El principio de confianza 12

El principio de confianza-12

Rafael Rodríguez Tapia

 

(Cont.)

El razonable comportamiento de la confianza racional a posteriori exige, más bien, cierta ecuanimidad tanto en las consideraciones de fondo como en las formas. Tras el examen de una persona, se decide confiar en ella o no confiar en ella. Si se decide no confiar en ella, sencillamente no se establecen con ella las relaciones propias de la confianza.; y no hay lugar para alardes terminológicos ni emocionales, salvo que hayan intervenido factores ajenos a la racionalidad, pero ocultos a la vista, que teñirán de emocionalidad tanto el establecimiento de la confianza como el fin de la misma, si se llega a dar, con decepción, desengaño y dolor. Las relaciones llamadas «amorosas» parecen especialmente diseñadas para constituirse en modelo de la confianza racional a posteriori personal contaminada de emocionalidad a menudo engañosa. No se establecen sin conocer a la otra persona y sin una evaluación de sus características, por leve que sea; pero esta evaluación demuestra ser siempre defectuosa, e invariablemente causa de futuros desengaños y tribulaciones. Pero quién puede decir que por ello no deberían establecerse esas relaciones, o que ese «contaminada de emocionalidad» expresa algo negativo. Precisamente, las personas quieren unas de otras algo más que lo que los leones quieren unos de otros, o algo más que lo que quieren uno de otro dos ordenadores conectados; y cuando no es así, todos saben que algo va mal.

La dinámica puesta en práctica en el proceso de conocer algo, examinarlo, reflexionar sobre ello, y decidir que se le otorga la confianza, en lo personal, ha introducido el modelo que distinguirá los comportamientos racionales y, deseablemente, razonables, de los irracionales y todo el conjunto de modalidades que la irracionalidad permite a continuación. Del mismo modo, en lo colectivo, las sociedades pueden ignorar la posibilidad de organizarse racionalmente, y racionalmente distribuir sus energías, construirse, mantenerse, elegir sus objetivos y perseguirlos, o entregarse a la irracionalidad heredada de tantos siglos de inarticulación, ignorancia, tiranía e infancia. No hay a este respecto procesos «históricos» irreversibles, como se muestra claramente con la más rápida lectura de la historia, e incluso sólo de la historia reciente. En cualquier momento puede saltar por los aires una sociedad que ofrecía el aspecto de estar perfecta y racionalmente consolidada, y prescindir de mecanismos racionales de funcionamiento y decisión, y abandonar la democracia que quizá había conquistado y cultivado durante generaciones anteriores. Todas las veces que se insista sobre ello no serán suficientes para comunicar la facilidad con la que pueden destruirse las sociedades democráticas. Así como Pericles nos dio las palabras que expresaban las nociones fundamentales de la sociedad que queremos ser, Platón nos las dio para señalar de qué modo es la democracia misma la que incuba dentro de sí su propio final, como veremos más adelante. Y ello, precisamente, por una modalidad peculiar de renuncia a los mecanismo racionales de relación, y en particular de confianza racional a posteriori pública, como veremos en el siguiente capítulo.

 

 

Capítulo 6

Funciones sociales y confianza

 

Hay ciertas funciones fundamentales de una sociedad democrática sin las cuales esta deja de ser sociedad democrática, o lo es deficientemente. Es siempre fuente de problemas y malentendidos el hecho de que estas funciones reciben diferentes denominaciones en función de la escuela, las afinidades intelectuales, los gustos personales e incluso literarios del que las formula. En esta materia, como ya advertimos antes, conviene no perder nunca de vista que sea cual sea la terminología concreta que se emplee, es muy posible que haya una suficiente zona de intersección y de acuerdos con otros que manejan otra terminología; y que si bien esta condiciona en cierta medida la precisión de las nociones manejadas, a la vez permite en cada caso desarrollar matices que pudieran no tener que ser considerados excluyentes, sino más bien complementarios de los encontrados por otros al manejar otras terminologías. Nadie puede pretender haber dado con la terminología «definitiva» o «perfecta», por lo menos con un poco de decencia. Toda colección de denominaciones tiene que saberse provisional, o por lo menos sustituible, pero por eso mismo tiene que ser elegida con consecuencia. De momento, consideraremos suficiente para nuestros fines la formulación de que esas funciones fundamentales de la sociedad democrática son la sanidad, la educación, las infraestructuras y la seguridad. Al emplear el término «funciones», se hace referencia a labores que la misma «sociedad» tiene que realizar: no son materiales de construcción, ni andamio ni esqueleto, sino la propia vida de la sociedad. Recorreremos más adelante este camino. Baste ahora señalarlo para dirigir hacia esas cuatro funciones la mirada de nuestra última modalidad de confianza: la confianza racional a posteriori pública. Son precisamente esas funciones los objetos de esta confianza.

De un modo muy general, se puede afirmar en primer lugar que el ciudadano tiene que poder confiar en eso que vagamente recibe el nombre de «instituciones», y que en realidad es un conjunto heterogéneo de entidades de las mayores y de las menores escalas, de funciones y estructuras, de oficinas, de oficios y hasta de edificios. De modo que con esa expresión tampoco se avanza demasiado en la comprensión de la actitud del ciudadano hacia lo público o político. Nos interesa ahora que una vez que una sociedad se ha autoproclamado tal (y no una confederación de harkas, por ejemplo, o una congregación mística), es fundamental que aquello que la hace ser sociedad tiene que ser objeto de la confianza de las personas que la componen. Y ello por dos motivos: primero, porque si esos elementos no reciben esa confianza, la sociedad se desarticula quizá no en un instante, sino siguiendo cierto curso y cumpliendo ciertas etapas, pero se desarticula; y segundo, porque si no reciben esa confianza es, con toda seguridad, porque no la merecen. Se tratará entonces de «instituciones» que no son lo que dicen ser, maliciosa o inadvertidamente, al modo en que las dictaduras suelen autocalificarse casi sin excepción de «populares» o «democráticas», consiguiendo con ello al cabo de cierto tiempo que todo el mundo desconfíe de todo el mundo y que la mala fe, el cohecho y el cinismo imperen: lo contrario de una sociedad tal como la entendemos (no es válida la objeción que afirma que una sociedad cínica o corrupta también es una sociedad: definiciones tan amplias de «sociedad» no son útiles en modo alguno, porque podrían aplicarse, como de hecho algunos hacen, hasta a la sociedad de los alacranes de un particular desierto, lo cual no tiene nada que ver con lo que entendemos por sociedad, como venimos viendo).