El principio de confianza-30

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 14 (Continuación)

Sólo si una confianza es susceptible de examen racional previo a la acción, y además el examen posterior a la acción puede tener consecuencias que la modifiquen, será una confianza racional a posteriori; esta, como ya vimos, puede ser personal o pública. En cuanto a la pública, tiene que tener como contenido, además, la satisfacción comprobable de las necesidades de su denominación: seguridad, sanidad, medios materiales o educación. De modo que ese programa que ofrece al examen previo a obtener la confianza debe ser reconocible como relacionado con ese contenido.

Debemos recordar en este punto el capítulo 10 y sus consideraciones sobre el origen de la desviación. En síntesis, un objeto de confianza es de un tipo u otro (un profesional, un familiar, una institución) precisamente por el tipo de confianza que solicita. Por recordar algunas ilustraciones ya usadas pero que no está de más tener presentes, un amigo lo es porque solicita confianza personal, y deja de serlo cuando solicita confianza carismática; o, por lo que más nos importa, una institución de las cuatro fundamentales lo es porque solicita confianza racional a posteriori pública. El hecho fundamental es que han llegado a ser instituciones porque a partir de un momento esas funciones solicitaron esa confianza; antes, esas funciones podrían estar cumpliéndose, pero fragmentariamente, esporádicamente, o, en todo caso, no constituyendo con su existencia, su organización y su continuidad un fundamento de nuestra sociedad. Pasaron a serlo, repetimos, porque en un momento de su historia reunieron las condiciones precisas para pasar a solicitar confianza racional a posteriori pública; de no haberlo hecho, se hubieran quedado, por ejemplo, en beneficiencia en el caso de la sanidad, o en competencia de particulares la construcción de caminos.

Si retenemos esto, no nos costará comprender el problema de la desviación de la confianza otorgada a la institución educativa. Como vimos, la función educativa se institucionalizó a partir de un momento, solicitando (por cierto más expresamente de lo que se pudiera pensar) una confianza racional a posteriori pública. La enseñanza acababa de constituirse en base de nuestra sociedad; más concretamente una enseñanza regulada para todos desde las autoridades públicas. Pero en algún momento no muy lejano a la actualidad comenzó a solicitar otro tipo de confianza. No se puede exagerar la gravedad del suceso.

Una confianza racional a posteriori pública solicitada sería adecuada si cumpliera las siguientes condiciones: a) tendría que ofrecerse al ciudadano con una relación clara de sus fines y sus objetivos; b) tendría que comunicar de modo expreso los criterios según los cuales los mismos ciudadanos tendrían que examinar posteriormente si se han alcanzado esos fines a satisfacción; y c) tendría que señalar con extensión las fuentes de la misma sociedad de la que han obtenido la convicción de que esos son los criterios en los que se expresa su misma función. Es decir: exponer un programa comprensible por todos («calidad de vida consistente en poder desarrollar sus actividades habituales sin dolor ni merma», por ejemplo, podría ser una fórmula apropiada para los fines de la función sanitaria), elementos críticos para el examen posterior («si nota que la fiebre sube de tal punto, o el dolor le impide hacer tal acción, o si no»), y referencias externas a la propia institución que son las que dibujan los contornos de esta (llegamos hasta este punto, pero a partir de él la tarea es cosa de asistentes sociales, o de agentes de seguridad, o de otros profesionales, tal como entre todos se ha decidido).

En cuanto a la educación, esto consistiría en que a) los programas de enseñanza fueran comprensibles por los ciudadanos, redactados en su idioma y en un nivel común, y no en argot; b) los ciudadanos recibieran instrucciones para comprobar por su cuenta si los objetivos «educativos» anunciados han sido alcanzados, a modo de, por ejemplo, exámenes informales a celebrar en la propia casa, a partir de cuyos resultados se pudiera volver al colegio para que, con esa información, este modificara en lo necesario sus acciones; c) explicar de dónde de la sociedad ha extraído que son esos fines los propios de su acción como función educativa, y cómo esa sociedad la delimita como tal, porque los criterios internos a la institución no son válidos en absoluto para esa delimitación, como en todas las instituciones fundamentales: son expresión organizada al máximo de necesidades de insoslayable satisfacción externa a la función, a sus profesionales y a sus organizadores (o, dicho de otro modo, es la sociedad la que requiere de la escuela que enseñe esto y aquello, o así debe ser al menos, y no la escuela la que se debe constituir en exigente de la sociedad).

¿Qué de todo ello cumple la actual institución educativa? ¿Cuál de estos criterios comunes a la misma definición de institución o función fundamental de la sociedad democrática se puede afirmar que cumple la actual institución educativa? Son ellos los signos de petición de confianza racional a posteriori pública; racional: programas comprensibles; a posteriori: evaluar lo satisfactorio de los resultados obtenidos; pública: definido por la sociedad y no por ella misma. Lo cierto es que nunca terminará de hacerse relación del sinfín de elementos visibles que invitan a responder con toda rotundidad que ninguno.

  La toma al asalto del mundo escolar por el universo del llamado «constructivismo», en una operación realizada por fases ya desde el primer tercio del siglo XX y que se puede conocer al detalle en cualquier manual de historia de la educación, tuvo como primera consecuencia el blindaje del mundo pedagógico respecto de ataques, epidemias, injerencias, influencias o simples conversaciones razonables entre ese mundo y el del resto de la sociedad a la que se supone que debería servir. No cabe en estas páginas la historia de esta degradación; nos limitaremos a señalar que una de sus bases es el estupefaciente supuesto de que «ya Kant afirmaba que era imposible conocer el mundo» (!), de donde extrae que entonces no tiene utilidad la tradicional enseñanza «de contenidos», sino que lo que procede es la «mayéutica» (aquel sacar de dentro del interlocutor las verdades que él ya poseía aunque no se daba cuenta, en reminiscencia del mundo de las ideas). Por ridículo que resulte, ese tweet de antes de tweeter es la fórmula sobre la que se apoya el inmenso océano de tinta vertido en incontables obras de argumentación y defensa de la erradicación de los contenidos culturales en la escuela, o en los programas de enseñanza occidentales en general, que en consecuencia fueron pasando a denominarse más bien «programas de educación».