Relevancia, frivolidad, gurús: a buenas horas

Miguel del Rincón

Una de las mejores frases de ese Ortega y Gasset que tantos no quieren ni leer es: «No se puede vivir siempre en la relevancia». Menuda patada en el culo de los pedantes, complutenses o no, que miran con esa miradita asquerosa al que se le ha escapado que ve series de televisión, o que fue aficionado infantil a Tintín, o no digamos ya, como hemos comentado hace tiempo por aquí, a ese incauto que hace tiempo defendía el cine de Clint Eastwood (que como todos esos sabían, no era un actor, sino un policía ejecutor), los Episodios Nacionales de Galdós (que estaba claro que no eran más que propaganda franquista) y el colmo ya si se descubría que el indefenso sabía quiénes eran Santillana o Hugo Sánchez o hasta Gárate y Rifé. Bueno, esto del fútbol sí que se fue limando un poco con los años, desde que se descubrió que algunos famosos gurús (queriendo ellos ser gurús o no queriéndolo, que ya iremos a eso) eran aficionados encapuchados, y algunos sin encapuchar, incluso, aunque ingenuos: el Caso Miguel Ríos y sus espontáneas declaraciones como madridista de grada semanal hicieron más beneficio por la relajación y la alegría de miles de españoles que cualquier decreto del MinIgual (que es como algunas lenguas afiladas han empezado a llamar a ese ministerio de igualdad, con intención evidentemente biliosa). Y más todavía desde que algunas tribus de esas de obligado asentir elevaban semanalmente sus plegarias a los dioses de la política cuando un árbitro osaba pitar una falta, o incluso un simple fuera de banda, en contra de este o aquel club de fútbol, club que descubríamos así que ya no era un club, sino algo menos que un club: una expresión más de esa posturita a medias política y a medias simplemente de cóctel en la calle Tuset y de ambigú del Liceo.

Siempre hubo, siempre había y siempre habrá gurús y gurucitos. Algunos lo han sido y lo son a su pesar, por supuesto. Otros muchos no: lo son porque querían serlo desde jóvenes, y han acabado consiguiéndolo. Me parece que hablamos principalmente de gurús que ejercen su guruato por medio de la escritura, normalmente de columnas periodísticas aunque a menudo también por medio de su simple trabajo periodístico de entrevistadores o de reportajeros. Fue clarísimo el caso de la primera (y quizá de la segunda) Rosa Montero, que allá por los tiempos de la Transición y ss., muy jovencita, hacía buenas entrevistas, escribía bien y, como se ha sabido luego, sin ella desearlo ni enterarse demasiado, creó a su estela una legión se diría que celestial de seguidores mayoritariamente menstruantes. Pero Rosa Montero sólo vale como ejemplo de ascenso al guruato indeseado, creo, y de las fases iniciales del asunto, porque luego es de las personas que ilustran quizá mejor que nadie lo contrario de lo que aquí nos preocupa. Ella ha pasado de guruatos y se ha dedicado a lo suyo. Es útil comparar con ella a todos esos otros, la mayoría en activo en la actualidad; es que, si no conociéramos el caso de Montero, Rosa, no sabríamos qué otras cosas son posibles, dada la abundancia del fenómeno y su casi uniformidad.

Todos empiezan poniéndose serios. Hablan, claro, de política. Al principio, hace muchos años, lo hacían muy incardinando su discurso en grandes corrientes de la politología o de la historiografía, dando a entender muy claramente que están en este o en aquel bando: ¿por qué bandos? Aparte de porque estamos hablando de España, en donde a menudo parece que no es posible la vida ni la identidad individuales sin pertenecer a algún bando o grupo o tribu, porque todos sabemos muy bien, casi como si nos lo hubieran dado con el biberón, que si quieres conservar tu posición laboral o social lo primero que tienes que hacer es reunir una partida de eso, partidarios. Y además porque es tan frecuente que es casi universal la circunstancia personal de ser un narcisista desmedido ya desde el insti como uno de los motivos que más frecuentemente se encuentran entre las gentes de la columna y la apresurada opinión (lo cual incluye, por supuesto, la dedicación a la política directamente, de lo cual tenemos unos cuantos casos agudísimos en tiempos actuales). Pocos de los que se dedican a escribir rechazan la idea de que uno de sus libros acabe siendo un bestseller. Pero da la casualidad de que los que más desean ser bestsellers (y no forzosa, ni principalmente con libros, sino con esas columnas) suelen tener entre sus tópicos temáticos el odio a los que tienen de verdad bestsellers en el mercado. Puaj, mira que vender mucho, qué vulgaridad capitalista. Pero es más que evidente, en multitud de casos, que ellos no serían nada sin esa exposición de su nombre diaria o bidiaria, y de sus gustos y manías algo adornados como reflexiones, a esa grey despreciable que es su público. En más de diez y de veinte ocasiones se ha visto a estos relevantes permanentes recibir el saludo admirado de un lector, así en un café como en una caseta de una feria del libro y, al alejarse el espontáneo, volverse el autor hacia próximos más o menos de confianza con comentarios arrogantes o despectivos o desdeñosos hacia ese admirador. Porque si es de los que se acercan a un autor, sospechoso será de algo. Otra cosa es cuando yo y nosotros nos acercamos en aquel lejano momento a Carlos Barral, claro (o más recientemente al Amigo de Todos, J. Cruz, por supuesto). Que ya nos hemos encargado de meter eso en la mitología de todos los que nos leen, más que otra cosa, sabe usted, así, en confianza, porque así algo de la gloria que le hemos atribuido nos salpica un poco a los que nos editó o nos apadrinó o simplemente nos miró en aquel cóctel, sí, ese, el de la calle Tuset esa.

Todo el mundo, pues, entrenado muy severamente hasta el punto de tener reflejos condicionados. Si eres de los que leen a uno de los columnistas de cierta lista, ¡cómo vas a ser de los que hacen surf, o disfrutan con la cocacola, o se lo pasan pipa con el cine, o leyendo a Salman Rushdie! Pero si lees a los de otra lista, lo que quedará raro, ¿sabes?, es eso que te han visto, lo de ir a la playa con tu periódico y luego todos esos baños; pero es que eso de que seas de esos que se ponen en calzón para meterse en el agua… pocas cosas se han visto más ridículas, ¿no crees? Y así hasta el infinito.

Nunca olvidaremos a ese lector (pero sí su nombre; ya mismo ni el más parcial recuerdo) que a finales de 2022 escribió en un periódico, al día siguiente de que el escritor Pérez-Reverte declarara su convicción de que no había que castigar con cárcel a las mujeres que habían decidido abortar: «Se me cae un mito». Más claro no puede ser el estudio que nos ofrece ese caso. El autor de los Alatristes va a su aire, le gusta la bronca, y se zurra con quien quiere. Y entre todas esas zurras, inevitablemente, aquí o allí salen opiniones que a veces coinciden con las de cierto catálogo (y en no menor medida salen otras opiniones que coinciden con las del otro catálogo). Como por necesidad compulsiva, muchos se aferran a cierta opinión que una vez leyeron, y hacen de ese autor, en este caso Pérez-Reverte, se diría que un gurú (Gurú Melitus tipo II, podríamos llamar: el que no quiere serlo pero lo hacen). Inmediatamente, suponen de él que, si no es enemigo de lo militar (por ejemplo), en todos estos otros temas tiene que opinar así y así y así y así. Pero como no es así la cosa, antes o después sale al público cierta opinión que no coincide con las previstas. Y lo que descubrimos es que cunde a su alrededor la decepción y el desánimo: ya no es un mito. No tenía que haberlo sido nunca, claro. Pero estamos hablando del caso opuesto al que veníamos tratando. Porque veníamos tratando de esos que son conscientes de que eso pasa, de que a veces por hablar de más, por un simple gesto incluso, pierdes seguidores o lectores o adoradores.

No es en absoluto una cuestión solamente de pasta. Para muchos, esta está incluida, por supuesto. Pero algunos han conseguido ya tal estatus que casi eso les da igual; ya tienen toda la pasta que necesitan. Ahora lo que quieren es eso otro: ser gurú.

Y el problema de los gurús es que siempre se erigen sobre esas supuestas «relevancias» de las que Ortega habló una vez. Pero casi en todos los casos los gurús, además, envejecen, o por lo menos crecen. Y en algunos aparece, lo noten ellos o no, el cansancio. Y de pronto se les escapa que se saben la alineación del Athletic de Bilbao de esta temporada. O que durante el verano van a Cullera y encima hasta pescan desde el malecón. O que saben la programación de las series de televisión: ¡ven la televisión! ¡No se puede caer más bajo! ¡Bueno, sí se puede caer más bajo! ¡Luego se les escapa que les gustan los Episodios Nacionales! Oye, o tantas otras cosas: la trilogía del Baztán, o la ciencia ficción, o Astérix; o, en otro orden de cosas, todas esas actividades y vidas que a los que siempre aspiraron a exquisitos poetas de azurita les obliga a poner expresión como de repugnancia, porque creen que sólo se es fino si esas cosas le repugnan a uno: viajar, nadar, jugar al fútbol en la playa, tomar café con churros en el Retiro los sábados por la mañana, algunas canciones de The Police, llevar a los hijos o incluso ya a los nietos a tomar unas patatas fritas a un parque (y peor todavía haber tenido hijos y hasta nietos): ¡Ah! ¿Eres de esos que van por ahí molestando a todo el mundo con sus hijos gritones y que luego…? O ponerse una gorra de visera para evitar la insolación (ah, eres de esos que imitan a los sudamericanos…) O hablar con soltura de aficionadillo de los personajes de Star Wars o de Star Trek (y lo que es más gordo: distinguir entre una y otra). No tiene fin. El catálogo de todo aquello que te convierte en pecador a ojos de los seguidores que en el pasado te creaste no tiene fin, porque resulta que esa persona ideal que creaste como adorable, ese modelo de ser humano ideológicamente correcto, vitalmente recto, intelectualmente comme il faut, emocionalmente casi nulo (ojo a las expresiones emocionales: son de clase medianucha), y siempre, siempre congruente de unas opiniones a otras, todas juntas y articuladas como en un sistema que se automantiene, esa persona inexistente, se define por tener muy pocas, muy poquitas ideas, muy rotundas, muy previsibles y muy ceñidas a dos o tres consignas arcaicas que aceptaron en sus tiempos de aprendiz y ahí se quedaron para siempre. Muy poca cosa. Y todo el resto, el resto del mundo y de la vida, es decir, casi todo, es lo otro. Por eso el catálogo de lo que no se debe hacer o está mal visto hacer (o suscita risilla displicente si lo haces o si lo opinas o si lo disfrutas o si lo expresas) es tan inacabable: porque casi abarca la totalidad de la vida.

Estos gurús anti-frivolidad y siempre en la relevancia (no pueden comentar una semifinal de balonmano junior en un pueblo de Teruel sin hacerse cruces por un lejano escándalo del partido del que es miembro el alcalde de ese pueblo) resulta que casi siempre acaban «claudicando», que es como les gusta decir a ellos de los que trabajan para comer, por ejemplo. En su caso, ese «claudicar» consiste en que acaban no teniendo más remedio que aceptar que les divierte el fútbol (o lo que sea que les divierta: que les divierte algo) o que les molan sus nietos (¿pero habían tenido hijos? ¿No era Fulano el Gran Sacerdote antipaternidad?) ¡Pues no te imagino, qué risa, a ti con la azadilla escardando cebollinos, que gracia tienes!, simularon reír ante un incauto que les acababa de contar que había descubierto los placeres de la jardinería. No cebollinos, agonizó el incauto, sabiendo que eran los últimos momentos de esa antigua amistad, te digo que flores. Bueno, cebollinos, flores, es todo lo mismo, ya lo dice Mayakovski.

¿Está bien que, aunque en general sea a edades avanzadas y muy tarde para su obra (columnística o novelística o poética), estos personajes descubran el resto de las verdades de la vida y sus placeres y sus alegrías lejos de poses y conveniencias y disimulos? Pues habría que decir que sí. Pero a lo mejor no habría que decir que sí. Más que otra cosa, porque sería de justicia que llegaran al final de sus días sin haber conocido los placeres de vivir sin tanto mirarse al espejo y sin tanto atender a las opiniones que sobre él tienen sus copandilleros. Han creado legiones de lectores, de seguidores, de adoradores que, siguiéndole, ni han disfrutado de nadar ni de pescar en malecón alguno ni del cine de entretenimiento, y hasta se han dejado insolar sólo por no ser acusados de llevar una «gorra como las de los sudamericanos». Así que eso: a lo mejor no está bien que, cuando han dejado en su paso por el mundo una estela de cadáveres que han seguido religiosamente sus opiniones o más bien sus manías personales, ahora al final o cerca del final descubren que bueno, que eso eran posturas que en un momento concreto había que expresar de ese modo, pero que en realidad…

Tendremos que seguir peguntándonos qué hacemos con esos cadáveres que han dejado y de los que ahora se desentienden.