El principio de confianza-37

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 18 (Continuación)

Quizá haya aflorado a lo largo de las anteriores páginas una valoración más bien desfavorable hacia las confianzas de tipo irracional frente a las racionales. Sin entrar en mayores detalles, lo cierto es que, ceñidos a nuestra materia, parece que es lo peor que puede tenerse entre manos cuando pensamos en la institución educativa. Esta tiene que poder ser conocida completamente, comprendida, usada y criticada en la misma medida en que lo es la institución sanitaria (no se pide que los pacientes comprendan el ciclo de Krebs, pero sí la acción clínica de los medicamentos que se les prescriben); pero en la actualidad no puede ser así.

No se puede confiar en modo alguno en la institución educativa heredera del constructivismo y de la escuela comprensiva, porque no ofrece al ciudadano relación clara de sus fines, no ofrece criterios para el examen de esos fines, ni señala de qué fuentes de la sociedad extrae el mandato de esos fines que se atribuye. Por encima de todo, ha transformado sus objetivos y sus acciones y ha abandonado aquellos por los que fue creada, y ello sin dar explicación convincente a quien no estuviera en el interior de la institución.

Sólo han contado las miradas de sus iniciados; ni siquiera la mayoría de sus agentes han sido escuchados cuando aún tenían algo sustancial que decir (hoy casi todos son reemisores de un sistema que ni lejanamente comprenden). Sólo consultan a los miembros de su santoral, que es el que dice cosas como la que hemos mencionado de Kant. Ya desde ese momento, la experiencia común aconsejaría retirar la confianza; pero como si eso no fuera suficiente, la ignorancia cotidiana de los padres acerca de lo que sucede en el colegio al que llevan a sus hijos, y la imposibilidad de obtener razón comprensible de ello, y las continuas llamadas de los maestros a que lo acepten acríticamente como sublime, o como familiar, han terminado por hacer imposible esa confianza que constituye el ser mismo de las instituciones democráticas. 

Quizá convendría abandonar ese santoral y volver a buscar referencias.

Capítulo 19

De Montesquieu…

¿Acaso puede Montesquieu decirnos algo útil para la reparación de la avería que estamos viviendo? ¿Una momia hace tiempo arrumbada en el desván y cubierta de polvo puede tener algún interés en los tiempos de ese internet «que ya lo tiene todo»?

En primer lugar, puede tener el valor de la disciplina: acudir a os fundamentos debería ser un ejercicio más habitual de lo que es (si es que alguna vez se hace), en particular cuando hablamos de los cimientos de la sociedad de privilegios que disfrutamos. Recordemos a aquel Platón que nos advierte contra la excesiva acomodación a la democracia.

Es muy posible que estemos todavía más acomodados que lo peor que Platón podía imaginar. No sólo estamos en el universo del trato inapropiadamente «igual» entre padres e hijos y entre maestros y alumnos, sino que nos cuesta pensar que las cosas pudieran ser de otra manera; pero eso no es lo más grave. Lo peor es que no sabemos cómo combatir una realidad que es visiblemente penosa e ineficaz, y que se han consolidado las defensas de esa situación de modo que muy pronto el acusado será aquel que ose expresar su crítica. Todo lo malo puede ser siempre peor, como es sabido: los pocos que han alzado con descaro su voz contra la deficiente institución educativa lo han hecho desde posturas muy frágiles cuando no, en algún caso, menos defendibles todavía que el sistema criticado. Las pocas excepciones de protestas lúcidas han sido inmediatamente acalladas con los adjetivos que en realidad se habían puesto en circulación para la crítica reaccionaria.

No es volver atrás lo que le hace falta a la institución educativa para salir de su marasmo actual y recuperar el cumplimiento del principio de confianza. Pero puede serle conveniente mirar atrás para volver a tomar sentido de sí misma, para recuperar lo que de sí misma ha olvidado y para reinventarse sin traicionar el sacrificio de generaciones de pensadores y profesores que entregaron todas sus energías durante siglos para construir algo que sólo ha costado unos años destruir.

«Las leyes de la educación serán distintas en cada tipo de gobierno», escribe Montesquieu en el libro IV de Del espíritu de las leyes. «En las monarquías tendrán por objeto el honor; en las repúblicas, la virtud, y en el despotismo, el temor». Hay un contemporáneo nuestro que también se centra en la «virtud» (al que, por tanto, acusan de aristotélico sus rivales académicos), y que ya ha sido mencionado en estas páginas: Alasdair MacIntyre titula su mejor obra, precisamente, Tras la virtud. Quizá un mal título desde el punto de vista táctico, si se tiene en cuenta el encanallamiento del ambiente pedagógico y la mala voluntad que en ocasiones parece ser el único combustible que anima la vida en los ambientes intelectuales. Es casi una provocación; quizá lo sea. Parece que basta con el título para poder despreciarlo «a la pedagógica». En realidad, MacIntyre y Montesquieu han utilizado esa «virtud» en sentidos aparentemente diferentes pero, en ambos acasos, por decirlo así, muy técnicos. Montesquieu define esa virtud de varios modos a lo largo de su obra .Uno de los más próximos a este párrafo es el siguiente: «Amor a las leyes y a la patria». Hay que ser prudentes: quizá «leyes» y «patria» no significan lo mismo en Montesquieu que en los medios de comunicación actuales. Puede que tenga más en común de lo que parece (lo tiene) con lo que entiende MacIntyre por virtud, que también tiene resonancias orteguianas: te dediques a lo que te dediques, ten la decencia de intentar ser competente, lo más competente que puedas. es claro que no es «esa» virtud en la que algunos piensan o quisieran pensar, sino muy otra cosa. Montesquieu se detiene a caracterizar las alternativas a esa virtud en la educación: ese «honor» es el vacío de la ostentación, el mero aparentar, el permanente competir por ser el más dadivoso o belicoso. Las acciones no se juzgarán como «buenas, justas o razonables, sino como bellas, grandes y extraordinarias». Por si no hubiera quedado claro, añade: «No se prohíbe la adulación más que cuando va separada de la opulencia». Y asesta un último golpe: en la educación en las monarquías «se busca la verdad en las palabras, pero no por amor a la verdad, sino porque el hombre que se acostumbra a decirla parece osado y libre«.

¿Puede decir alguien que estas palabras no tienen que ver con la escuela de la enseñanza en valores y las competiciones de solidaridad sin entender, los cantos de consignas, las actitudes adecuadas y el pacifismo por prescripción?

(Continúa)