El principio de confianza-40

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 20 (Continuación)

La situación actual podría parecer puramente horizontal, una vez desaparecida la diferencia de altitudes de los extremos de la cascada de información, o reducida al mínimo. Esta cascada tiene, quizá, un suave declive desde los remansos donde se decanta y se forma esa opinión hasta el destino final en la llamada opinión pública. La causa principal de ello es la extensión incontrolable de fuentes, potencialmente tantas como ciudadanos. Esta proliferación de fuentes ha aumentado hasta el límite la inmediatez de la información (pero de cierta información, no de la científica, por ejemplo), aunque con ello no sólo no ha aumentado, sino que ha disminuido se diría que en proporción inversa la fiabilidad de esa información. Hoy cualquiera puede informar a todo el mundo de cualquier suceso, y en el mismo momento en que ese suceso se está dando. La tecnología menor o de consumo ha incorporado los mecanismos que hasta hace poco estaban reservados a los remansos más altos de la jerarquía de las cascadas, de modo que en la práctica es como si todo el mundo ocupara esa jerarquía más alta. Simultáneamente se ha conocido que la información así proporcionada era tantas veces veraz como falsa. Al poco tiempo de consolidarse estas tecnologías y este cambio, eso es algo que nadie duda.

El problema ha surgido, entonces, al ponerse de manifiesto algo en lo que no muchos habían pensado: primero, el principio de confianza opera, para bien o para mal, para afirmarse o para negarse, y para reclamar cumplimiento, de un modo u otro; segundo, la opinión pública ha seguido necesitando apariencia de veracidad en , por lo menos, una parte de las informaciones que recibe y con las que se forma.

La institución educativa, en la que no por negligencia hemos incluido en ocasiones a los medios de comunicación, se ha dado a sí misma, en ese mismo momento, la misión de generar valores, informaciones, diagnósticos y pronósticos hacia el exterior de ella misma. Con ello ha comenzado a sustituir a una voz de autoridad que ya no es fácil encontrar, diluidos como están hasta cierto punto los medios de comunicación tradicionales en este nuevo mundo de ciudadanos-informadores. La opinión pública reclama inexcusablemente fuentes de opinión y, entre varios candidatos a nueva jerarquía, la institución educativa se alza potente, como investida de ciencia para serlo, frente a otros carentes de los privilegios institucionales. La cascada de información, en las sociedades democráticas, con frecuencia comenzaba en los medios, como el mismo Sartori advierte; hoy, en muchas ocasiones, comienza en la institución educativa, que forma opinión acerca de sí misma pero también acerca de fenómenos sociales variados. Tanto estos fenómenos, como el mismo hecho de «formar opinión» para el público acerca de ellos, en absoluto estaban en el programa de su fundación como institución.

Dice Sartori con toda claridad: «En particular y sobre todo el proceso educador se convierte en un proceso de adoctrinamiento. (…) En todas las áreas que no son estrictamente técnicas, la fe oficial, exclusiva del Estado, una suerte de propaganda fidei, desplaza o sustituye a la educación».

Esto recuerda incómodamente a los aprendizajes por repetición de consignas, a la negación del debate antes de celebrado, al insulto político al disidente que se ha atrevido a expresarse. Ha sido general entre los países que han seguido la corriente de la escuela comprehensiva la llamada a la «fe» por parte de quienes imponían esa corriente desde el poder. Más a menudo de lo que se cree, el sentido común rige los procesos mentales de las gentes y no puede evitar hacerse oír. Ante las críticas surgidas desde ese sentido común, a menudo expresadas en lenguaje popular, pero no por ello menos claras y precisas, que recibían las reformas constructivistas, la petición de esa «fe» alternaba en los administradores que las imponían cin los lamentos por ser tan numerosos «los que no creían» en las reformas.

(Continúa)