga una radio, claro). Los tecnófobos, al final, puede que sean los que mejor entienden que no estamos en una llegada, sino en un tiempo de paso: porque son los que más lo temen (los que antes detectan al león cercano en un paseo por la sabana son los que más miedo tienen al león). Los tecnófilos más avezados puede que sean los que menos notan que estamos cambiando: son tan amigos tan amigos, pero tanto tanto, de lo que manejan entre sus manos, especialmente por las aceras y cuando están a punto de chocarse contigo por no levantar la vista de su móvil, que en un pispás se han hecho incapaces de imaginarse el mundo de otro modo. ¡No les hables de que en diez años ni instagram ni tik-tok, que se te echan a llorar como hienas!

Los que no estamos en ninguno de esos bandos creo que haríamos bien en ejercitar de vez en cuando la imaginación (no a lo loco, claro; hay que informarse lo mejor que se pueda) y prepararnos para lo que va a ir cayendo. Mucho de lo nuevo nos va a resultar tan útil y tan beneficioso como hoy nos resulta, por ejemplo, ese Whatsapp, que nos hace alucinar cuando intentamos reproducir cómo vivíamos antes de que lo tuviéramos: ¿y cómo podías aguantar cinco o seis días sin saber de tus hijos que estaban -supuestamente- en ese campamento escolar del Pirineo? ¿Y cómo hacíais para corregir un lugar de cita cuando la cosa fallaba en el último minuto y no teníais cómo comunicaros? Y así todo: los que han nacido con ello, no pueden imaginar otro mundo; los que nacimos antes o mucho antes, empezamos a olvidar cómo vivíamos antes, o simplemente nos sentimos incapaces de volver a vivir como antes.

Habría que tener cuidado y avisar a los muy asentados en la actualidad: dentro de poco, empezarán a olvidar cómo quedaban, cómo ligaban, cómo elegían vestimenta o restaurante o música, cómo comunicaban lo suyo, cómo sabían de los demás y cómo se desplazaban de un lugar a otro, porque todo eso va a cambiar o, mejor, está cambiando ante nuestros ojos paso a paso, casi siempre imperceptiblemente aunque al final la novedad aparece completa. Y da mucho la impresión de que no están muy preparados para ello.