El principio de confianza-14

El principio de confianza-14

Rafael Rodríguez Tapia

 

(Cont.)

 

(…) Quienes han llevado al extremo los criterios libertarios, sin caer en la cuenta de que son inseparables de la búsqueda de la igualdad, han construido ciudades en las que no es inhabitual el espectáculo de una persona agonizando en una acera sólo por falta de cobertura sanitaria (y además han caído en los vicios de sus supuestos rivales laminadores de las disidencias); y quienes han llevado el extremo los criterios igualitaristas han construido ciudades en las que frecuentemente desaparecen ciudadanos por el simple hecho de habérseles oído disentir de los criterios oficiales acerca de una novedad legal, o incluso de una inclinación científica o filosófica, o artística (y además han caído en los vicios de sus supuestos rivales fomentadores de las jerarquías económicas).

Es decir, cada una de las cuatro columnas es necesaria, y no hay en ninguna de ellas nada que pueda sustituir no total ni parcialmente a otra, aunque las cuatro tienen consecuencias que afectan a las otras. Nada de la seguridad (que incluye la justicia, naturalmente, pero también los reglamentos municipales sobre ruidos nocturnos) servirá para sustituir, por ejemplo, una educación que no funcione; y nada de la sanidad servirá para sustituir un problema de las líneas ferroviarias. Otra cosa es que a menudo la incompetencia política o pretenda. A ello, además, se podrá añadir en ocasiones la incompetencia profesional: entonces estaremos hablando de un fallo completo. Lo peor de ello es que ya no es una hipótesis, como veremos más adelante.

La confianza racional a posteriori pública está muy cerca de dibujar al ciudadano que pretendía aquella Ilustración política tan criticada como poco pensada. Naturalmente que no se puede concebir al ciudadano tan despojado de circunstancias históricas, sociales y económicas como a menudo aparece hasta en la mejor Ilustración; superadas aquellas ingenuidades, o aquellos voluntarismos, ¿acaso no podemos decir que en la actualidad casi tenemos una sociedad de ciudadanos que en una medida muy próxima al cien por cien está compuesta de ciudadanos alfabetizados, conscientes de su cualidad de ciudadanos y de sus derechos, informados y críticos, soberanos junto con sus pares? el hecho de que haya otras sociedades que aún no han alcanzado ese estado, o en las que aún se trata a la población como infantil, y se la esclaviza o tiraniza, no justifica la pretensión de algunos de no disfrutar de la sociedad democrática hasta que todos los ciudadanos del planeta la puedan disfrutar. ¿Por qué habría de ser así? ¿Por qué retrasar el disfrute de la democracia allí donde ya podría ser una realidad? A diferencia, quizá, de otros conceptos (algunos afirman que esto sucede con la bonanza económica, por ejemplo), nuestra democracia no depende de que otros no la tengan, sino muy al contrario: cuantas menos democracias hay en el mundo, más difícil les resulta sobrevivir a las que hay. La discusión sobre la legitimidad de las sociedades democráticas basada en la escasez de ese «bien democrático» en el mundo no es más que otro residuo puritano. Desde luego que hay muchos lugares en los que todavía se está muy lejos del ciudadano consciente de sus derechos, pero es muy cierto que hay sociedades en las que ese desiderátum casi se ha alcanzado, o desde luego se ha avanzado hacia él hasta el punto de ser ya operativo y funcional.

En estos casos, es precisamente la confianza pública una característica que lo define, si bien prácticamente silenciada entre otras más llamativas o publicitadas. En el límite ejemplar, un ciudadano de una sociedad democrática se atreve a reflexionar porque confía en que todos a su alrededor aprecian la reflexión personal, la respetan, dan espacio para que se realice, y a continuación para que se exprese; y en todo caso y en todo momento está erradicada la posibilidad de que se castigue. Un ciudadano democrático se atreve a ser crítico porque confía en que puede serlo impunemente (en contra de las tradiciones, la historia y la inercia de todas las sociedades, hasta hace poco) e incluso, en el mejor de los casos, confía en que su crítica tenga como consecuencia un cambio de aquello que considera defectuoso y criticable.

En el lado opuesto, una persona que viva bajo una tiranía no confía en que vaya a quedar impune si expresa críticas, y en muchos casos simplemente si da a entender que está sumergido en una reflexión (que es sospechosa tan a menudo). Si alguien se muestra «confiado» en la bondad del tirano, inmediatamente se le tildará de ingenuo. ¿Quizá la calificación de «ingenuo» que tan a menudo se lanza sobre los ciudadanos democráticos que expresan confianza en sus instituciones es signo de que las democracias se acercan a dejar de serlo? Pero esa confianza debería ser indiscutible, y además indudable por parte de quien la otorga. Y no es ninguna de las dos cosas.