El principio de confianza-44

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 22 (Continuación)

Para restaurar la lealtad (o evitar la traición) tampoco hay misterios: habría que definir de nuevo desde el exterior de la institución los fines de la institución misma, y hacerlo de modo inteligible por todos. Así, esos fines asignados se constituirán en contenidos anticipados de la relación de confianza, comparables más adelante con los contenidos reales. No vamos a suponer que la no coincidencia de ambos pudiera dejar indiferente a los ciudadanos, porque entonces estaríamos hablando de una disfunción más extensa. Actualmente sólo hay con la institución educativa una relación leal esporádicamente, y por casualidad, allí donde un docente en particular se propone hacer las cosas bien por su cuenta (que era lo que se quería evitar con las reformas pedidas hacia los años setenta), y a menudo heroicamente. Pedir, o tener que depender de la heroicidad de los agentes de una institución pública debería bastar como criterio para establecer sin duda alguna que esa institución no funciona. Sólo ese docente raro habrá dado en alguna ocasión relación clara y comprobable de lo que se propone a lo largo del curso con sus alumnos, y habrá dado cuenta de ello posteriormente. Es evidente que esto parece abrir una discusión nueva, relacionada con el contenido o la cualidad de ese programa: si un docente afirma al principio del curso que con sus alumnos se propone acabar haciendo vudú, y al final de curso puede demostrar que lo ha hecho y que sus alumnos han aprendido eso, entonces esa relación será leal, la confianza no habrá sido traicionada, y en cuanto a este aspecto las cosas funcionarán. Esto, que se diría alarde cínico o paródico resulta que no lo es en absoluto, porque es muy parecido a lo que en ciertas circunstancias se ha llegado a conseguir como concesión máxima, cuando algún fracaso general y rotundo ha llamado la atención sobre algún centro escolar, y alguien le ha pedido cuentas: las ha ofrecido, sí, pero las del Gran Capitán, afirmando que aquello en realidad sólo era fracaso «desde puntos de vista convencionales y pasados de moda», o como mínimo «no científicos», porque en realidad se habían cubierto los objetivos, que se referían todos a valores de convivencia, tolerancia, solidaridad (por ejemplo). Los intangibles de conducta y actitud son ubicuos en la institución educativa fallida, por razones obvias. Se podría contestar que hacer corros diarios para crítica de las actitudes menos solidarias de los compañeros y para fomento de la asociación es algo muy cercano al vudú; pero probablemente no merece la pena jugar ese juego (aunque basta una rápida mirada de las revistas profesionales y sus narraciones de «experiencias de aula» para verificar lo que se menciona en estos párrafos muy atenuadamente).

Es decir: el giro retórico dado progresivamente para ajustarse a la pérdida de prestigio ha sido tan largo en el tiempo que casi se ha hecho imperceptible. De nacer el artefacto con la pretensión de volver a la escuela de programa científico y con apego a «verbos de acción observable», surgiendo como una Venus de las aguas del rechazo a la metafísica y la especulación pedagógica de hace tiempo, en la actualidad ya no se encuentra más que mención a un programa de intangibles actitudinales o más recientemente «competenciales», por referencia al cual puede afirmarse de todo que todo es un logro. Eso debería ser inmediatamente corregido, si es que se quiere poder llegar a afirmar que la escuela se ha mostrado leal a la confianza que los ciudadanos han depositado en ella: esa lealtad se basa en una relación clara, ordenada y comprobable de los fines para los cuales esa confianza se otorga y se solicita.

En cuanto a la precisión, es claro que prácticamente todo lo dicho en los párrafos inmediatamente anteriores lo ha estado esbozando: ese mismo programa claro y comprobable que exige la lealtad es por sí solo un gran signo de que el principio de precisión quizá ha comenzado a cumplirse, o se va cumpliendo en parte en la institución educativa. Pero el cumplimiento del principio de precisión exige un vuelo a mayor altitud que la propia de la relación entre un padre de alumno y un maestro: son las autoridades políticas quienes tienen que dibujar con claridad la demarcación de la institución educativa. Debería haber sido posible que la decisión acerca de qué tareas son propias de la institución y qué tareas no lo son se tomara por acuerdo entre el conjunto de la sociedad y los profesionales de la institución, como se hace por ejemplo en la institución sanitaria. Pero todo parece indicar que esa oportunidad ya se ha perdido, y que en la actualidad, si lo que consideramos es la posibilidad de restaurar la confianza, hay que dejar la materia en manos externas a la institución, pero implicadas en el éxito e interesadas en el buen funcionamiento de la sociedad democrática. La «virtuosa renuncia de uno mismo» tiene que imponerse como criterio primero, por decirlo así, y desde luego la claridad de visión necesaria para reconocer que en la cascada de información de nuestra sociedad, la escuela no debe ser, porque no puede ser, remanso en el que se crea opinión pública, sino desembocadura final de muchos sistemas, a los que obedece y a los que debe dar cuentas.

(Continúa)