El principio de confianza-36

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 18 (Continuación)

Que las cosas puedan analizarse y denominarse de un cierto modo por parte de unos científicos desapegados, como desde ese observatorio invisible que analiza sobre el terreno una cultura de otro planeta en una película de la serie Star Trek, puede ser una acción legítima y probablemente necesaria. Que las observaciones y el lenguaje producido por esos observadores se decida en un momento que es el único legítimo y hasta salga del laboratorio y se imponga a los habitantes de esa cultura, es otra cuestión: porque, entre otras cosas muy visibles, esa cultura deja de serlo si acepta como propios el análisis y el idioma que otra ajena hace sobre ella. Algo así ha sucedido con las reflexiones pedagógicas y el mundo escolar. Psicólogos y pedagogos tienen derecho a sus categorías analíticas y a su argot; pero los maestros no. Y mucho menos tienen derecho a imponerlo a los alumnos y a los padres de alumnos.

En un quirófano no se hace ciencia biológica: se operan pacientes y se reparan averías y lesiones, y se quitan de delante obstáculos para la buena salud. En la construcción de un edificio no se hace física de materiales ni química de los cementos ni se celebran seminarios de matemáticas: se apilan adecuadamente los materiales para construir el edificio. En una escuela no sucede así. Quizá debería suceder. Porque alguien tiene que transmitir los conocimientos. Y quizá esa función de la escuela tradicional no era lo que hacía a esta indeseable y necesitada de reforma, sino que era precisamente algo a conservar en la escuela reformada que saliera de los cambios.

Es posible que esa creencia del «newtoniano que habla el universo» haya cundido más allá de la línea de lo peligroso: no es la consideración de si este conjunto de palabras es un sintagma nominal o un sintagma verbal lo que en modo alguno puede guiar la decisión de si se enseña a leer a los alumnos. No es posible que un maestro decida que no enseña a leer esta frase a sus alumnos de ocho años «porque todavía no les enseño a leer sintagmas verbales». Pero es una realidad. Algunos maestros argumentan así su desidia. Eso es hablar «pedagógico» en las aulas; y quizá no es «pedagógico» lo que debiera hablarse en las aulas, sino el más simple y comprensible lenguaje de los conocimientos que esta sociedad considera propios para su transmisión en la escuela. 

El refinamiento de los estudios y las reflexiones sobre el mundo de la enseñanza tiene con seguridad su legitimidad, y seguramente necesita su argot, y seguramente no es accesible a todos. Pero también cabe preguntarse si quizá no debiera entrar en modo alguno en las acciones docentes, así como las investigaciones básicas de biología no entran en la relación paciente-médico, aunque muy lejanamente las hayan inspirado con lo estudiado muchos años antes, que luego dio lugar a conocimientos prácticos que acabaron traduciéndose en clínica.

La escuela es la clínica del conocimiento; la pedagogía es, quizá, la investigación básica.  en la actualidad, parece imposible que un médico (maestro) hable a su paciente (alumno) en un idioma comprensible, y no sólo eso, sino que simplemente se limite a prescribir las acciones necesarias para una curación, agarrotado como está por las consideraciones de unas y otras teorías, por las implicaciones políticas de acceder a tal lectura o a tal otra.

Quizá sea útil recordarla noción de los mundos 1, 2 y 3 de Karl Popper, en una adaptación al mundo escolar: el mundo 1 sería la sociedad, con su vida real, contenedor y organismo de todas las vidas humanas y todas las acciones, y demandante de satisfacción ordenada y suficiente a las diferentes áreas institucionalizadas o no, de profesionales o de voluntarios, que la componen. El mundo 2 sería el de la teoría pedagógica o el de la investigación básica pedagógica, que puede, quiere y tiene derecho a especular, observar, analizar y teorizar sobre la acción educativa, pero que, a la vez, recibe de la sociedad las demandas relacionadas con la enseñanza y las traduce a lo posible en lo escolar. El mundo 3 es la escuela misma, en la que no se hace teoría ni se impone a sus miembros que la hagan, sino que se dedica simple y llanamente a enseñar: enseñar es transmitir conocimientos, sí, pero también valores, como siempre ha sido. La intervención de un mundo en otro más allá de la recepción de colaboración, es decir, la pretensión de uno de estos mundos de imponer sus reglas al otro, o de invadirlo, como Popper señala para el caso general de la investigación científica, sólo puede traer resultados catastróficos.

La pedagogía parece haber dicho al mismo tiempo en dos direcciones que de la enseñanza sólo ella está facultada para hablar: ni la sociedad entiende su argot o jerga, ni la escuela la entiende (aunque tenga que simular que sí al cumplir con la burocracia que como acto de dominio que la pedagogía le impuso), y además a ambos dice muy claramente que cualquiera que discuta sus afirmaciones muestra con ello su desconocimiento. Eso es antiguo: el dragón, una de cuyas cualidades es hacerse invisible cuando alguien lo mira, de modo que siempre se puede afirmar que ahí hay uno. Muchos en el mundo docente, y casi todos en la sociedad, tienen así una concepción de la pedagogía y de quienes la practican que bastaría para sumir en la más profunda depresión a cualquiera que supiera que opinan así de él. No tendría por qué ser así si la pedagogía pusiera sólo un poco de su parte. Es difícil que esto llegue a suceder, precisamente porque una de las fuentes de la actual pedagogía constructivista es que la convicción nace de la actitud; y de ahí el rechazo a la enseñanza de contenidos, que llevan al conocimiento y este a las convicciones, y el apoyo al adiestramiento en hábitos, que llevan a actitudes. Al final, ser aprobado o suspendido por la pedagogía es manifestar una actitud (literalmente, cuando introdujo en las programaciones aquella construcción lingüística peculiar: «contenidos actitudinales» a evaluar). La confusión de actitud y convicción, por otra parte, es un mal muy extendido, que lleva a no pocos conflictos en el conjunto de la sociedad, y no digamos en el mundo de la política, donde a algunos les parece que a un cierto voto partidista tiene que ir agregado un cierto gusto en el vestir o en lo musical o una cierta forma de peinarse. Una verdadera desgracia que sólo lleva a ser capaz de entregar una confianza irracional.

(Continúa)