Un pequeño desahogo (o por qué nunca se contienen ellos)

Ramón Nogués

Hay una permanente tensión entre no querer crear más tensión y percibir no obstante que la tensión que crean ellos sólo podría acallarse devolviéndoles la tensión. Esto lo pueden tomar algunos como un trabalenguas, pero no lo es. El caso es que los que somos partidarios de los buenos modales y del entenderse en lo posible (y de discrepar por completo de lo que haya que discrepar) solemos encontrarnos algo desconcertados cuando nos insultan sin que lo hayamos pedido, o cuando nos agreden o nos toman por idiotas con evidente provecho y beneficio de esos que nos toman por idiotas. Reconozcámoslo: algo idiotas sí que somos cuando nos comportamos así cuando nos toman por idiotas y nos quedamos más o menos como el conejo en mitad de la carretera, congelados y mirando los faros que se le acercan.

          Pero esta web recuerda de vez en cuando que quiere ser amiga de la filosofía, y a veces se le hacen presentes sus santos, y de entre estos no son pocos los que, empezando por nuestro querido Arthur Sch., aconsejan que no hay que meterse en discusiones con los que no llegan. ¿Elitismo? ¿Arrogancia? No: pragmatismo chato. De qué vas a discutir acerca del sujeto trascendental kantiano con un tiktoker. O, dicho de otro modo, de qué va a discutir un tiktoker contigo acerca de la monetización de los likes de su última subida. Así que ojito: si hay elitismo, lo hay en las dos direcciones, quod erat non demostrandum, sino lo contrario. Porque puede que haya algunos pedantines insoportables que en las cenas familiares de nochebuena se ponen en modo listillo y abusón con los teoremas de Cauchy o con no sé qué parida de Byung-Chul Han; pero no es que «puede que», sino que es algo de lo que se puede estar totalmente seguro, de lo que están llenas esas cenas es de los otros, esos simpáticos que se lanzan en enjambre furioso a hacer mofa y befa del incauto que ha confesado su afición por ejemplo a la filosofía, pero, sin llegar tan lejos, también a cualquier forma de disfrute de la vida que incluya lectura, o reflexión, o conversación, o estudio, y no obligue a la actividad física, a la fuerza mecánica, al calambre muscular. Por supuesto, suele incluirse en esa ofensiva el elogio de la grosería, del malentendido, del trazo grueso y de la venganza irracional.

          Los partidarios de los buenos modales, o por lo menos de la conversación racional, suelen estar, pues, más expuestos al escabeche que los demás. Esto puede que sea experiencia común de tantos y tantos; pero que no se crean que todos han percibido el riesgo con el que se vive si se es así. Por ejemplo, la cantidad de energía que se ven obligados a consumir, a veces durante días y días, para evitar la respuesta natural, humana y puede que hasta correcta ante la última declaración bochornosa de un ministro o una ministra: es usted imbécil. ¡Lo complicado que es a menudo no soltar eso como toda respuesta!

          Ahora, la cuestión clave es: ¿acaso los políticos de los altos niveles -de los bajos ni nos preocupamos- están obligados, por serlo, a ser mentirosos y a tomarnos por idiotas? ¿No hay otra forma de dirigir la administración desde lo más alto que mentir, contradecirse en público de un día al siguiente y sin el más mínimo problema, hacer lo contrario de lo que se dijo que se iba a hacer, insultar en cada declaración pública a los espectadores o lectores con esa tácita y artillera suposición de que da igual lo que les diga, porque no se van a dar cuenta de que les miento o me contradigo, o incumplo, o tergiverso? Pues mira, no están obligados. Todos, o muchos,  recordamos a unos cuantos políticos de todos los niveles -pero nos quedaremos en los más altos- que seguro que hicieron sus cosas, que probablemente anguilearon e intrigaron y maniobraron, sin duda, pero que ni nos regañaban, ni nos llamaban «traidores» ni «antipatriotas» por no apoyarlos, ni prescindían ni prescindieron de las nociones básicas cuya exposición en público había sido la causa de que se les aupara a esas altas posiciones. Recordamos a muchos políticos que no llegaron el primer día a su despacho o a la rueda de prensa soltando trompetazos y proclamando que ahora que habían llegado ellos por fin se iban a arreglar las cosas, sino que decían, por el contrario, que tenían otras ideas que iban a poner en práctica porque creían que iban a mejorar la situación. Es que no es lo mismo: ¿se nota? Hay, como mínimo, una cuestión de modales. Por supuesto, hay también una cuestión de formación personal; de formación general. Puede que esos políticos que recordamos, ahora jubilados casi todos, no hicieran tantos masters de marketing político o de comunicación pública o cosas parecidas; lo que tenían casi todos, en cambio, era buenos estudios; algunos tenían estudios superiores y otros no, pero en todo caso buenos oficios ejercidos con anterioridad a su paso por la política. Ejercer un oficio bien ejercido (ha habido, entre los mejores, metalúrgicos de altos hornos, administrativos, gente de las minas, por supuesto algunos del campo, más o menos de todo) proporciona, a los efectos a los que nos referimos, aprendizaje similar al de los buenos estudios: cuidado, que no soy el primero en el mundo, que los que me preceden han consumido sus vidas currando y procurando arreglar los problemas, que cuando un veterano aconseja ir por un lado como mínimo habrá que considerar por qué lo dice… Y todo eso.

          Sólo los que no han leído ni media línea de Kant se atreven a despreciar a Kant de un plumazo o de un gargajo, supongo que ya os habréis dado cuenta. Sólo dicen que la filosofía «no sirve para nada» los que ni han leído filosofía ni han leído a Nucio Ordine (por ejemplo), ni han consumido un minuto en reflexionar sobre el asunto. Sólo los que no saben en qué consiste la composición de fuerzas y de tensiones y flechas, y hasta qué punto su cuantificación es necesaria, se atreven a decir que el trabajo de un arquitecto o de un ingeniero es un camelo: nunca lo dicen tras haber estudiado todo lo que se estudia de mecánica y de materiales y haber llegado a la conclusión de que se trata de un estudio «inútil»: no, las cosas son inútiles porque son lo contrario de mí. ¿»El infierno son los otros»? Bueno, no sé, es mucha frase; tampoco la tiraremos a la papelera, ¿verdad?, pero quizá nos permitamos sugerir que para que eso llegue a ser así, lo primero que está claro es que «el infierno es el mundo», o sea todo eso de ahí fuera que se le opone a uno y no se le regala a uno y del que uno quiere sacar algo para sobrevivir o para volar pero nunca sin un esfuerzo ímprobo. El mundo, sea esto lo que sea, que menuda abstracción es (ya que hablamos de Kant), es tacaño que te cagas. No da nada gratis.

          Y ahí les jode. Da rabia cuánto canta en tantos casos que se trata de personajes infantiles, nunca repuestos del sopetón de la primera vez que les dijeron: ya has abandonado la infancia, chaval/a, esto ya no lo vas a tener por la cara y con un mimo, ahora o te lo curras o nada. Y eso que ni siquiera estamos hablando de esos casos más bochornosamente notorios de síndromes de hijo único que campean por España desde los puestos más altos de gobierno: no, los normalitos, esa media normalita que hay hoy entre los del oficio.

          Le cierran a uno la retirada. Le impiden a uno el refugio al sagrado de su autoestima, cuyo cuidado siempre es un buen motivo para no comportarse en plan chungo. Aunque lo cierto es que por una vez que se suelte uno el pelo tampoco va a ser tan grave. «Fulano se distinguió por su control y sus buenos modales en general, cosa que incluso quedó subrayada por las pocas ocasiones en que se permitió pegar un bocinazo», podrán decir los biógrafos de uno en el futuro, ¿no?, porque suponemos que habrá hasta bofetadas por erigirse en biógrafos oficiales de uno. Así que a lo mejor no es tan grave eso que los tímidos consideramos que es perder los modales por un momento: presidente, ministros, secretarios de estado, subsecretarios, directores generales, tíos: estáis dando un espectáculo vergonzoso, no se os recordará en el futuro con el mínimo respeto sino como modelo de degradación. ¿Y qué sucede en este momento de la tragicomedia? Que uno ve que es una continuación verosímil que alguien diga: «Ah, y además, ya que estamos: vais a tomar por idiota a vuestra puta madre». Pero inmediatamente a continuación, o puede que en el mismo momento, ve que eso son modales de políticos y de gente con bula (raperos, raperos sermoneadores, raperos cansados de las penas de la vida ya a sus veinte años, desquiciados de ese estilo). Y claro, lo último que querría uno, lo último que querríamos todos los demás, es que nos tomaran por uno de esos. Ni raperos, pero mucho menos políticos. Así que tenemos que eliminar esa contestación-exabrupto de entre las posibilidades.

          Habrá que seguir investigando qué se puede decir. Los modales lo primero. Joder, a veces no, cómo te vas a defender con buenos modales de una serpiente venenosa.