El principio de confianza-43

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 21 (Continuación)

Así es como la institución educativa impone a la sociedad sus criterios, en lugar de producirse lo único concebible en una sociedad democrática y saludable: que sea la sociedad la que imponga a la institución educativa su misión y su contenido.

De pronto, lo que quizá venía pareciendo inconexo, se ha reunido misteriosamente: la creación de opinión de Sartori (en lugar de recibir opinión), el blindaje constructivista-comprensivo de la institución (en lugar de la apertura a las corrientes de pensamiento y ciencia) y la defensa del propio yo, practicada por los agentes de la institución y convertida en directriz general de la enseñanza que se inculca, con la palabra «educación», en los alumnos (en lugar de la política virtud de la renuncia de uno mismo, ladrillo fundamental de la sociedad y de la democracia).

Capítulo 22

La restauración de la confianza en la institución educativa

No podemos resignarnos a perder la institución educativa con la que esta sociedad nació como sí tenemos que resignarnos a perder el voltaje de las antiguas redes eléctricas, la televisión en blanco y negro, la medicina de los humores o la cirugía sin anestesia. Las reformas comprehensivas y constructivistas fueron vendidas en su origen, y siguen siendo vendidas hoy, no sólo como «necesarias» sino como «inevitables», impuestas por la misma marcha de la Historia del Progreso contra la cual no hay que luchar. Aunque generalmente se suele entender que no todos los cambios son progresos, de los cambios producidos en la institución educativa no se ha podido ni decir que no lo son, y se ha tachado de reaccionario irredento al taimado que osara pronunciarse así.

Lo que no se ha demostrado de ningún modo ni en una infinitésima parte es que sea verdaderamente un progreso la erradicación de los contenidos científicos y humanísticos de los programas escolares, la cerrada dedicación a los asuntos inmediatos del entorno de la escuela, el adiestramiento en el reflejo de la crítica sin conocimiento previo de la materia criticada, o la sustitución en el aula del esfuerzo y las actividades intelectuales por las experiencias de tocar, saborear, recortar, apilar y pegar. Ha sido todo una conjetura, una apuesta, un experimento que se ha ido de las manos a sus autores primeros: los males de «la escuela tradicional» a lo mejor se debían al excesivo desprecio de esta por el entorno de los alumnos, por la crítica y por las experiencias físicas; y además (John Dewey) tenía que ocuparse más de formar ciudadanos para la democracia inculcando valores políticos y cívicos. ¿Por qué la introducción de todo esto desplazó a los contenidos científicos en lugar de sumarse a ellos?

Desde entonces, se diría que la «ciencia pedagógica» se ha dedicado más que a hacer ciencia a justificar aquella decisión. Apenas ha hecho caso, siquiera, a la algo más claramente científica disciplina, por decirlo suavemente, de la psicología del aprendizaje; no digamos a las más elementales consideraciones de la lógica o de la epistemología, que aunque desconocidas por casi todos también tienen mucho que decir sobre la enseñanza, y no en conflicto, sino complementando áreas del aprendizaje en las que la psicología no entra (porque no entra en todas, aunque esto también le cueste reconocerlo a la misma psicología). No es este el lugar apropiado para desarrollar por extenso lo que todo esto podría tener como consecuencia práctica en la planificación de una nueva institución educativa. Pero sí hemos querido, por lo menos, iniciar la reflexión sobre los criterios que tienen que estar presentes en una reconstrucción de la institución para que se pueda restaurar la confianza en ella.

Por ser sistemáticos, nos atendremos a un primer enfoque relacionado con los mismos criterios que nos llevaron a diagnosticar el fallo de confianza: restaurar las partes de esa confianza, que son la adecuación (o desviación), la lealtad (o traición) y la precisión (o dispersión). Pero con todo eso, luego veremos que todavía faltará algo más.

Parece, pues, bastante evidente: en primer lugar, hay que restaurar la adecuación. Acerca de la adecuación, se diría que no hay atajos ni misterios: la función educativa lo es porque, con su contenido diferencial respecto de las otras funciones fundamentales, solicita, espera y recibe confianza racional a posteriori pública, y no otra. En cuanto solicite otra, o se le ofrezca otra. la institución pública comienza a dejar de serlo, o deja de serlo por completo si esa confianza desviada (por ejemplo la irracional carismática en las personas de sus agentes, u otra)ocupa el terreno de la adecuada más allá de cierto punto o de cierto tiempo. En la práctica, esto exige lo que probablemente ascienda a una infinidad de pequeñas medidas cuya relación completa es imposible, si bien se puede hacer una aproximación al tipo de cuidados que hay que observar, que probablemente tienen un representante por encima de todos: hay que recuperar la distancia entre la escuela y la familia, en primer lugar, de modo que desaparezcan las familiaridades entre padres de alumnos y profesores. Estas familiaridades forzosamente tienden a desviar la confianza adecuada hacia una de tipo racional a posteriori personal (adecuada para amistades) cuando no racional a priori familiar (adecuada para familiares). Con esos tipos de confianza se podrá llegar a muchos sitios, pero en absoluto a colaborar a hacer de la institución educativa una función satisfactoria, porque eliminan la capacidad crítica y dejan a un lado el mecanismo de decisión social externo a la institución (que se ve sustituido por un acuerdo entre el usuario concreto y el agente: los pactos de un padre de alumno con el maestro de su hijo para que «le exija más» o «le exija menos», por ejemplo). Si la relación de confianza del ciudadano con la institución educativa pierde esos elementos, ha dejado de ser racional y ha dejado de ser pública; luego se ha desviado hacia otra que convierte al objeto en otro tipo. ¿Será necesario explicar que con esta propuesta de distancia no se obliga a la guerra ni a la enemistad entre ciudadanos y profesores? Muy al contrario, respetar una relación seriamente protocolaria en esta materia, y en particular en la relación con las instituciones básicas de nuestra sociedad, evita (lo diremos una vez más) la interferencia de afectos en un espacio en el que lo peor que puede pasar es que interfieran los afectos. Luego, que cada uno sea amigo de quien quiera, pero no «en el ejercicio de sus funciones». Si los ciudadanos (pacientes o «padres de pacientes») no se meten en los quirófanos de un hospital público a decidir horarios, asignaciones, materiales o metodologías, ¿por qué permitir que sí lo hagan en las aulas, la organización escolar, los contenidos de la enseñanza -ya ausentes-, y el personal docente, el material didáctico y las reuniones de calificación? Porque todos saben a qué se dedica un quirófano, pero no a qué se dedica un colegio, lo cual nos llevará unos párrafos más abajo a hablar, de nuevo, de la precisión.

(Continúa)