Nunca se podrán resetear las cuentas públicas; pero no estaría mal

Paca Maroto

No parece que sea muy posible, pero a veces dan ganas de que se procediera a hacer una especie de reseteo de las cuentas públicas, o quizá una redistribución a lo casero, como aquellas escenas de la película Dave, presidente por un día, bastante tontorrona en conjunto, pero afilada precisamente cuando ese no-presidente pide cuentas a todos sus secretarios o ministros, y estos se pierden por partes contratantes de la primera parte y galimatías burocráticos parecidos: el no-presidente les manda callar y empezar el discurso desde cero. A veces apetece, sí.

Aquí tenemos en la actualidad varios problemas irresolubles de pasta: el primero, quizá, el de las pensiones, la mayoría de las cuales son de jubilación. El segundo, el de la sanidad. El tercero, el de la enseñanza. El cuarto, el de las fuerzas de seguridad. Y algunos más. Se puede, naturalmente, discutir si el segundo mejor que vaya tercero, o el cuarto mejor que sea el segundo, pero más o menos ese es el paquete inicial. Y todo hace pensar que esto no hay quien lo resuelva.

En primer lugar, hace pensar que esto no hay quien lo resuelva el discurso de los «más economistas», que son siempre representantes de las posturas políticas ultraliberales, según las cuales prácticamente no debería haber gasto público. Contra lo que muchos piensan, muchos de estos ultras no son exactamente hijos de la aristocracia, ni de la burguesía acomodada, sino de la clase muy media e incluso media-baja, que hoy nadie denomina así porque, entre otras cosas, nadie sabe muy bien lo que es. Entre esos ultraliberales del sálvese quien pueda, que yo ya me he encargado de salvarme a mí y a vosotros que os den (que ahora que lo escribo, no parece un mal resumen de las nociones sociales del ultraliberalismo) hay mucho más «hijo de obrero» de lo que se piensa. Y se piensa así de erróneamente porque se conoce poco a ese obrero, normalmente de cierta modalidad, esa que presume de ser más duro que un boj y más hecho a sí mismo que un Amancio Ortega. Cuidado con esas vanidades, que a menudo dan lugar a hijos perfectamente faltos de empatía y de conciencia situacional (situacional he dicho: fuera y lejos váyanse los fantasmas de la moral), creídos sin fisuras en ese «hecho a uno mismo» que heredan verbalmente de sus papás, sin darse cuenta de que esa misma frase significa cosas muy diferentes en boca del mayor y del menor, y que este las ha amasado como plastilina para que signifiquen lo que en los telefilms de millonetis. Definitivamente, las (ellos dicen que) soluciones que proponen los ultras para estos terroríficos problemas de las pensiones y la sanidad y todo eso, son todo lo contrario de soluciones, igual que no es una solución para una apendicitis cargarse al enfermo cortándole la cabeza con un machete.

En segundo lugar, damos un pasito más hacia la convicción de que esto no hay quien lo resuelva cuando observamos la conducta de los que, más o menos templados en su izquierdismo, o su socialismo, o su socialdemocratismo, han llegado al gobierno y, para arreglar los déficits de las cuentas públicas, proponen más gasto público. A continuación, olvidando lo que han dicho cuando estaban en la oposición (siempre las proclamas de la izquierda en la oposición son más veterotestamentarias que las de la derecha en la oposición), nombran cargos y cargos, inventan cargos nuevos y oficinas y departamentos y secretarías nuevas, cada una con una estela de todavía más y más cargos. Esto puede ser, y suele ser, poco más que el chocolate del loro en lo que respecta a esas monstruosidades contables que nos preocupan, las de las pensiones y eso; pero dan a conocer la actitud ética y estética con la que la izquierda suele enfrentarse a estos problemas: los agudiza. Y eso no por un sesudo cálculo de extremar la polarización, lo cual ya sabemos que como antítesis dialéctica etcétera consigue que etcétera etcétera; porque ya está archidemostrado, incluso a ojos de casi toda la izquierda, que eso no pasaba de ser un artefacto retórico al que algunos se agarraron hace casi dos siglos para encontrar adeptos entre los teóricos, pero que a la postre no significa nada en la realidad de las sociedades y de las cosas. Hombre, polarizar-polarizar, todos sabemos que si encizañas entre dos bandos vas a conseguir que estalle algo y que las cosas cambien; eso es técnica de niños. Pero ¿de verdad todavía hay quien se cree que eso es teoría de la sociedad, filosofía social, hegelianismo cabal, marxismo útil, procedimiento político que merezca ser llamado tal? Ah, sí, sí lo hay. Hay dos o tres por ahí que todavía te sueltan cejijuntos algún párrafo memorizado del Qué hacer, muy como el personaje de Samuel L. Jackson en Pulp Fiction va por ahí soltando «He memorizado un párrafo de la Biblia para situaciones como esta:…» (y procede a soltar el parrafito). Y se creen que hacen política con ello, mientras aconsejan desde su ministerio no comer carne y cargarse lo poco que queda de ganadería, o prohíbe colores rosas en los anuncios de juguetes para niñas y cosas así.

De modo que entre estos y aquellos, lo que al final de cuarenta y pico años de democracia avanzada en nuestro propio corral, y de algunos años más en los corrales vecinos (porque esto está pasando en todos) lo que sabemos es que ha desaparecido la derecha decente (que en la fantasía sería la que no habría entregado la economía a los ultras), y parece que también ha desaparecido la izquierda sensata (la que no habría entregado la economía a sus propios sindicatos).

Quedan grupillos, que prometieron ser grandes y no han hecho más que menguar desde su nacimiento, que parecen creer que la solución de las pensiones y de la sanidad está en prohibir todo lo que se le ocurra a uno prohibir en otros campos. Sus programas, que no son tales sino meras listas de quejas más o menos juveniles, proponen prohibiciones de casi todo lo que «el malvado ciudadano sin conciencia» ha asimilado como habitual y agradable en sus vidas, desde comer filetes hasta tomar fanta, y desde ir a la playa hasta cenar en una terraza.

No hay mucho más. Y ninguna de las tres posturas parece tener muy claro, o ni siquiera preocuparse, por la contabilidad de lo que entre todos nos traemos entre manos. Eso sí, en lugar de empezar a contar por las pensiones y luego por los médicos y el material médico necesario, se empieza a contar por cosas como «lo primero, la contribución de este ministerio a las ONGs que luchan por la causa A o la causa B»; y lo segundo y lo tercero tampoco hará falta que lo mencionemos con detalle, porque a menudo es una copia de ese «lo primero», y cuando no lo es resulta algo parecido en lo que se refiere a su lejanía a los objetivos que fueron los primeros y ahora, por acumulación de muy otros gastos, no son ni los primeros ni los décimos.

Lo que decía antes: a veces una se dice «¿y si un año empezáramos a hacer las cuentas por lo fundamental, y sólo pasáramos a lo accesorio cuando lo fundamental estuviera cubierto?» Ya sabe una que nunca se podrá llegar a tanto, claro; pero algo tiene esa idea que atrae.