01 Mar El principio de confianza 9
El principio de confianza-9
Rafael Rodríguez Tapia
(Cap 5, cont.)
La dificultad de caracterizar la confianza irracional en una persona es que la caracterización se va a ver permanentemente acosada por la psicopatología. Quizá hay dos modalidades: una confianza irracional en personas que tacharemos de ingenua a falta de mejor calificativo, y otra que sería definitivamente la patológica. No es lo mismo confiar festivamente (pero sinceramente) en el delantero centro del equipo de fútbol local para que con sus goles salve el partido (aunque ese delantero haya dado sobradas pruebas de su incompetencia técnica y táctica) que confiar en el líder de una secta que hace sufrir castigos a quien confía en él y probablemente le expropia sus bienes y le violenta su personalidad. No es fácil evitar la convicción de que en el segundo caso siempre se estará en el terreno de la patología, mientras que en el primer caso, por muchas críticas que se puedan hacer a quien siendo adulto se comporta así, como mucho hay una concesión a modos infantiles que no perjudican a nadie salvo al propio sujeto cuando derrotan a su equipo un domingo tras otro, lo cual es un sufrimiento probablemente entretenido y muy moderado. La confianza personal irracional, que se entrega a alguien en contra de todos los datos que este ha proporcionado a favor de que no se confíe en él, pudiera ser un resto cultural. Cierto novelista y poeta, marxista ortodoxo muy aficionado al fútbol, escribió en una ocasión que no debía racionalizarse esa afición, que ese salto que el aficionado daba en su grada como ayudando al delantero a rematar a gol era el último rastro de animismo que le quedaba al hombre moderno. Mientras no se pase de ese salto, o de ese leve y en el fondo divertido disgusto semanal, en efecto puede tratarse de una conducta digamos lúdica que estaría dando satisfacción a necesidades genuinas. Si se trata de una confianza que sigue el modelo sectario, poco hay que decir diferente de lo que dice la psicología clínica; pero se puede añadir que sería un error considerar exclusivo ese patógeno del mundo de las sectas, porque como mínimo da el modelo que siguen muchas confianzas irracionales en personas familiares, convertidas así en intocables no ya a la crítica sino incluso a la pregunta, alrededor de las cuales cierra filas la familia cuando alguien exterior la pone en dificultades, aunque estas sean debidas a los peores crímenes. Una modalidad de ello, que suele parecer a primera vista escasa, pero que en cuanto se reflexiona se percibe que, muy al contrario, es muy extendida, es el apoyo paterno al hijo en cualquier circunstancia o situación, incluso aunque, como en cierta película estadounidense, este se haya subido a una azotea y lleve unas horas dedicado a disparar a los viandantes con su fusil con mira telescópica: «¡Buen disparo, hijo!», dice el padre por el megáfono después de un nuevo disparo, para asombro del jefe de policía que está a su lado. «Es que es mi hijo y tengo que apoyarle», explica. Lo cierto es que confundir el necesario apoyo entre miembros de una familia con el apoyo acrítico y la confianza irracional es tan grave, para el individuo, para esa familia y para la sociedad en la mayoría de los casos, como el caso opuesto de la falta de apoyo y de confianza de la familia hacia un individuo. Ambos son casos de irracionalidad relacionados con la confianza, que a la postre lo que tienen como consecuencia es convertir esta confianza en algo que no es confianza, sino un delirio.
Las personas utilizan la palabra «confianza» para designar los fenómenos anteriores, y así debemos anotarlo. Pero eso no nos debe hacer olvidar que en muchas ocasiones se adjudica erróneamente ese nombre al deseo de confiar, a la esperanza, o incluso al aturdimiento favorable a una persona o entidad. Y no porque alguien llame «pino» a una acacia, la acacia va a pasar a formar parte de las coníferas. Pero nosotros observamos tanto el fenómeno de la confianza como el del habla de las personas, de modo que debemos consignarlo.
En cuanto a la confianza racional a priori, encontramos en primer lugar un objeto familiar. Es probable que alguno pueda intentar definir «familia», precisamente, como el grupo de personas en las que se confía antes de haber obtenido signos de que en ellas se puede confiar; en la actualidad, los elementos genéticos están más que en descrédito al respecto, pero se sigue utilizando el término «familia», y eso es porque significa algo, y no es descabellado suponer que quizá cercano a lo indicado. No deja de ser significativo que personajes y grupos señalados hasta hace poco tiempo como combatientes contra la «convencionalidad social» y ciertas instituciones, entre ellas señaladamente la familia, contra la cual se ha escrito probablemente más que contra cualquier otra institución heredada, sean precisamente quienes en la actualidad se pronuncian con más énfasis a favor de la denominación de «familia» para modos de agrupación o convivencia que practican o promocionan, y que en general no hubieran llamado así hasta hace poco, incluyendo el matrimonio entre personas del mismo sexo. Con ello se subraya, simplemente, que hay una realidad innegable alrededor de la noción de «familia», por lo menos en nuestra cultura y en las próximas, que la ha hecho resistente, en primer lugar, a las barbaridades que con ella han hecho los más tradicionalistas, cerriles y reaccionarios, y en segundo lugar a los ataques que ha recibido desde posturas a primera vista contrarias a las anteriores, y que a la postre se han desvelado como más bien distraídas en sus ataques, que se diría hubieran querido tener otras víctimas pero no sabían cómo identificarlas, porque su diana aparente, «la familia», ha sido aceptada y hasta defendida por ellos mismos en cuanto han cambiad ciertas circunstancias. El enemigo era otro, pero lo identificaban mal, en proceso simétrico al observado en los tradicionalistas «pro-familia» que, aunque se proclaman así, dan pie en muchas ocasiones a pensar que no es exactamente la familia lo que defienden, sino más bien una forma de organización social que está por encima de la familia y que en todo caso cuenta con esta como peón a veces útil, a veces sacrificable. «Mi familia es esta», dice orgulloso un personaje antaño combatiente contra la familia, presentando, naturalmente, algo diferente a lo que antes había, pero que él quiere denominar, y denomina con orgullo, «familia» (sólo él o ella y un hijo; o él y un compañero de otro sexo o del mismo sexo; o varios compañeros, o varios personajes de edad igual o superior o inferior, relacionados entre ellos con o sin sello legal, etcétera). Ese orgullo es signo de varias cosas, desde luego, pero también del hecho de que se considera una persona en la que otros confían y que tiene en quién confiar. La magnitud de este sentimiento supera toda posibilidad de descripción (en la misma medida en que lo supera igualmente su carencia).