El principio de confianza-13

El principio de confianza-13

Rafael Rodríguez Tapia

 

(Cont.)

 

Como sujetos de confianza racional a priori profesional aprendimos a leerlas credenciales de una persona o empresa, otorgar nuestra confianza sobre nada más que esa titulación, y dejar hacer al profesional, si bien reservándonos el juicio posterior («racional») acerca del trabajo hecho para retirar o no nuestra confianza; del mismo modo, ahora nos reservamos el juicio ante un trabajo hecho por las «instituciones» de la sociedad hasta tener a la vista las consecuencias de ese trabajo, aunque ahora no nos basta con que nos enseñe las credenciales previamente, sino que acudiremos a esas «instituciones» después de una reflexión cuidadosa. Y si no lo hacemos así, estaemos cayendo en el error de la ingenuidad política, o en el de la semipolitización, o en el esterilizante partidismo. Sucede que, en primera instancia, lo que un ciudadano necesita de las «instituciones» de la sociedad es algo parecido a lo que se puede formular con la expresión «que estas cumplan con su trabajo» de modo similar a lo visto en el caso de la confianza profesional. Pero, naturalmente, no se agota con ello. Los traslados de escala de un caso a otro deben acabarse en esa especie de «aprendizaje» del juicio que hemos comentado, porque hay claras diferencias a partir de entonces.

Un fontanero puede no cumplir con lo que de él se espera en un caso particular, o incluso en todos los casos, y ser un incompetente perfecto, y no cumplir en absoluto con la misión que él mismo proclama que está llamado a cumplir, se entiende que a cambio de una retribución, y no por ello la sociedad se va a desarticular, ni la gestión de los asuntos públicos, y ni siquiera de los asuntos de la fontanería, va a degenerar y a ser abandonada. Habrá otros fontaneros, con toda seguridad, que le sustituirán. Pero ampliar este esquema a lo público, tal como pretenden ciertas políticas actuales, es tan imposible que resulta imposible apartar laidea de que es malicioso e interesado: si la sanidad pública falla, por ejemplo, no hay nada (público) que la sustituya. Volvemos a la consideración de que al tratar de la sociedad estamos tratando con el «género generalísimo» de esta escala. A este respecto, también es fundamental comprender que la sanidad pública no falla porque me haya fallado  a mí en una intervención concreta y particular que yo he demandado o que yo he necesitado sobre mi persona. Lejos de ello, para que un fallo particular en la función esperada llegue a convertirse en catastrófico e irreparable, es necesario que hayan intervenido en el suceso elementos de los calificados como delictivos (negligencias, por ejemplo). El simple hecho de que la misma sociedad haya previsto esta calificación para ciertos casos es signo de que, primero, no se consideran casos prescindibles, irrelevantes, olvidables, sino punibles (luego que la norma no los incluye entre los deseables, pero sí los conoce); y segundo, que la misma institución no tiene entre sus fines metabolizar los fallos particulares que en ella puedan darse, sino que se dan precisamente porque alguien se sale de las normas, y que ese salirse de las normas está penalizado por dos vías: por la misma institución y por los códigos de normas generales de la sociedad (al sanitario negligente le castiga tanto la institución sanitaria como el código penal).

Una persona se entrega a un quirófano con la convicción de que los medios, las estructuras, los profesionales y los criterios que se van a emplear en el trato que se le va a dar van a ser correctos. Es más: uno sabe qué puede y qué debe esperar de los elementos que componen la función sanitaria de una sociedad democrática moderna. Desde el principio se está sugiriendo que la confianza racional a posteriori pública es algo así como aprendida a partir del ejercicio de la confianza racional a priori profesional y la confianza racional a posteriori personal: porque tiene algo de ambas, como vemos, y carece de algo que cada una de las dos sí tienen. Cuando una persona sabe después de informarse a lo largo de su vida, y de escuchar y leer informaciones de fuentes diversas, que la institución sanitaria no opera adecuadamente, directamente no confía en la institución sanitaria, y probablemente no se pondrá en sus manos cuando le surja alguna necesidad sanitaria (sino que buscará el servicio profesional privado, legítimo, por supuesto, salvo cuando ha sustituido a la totalidad del servicio público).

En las sociedades democráticas europeas, por lo menos, esa situación se experimentaría como catastrófica. En efecto, una de las cuatro grandes vigas de la vida política europea estaría fallando; pero no es nuestro objetivo entregarnos a una metaexposición de autores ajenos acerca de los metavalores, los valores y las jerarquías sucesivas de los elementos que constituyen nuestra sociedad. Afirmamos con todos ellos que la libertad está en la base, desde luego, y ello incluye libertad de pensamiento y opinión y expresión y también de empresa y de actividad; pero el fundamentalismo libertario (que ahora, intrigantemente, parece reverdecer) se lleva por delante principios por lo menos de igual jerarquía, que en la concepción que hasta ahora se viene llamando «europea» deberían ser igualmente respetados. La oposición libertad/igualdad que ha dibujado los campos políticos europeos desde hace dos siglos ha llegado probablemente a su fin, después de los océanos de tinta (y de sangre) que ha hecho correr y los miles de horas de discursos sesgados que ha generado. No se puede querer la libertad para morirse de hambre, ni se puede querer la igualdad (se entiende que económica) bajo la amenaza de ser fusilado si se disiente en un gusto artístico.