El principio de confianza-32

Rafael Rodríguez Tapia

 

Cap. 15 (Continuación)

 

Probablemente al examinar la traición de la confianza en la que incurre la institución educativa, en una medida similar a la que nos encontraremos al examinar el cumplimiento del principio de precisión, vemos de frente, una vez más, esa crítica de Richard Rorty ya mencionada: da la impresión, desde hace muchos años, de que los agentes de la institución educativa encargados por alguien desde el mismo interior de la institución de secretar argumentarios defensivos de sus acciones (inexplicables para los que no pertenecen a la institución) han caído en el error de creer que porque hubieran encontrado un «lenguaje newtoniano» con el que podían hablar quizá con más detalle de los fenómenos educativos, han llegado a pensar que lso fenómenos educativos también hablan newtoniano; y así se ha entrado en un juego de pérdida de realidades, de desprecio de percepciones y de sucesos tangibles sólo por el hecho de que no se ajustan a la gramática de ese «newtoniano» que se ha impuesto. Una vez más, no se permite que la realidad estropee una teoría o un dogma; y antes de escuchar a un claustrofóbico y su verdadera y personal experiencia de la claustrofobia, se le acalla con una extensa explicación de lo que siente y por qué lo siente, según los manuales (y que, como suele acabar pasando con casi todo, al cabo de unos años se cambia, porque alguno sí escuchó y por fin surge el texto que «derriba tópicos erróneos sobre los claustrofóbicos», por seguir con el ejemplo).

Parece que no es exagerado ni delirante afirmar que las gentes llevan a sus hijos a un colegio para que les enseñen. Faltaría, quizá, esa encuesta numerable, sociométrica y muy «cocinada», o quizá muy «poco cocinada», como se dice en el argot, que lo respaldara, para que algunas mentalidades terminaran de aceptar la afirmación; ¿nos hace falta a todos? ¿Sólo los signos numéricos y las metodologías estadísticas nos informan acerca de la realidad de las personas? Ese enseñar tiene una definición para la sociedad que no es demasiado compleja de transcribir: quieren que sus hijos lleguen a saber las cosas que antes de ir al colegio no sabían y que los padres, en general, no pueden transmitir, o no pueden transmitir de modo sistemático y eficaz. Esas cosas son, en su mayoría, relacionadas con la lengua, las ciencias, las matemáticas y materias afines; también, dependiendo del grado y de la edad, con los oficios y las profesiones que en esa sociedad se desempeñan. Probablemente se puede formular de más modos, pero parece que esta forma de decirlo expresa uno más de los modos válidos.

La institución educativa recibe a los hijos de los ciudadanos sin negar que eso vaya a ser así; si hay algún atisbo de crítica o de apremio, llega a afirmarlo. Los agentes creadores de argumentario saben de algún modo que la sociedad espera enseñanza para sus hijos, y que no va aceptar de buen grado que les den a cambio otra cosa; de modo que si la relación de confianza se tensa por la mención de los objetivos anticipados, se asegura que los verdaderos son los mismos, es decir, se camufla la enseñanza bajo el protector manto de invisibilidad nibelunga de una educación que quizá la comprende, quizá la abarca, o quizá no y entonces no pasaría nada porque de todos modos se ha eludido el compromiso de la formulación concreta y explícita; pero eso no deja de ser una incongruencia de lo que se ofrece en relación a lo que se dice que se ofrece: quizá no se ha dicho en esa ocasión o quizá no lo ha dicho esa persona en particular, pero es que tampoco hace falta que en cada ocasión se le diga al paciente que accede a la institución sanitaria: «Aquí viene usted a ser curado», como si fuera posible que el paciente acudiera con su apendicitis aguda a recibir una conferencia sobre el vertido de residuos vinílicos o unas prácticas de sensibilización protoerótica y concienciación del arte minimal. La institución sanitaria nació y se consolidó como tal por desarrollo de ciertas necesidades desde luego individuales y posteriormente colectivas; igual que cualquiera de las otras instituciones, y desde luego la educativa. Pero hoy unos padres que llevan a su hijo al colegio no pueden estar seguros de a qué lo llevan.

Lo cierto es que se consumen horas y horas intentando que los mismos alumnos de menor edad acaben por comprender a qué se va a un colegio: a causa precisamente de que el colegio no cumple con lo que siempre ha cumplido, ni con lo que la sociedad ha decidido que cumpla. El hecho es que llegar a decir «A un colegio se va a aprender» ha llegado a ser considerado casi un panfleto violento y reaccionario por parte de esos ideólogos internos de la institución y, naturalmente, por algunos ciudadanos que en la muy compleja sociedad actual nunca faltan para afiliarse a cualquier causa muchas veces irracional pero compensatoria de las propias desdichas del pasado.

La traición de la institución educativa se puede concretar en el hecho de la desaparición de los contenidos culturales de los colegios, o su disminución a niveles, en el mejor de los casos, propios de las etapas educativas menores y anteriores a cada una.

Merece un ensayo propio la descripción de los contenidos culturales y científicos que no se transmiten hoy en una institución que nació para ello; los amigos de las estadísticas, por su lado, podrían acudir a cifras como las del informe PISA (que no son las únicas, a propósito, pero quizá sí las más famosas) para aceptar el hecho, aunque ya se han visto signos de que ni con esas cifras, por primera vez, aceptan el fracaso de sus reformas (porque las cifras siempre les han valido para todo, pero estas, súbitamente, no, tal es el grado de apego a su protector dogma, o quizá a sus intereses ahí cobijados). No sobra repetirlo: la institución educativa nació para la transmisión de saberes de modo general que así pudieran ser considerados propios de todos los ciudadanos de una sociedad; y no ajenos, entonces, a la definición misma de la sociedad.

 

(Continúa)