El principio de confianza-38

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 19 (Continuación)

 

El solo hecho de que a mediados del siglo XVIII se criticara algo tan visible a principios del siglo XXI (una vez más) debería ser suficiente para iniciar serias reflexiones sobre lo que se ha hecho recientemente en la educación. Montesquieu habla en esos párrafos precisamente de la educación vacía de contenidos, sustituidos estos por la prescripción de actitudes y la expresión de valores cuyo significado ni se entiende ni se ha adoptado, como si la sola ostentación fuera ya el valor en sí que se cree oportuno y bueno poseer. En la institución educativa actual hay quien defiende con eficacia que más vale una buena conducta por consigna que una mala por no haber entendido un argumento. Eso es un juicio de valor, y como tal, indiscutible. Dibuja un panorama en el que hay, en consecuencia, dos bandos como mínimo: el de las monarquías que critica Montesquieu, y el de la escuela infectada de razón. Lo más catastrófico, quizá, ha sido hasta ahora que uno de los bandos, el que ha detentado el poder en las últimas décadas, no ha reconocido que era un bando, sino que ha proclamado su equidistancia, que siempre es una artimaña eficaz para desactivar adhesiones a sus rivales. Es necesario repetir que probablemente uno de los mayores problemas que ha tenido la razón en las últimas décadas ha sido su acorralamiento por los discursos totalitarios, que han conseguido desprestigiarla por lo menos en un nivel popular, cayendo con ella el prestigio de la Ilustración, de las ciencias, de la templanza pública y del pacto.

Todo eso parece estar predicándose de una realidad exterior a la educativa: en efecto, se dice de la sociedad y la política en general, pero también, letra por letra, de la vida interior de la institución educativa. Abogar por la entrada de la razón en la escuela ha llegado a convertirse en ocasiones en un suceso tremebundo, y se ha rechazado como si se tratar de convertir a los alumnos en máquinas (y argumentos por el estilo), o como si ya hubiera tanta razón en la educación, en los programas, en las escuelas, en las conductas profesionales de maestros e inspectores y en los administradores políticos de la educación, que pedir un poco más haría reventar los cerebros de los jóvenes ciudadanos, o malograr otras cualidades «tradicionalmente despreciadas por la enseñanza».

La institución educativa no ha sido inmune a la marea romántica del último tercio del siglo XX (y en su caso, además, otros ya habían abonado el campo desde los años 30), que ha inundado prácticamente todo y ha llegado a crear una noción, la de «cultura pop», en la que han confluido los más potentes intereses económicos con las necesidades generales de ocio de una población que se alejaba de las penurias de las posguerras, y hasta con las necesidades afectivas de esos románticos «yoes» únicos y exclusivos pero de todos y cada uno. La reivindicación (rentable) de la afectividad y del irracionalismo ha llegado, parece, hasta el último confín de nuestra sociedad, y en efecto desplazando quizá algún defectuoso cachivache que debería haberse llevado al vertedero, pero desde luego, también, ocupando en ocasiones lugares que no tenía por qué haber ocupado, porque ahí había algo que tenía legitimidad para estar. A lo mejor es razonable pedir «Corazones, no sólo cabezas en la escuela», como A.S.Neill en uno de sus títulos; o a lo mejor era una forma perifrástica de decir que los corazones que ya había en la escuela no eran los que a él le parecían correctos. Si desde que se propusieron las reformas escolares, a finales del siglo XIX, la reivindicación universal fue siempre la de una escuela «más científica», eso ¿por qué era? ¿Porque no había «corazón» en ella? ¿Porque había «demasiada ciencia»?

(Continúa)

El principio de confianza-38

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 19 (Continuación)

El solo hecho de que a mediados del siglo XVIII se criticara algo tan visible a principios del siglo XXI (una vez más) debería ser suficiente para iniciar serias reflexiones sobre lo que se ha hecho recientemente en la educación. Montesquieu habla en esos párrafos precisamente de la educación vacía de contenidos, sustituidos estos por la prescripción de actitudes y la expresión de valores cuyo significado ni se entiende ni se ha adoptado, como si la sola ostentación fuera ya el valor en sí que se cree oportuno y bueno poseer. En la institución educativa actual hay quien defiende con eficacia que más vale una buena conducta por consigna que una mala por no haber entendido un argumento. Eso es un juicio de valor, y como tal, indiscutible. Dibuja un panorama en el que hay, en consecuencia, dos bandos como mínimo: el de las monarquías que critica Montesquieu, y el de la escuela infectada de razón. Lo más catastrófico, quizá, ha sido hasta ahora que uno de los bandos, el que ha detentado el poder en las últimas décadas, no ha reconocido que era un bando, sino que ha proclamado su equidistancia, que siempre es una artimaña eficaz para desactivar adhesiones a sus rivales. Es necesario repetir que probablemente uno de los mayores problemas que ha tenido la razón en las últimas décadas ha sido su acorralamiento por los discursos totalitarios, que han conseguido desprestigiarla por lo menos en un nivel popular, cayendo con ella el prestigio de la Ilustración, de las ciencias, de la templanza pública y del pacto.

Todo eso parece estar predicándose de una realidad exterior a la educativa: en efecto, se dice de la sociedad y la política en general, pero también, letra por letra, de la vida interior de la institución educativa. Abogar por la entrada de la razón en la escuela ha llegado a convertirse en ocasiones en un suceso tremebundo, y se ha rechazado como si se tratar de convertir a los alumnos en máquinas (y argumentos por el estilo), o como si ya hubiera tanta razón en la educación, en los programas, en las escuelas, en las conductas profesionales de maestros e inspectores y en los administradores políticos de la educación, que pedir un poco más haría reventar los cerebros de los jóvenes ciudadanos, o malograr otras cualidades «tradicionalmente despreciadas por la enseñanza».

La institución educativa no ha sido inmune a la marea romántica del último tercio del siglo XX (y en su caso, además, otros ya habían abonado el campo desde los años 30), que ha inundado prácticamente todo y ha llegado a crear una noción, la de «cultura pop», en la que han confluido los más potentes intereses económicos con las necesidades generales de ocio de una población que se alejaba de las penurias de las posguerras, y hasta con las necesidades afectivas de esos románticos «yoes» únicos y exclusivos pero de todos y cada uno. La reivindicación (rentable) de la afectividad y del irracionalismo ha llegado, parece, hasta el último confín de nuestra sociedad, y en efecto desplazando quizá algún defectuoso cachivache que debería haberse llevado al vertedero, pero desde luego, también, ocupando en ocasiones lugares que no tenía por qué haber ocupado, porque ahí había algo que tenía legitimidad para estar. A lo mejor es razonable pedir «Corazones, no sólo cabezas en la escuela», como A.S.Neill en uno de sus títulos; o a lo mejor era una forma perifrástica de decir que los corazones que ya había en la escuela no eran los que a él le parecían correctos. Si desde que se propusieron las reformas escolares, a finales del siglo XIX, la reivindicación universal fue siempre la de una escuela «más científica», eso ¿por qué era? ¿Porque no había «corazón» en ella? ¿Porque había «demasiada ciencia»?

(Continúa)