El principio de confianza y 45

Rafael Rodríguez Tapia

Cap. 22 (Continuación)

Se diría que hay dos criterios que no pueden apartarse en ningún momento: desde el principio de nuestras sociedades, y a lo largo de la difícil historia de estas hacia la democracia, se consideró que alguien tenía que ocuparse de transmitir los conocimientos a las nuevas generaciones, y que ese alguien era la escuela en sus diferentes y sucesivas formas, que culminaron en una de las formas más complejas, artificiales y loables de esas sociedades: la institución escolar o educativa, pública, universal, gratuita y obligatoria; y no se ve que haya aparecido en ningún momento ni en contexto alguno motivo legítimo y suficiente para que eso dejara de ser así, y sin embargo las fuerzas tenidas por profesionales del interior de la institución educativa desde la extensión del pragmatismo, del constructivismo y de los diseño comprehensivos han insistido en que dejara de ser así. En segundo lugar, la institución educativa debe volver a reconocer que es la institución educativa, y que como tal no debe pedirle a la sociedad lo que quiere que la sociedad haga, sino que debe admitir que la sociedad le exija y le imponga su tarea. Pudiera ser que sólo estos dos criterios unidos ya constituyeran un sinónimo de principio de precisión; pero no cerraremos así la materia, porque probablemente la labor que habría que realizar, si se quisiera restaurar la confianza en la institución educativa y, como parte de ella, el principio de precisión de la institución educativa, exigiría muchas acciones de corto y de largo alcance, y de enorme coste político para el audaz que decida acometerlas.

Por ejemplo, no parece que con el personal docente actual pueda hacerse. Este ya está entrenado desde hace décadas en unas acciones que no son útiles más que para el sistema constructivista. en particular, la ausencia prácticamente completa de contenidos y conocimientos de ciencias y humanidades en los programas de las escuelas y facultades de educación es pavorosa, ayudada por esa misma ausencia en los exámenes y oposiciones para acceder al puesto de maestro. Algunos tímidos intentos realizados ahora mismo se han visto desde el principio mermados en sucesivos análisis políticos, atenuados progresivamente desde los planteamientos iniciales, y al final se han quedado en cuestionarios inferiores en nivel a los de los programas-concurso de la televisión: el miedo a la coacción sindical, el discurso periodístico populista y al propio superior del departamento o del partido así lo han aconsejado. Pero alguien tendrá que hacer algo. Alguien tendrá que transmitir los conocimientos científicos y humanísticos a las nuevas generaciones; y mientras no se decida que ese alguien tiene que ser el colegio de ingenieros de obras públicas, o de aparejadores, o de ferroviarios, o los anestesistas o los administradores de hospitales públicos, o los jueces o los secretarios judiciales o los agentes de policía, ese alguien, en nuestras sociedades, ha sido personal de la institución educativa (y tampoco «internet» ni «la Enciclopedia Británica»).

Desde luego, no sólo el personal docente, sino el «docente de docentes», parece erigirse en defensor de la actual situación, y no se aprecia que haya energías suficientes para vencer sus pretensiones.

Las asociaciones de padres de alumnos y organizaciones similares son, por lo general, igualmente amigas de que las cosas sigan como hasta ahora. Su baja representatividad, que llega a ser en la práctica casi nula, en relación al número total de padres de alumnos, nunca ha sido inconveniente para que se les otorgara carácter de interlocutor en los organismos relacionados con la administración educativa y en asuntos, en ocasiones, delicados. Por cierto, su actuación nunca ha sido ni ha pretendido ser la de un interlocutor reflexivo, sino la de meros grupos de presión ideológicos y situacionales, a menudo al servicio de causas electorales como propagandistas, en general, de los males traídos por su particular enemigo político (y ambos lados de la política bipartidista han hecho uso de sus grupos afines con más soltura y más desfachatez de las que se creerían posibles en cualquier otro tema de las políticas de las sociedades democráticas).

Por supuesto, hay fuerzas cuyos intereses relacionados con el mundo de la educación no van a aceptar una mínima transformación de la institución educativa tal como ha llegado a ser en la actualidad. Aunque probablemente el mayor problema que plantean a quien prefiere una nueva reforma para restaurar la confianza es que no son tan fáciles de localizar, ni es tan fácil de definir sus deseos ni sus programas, porque no están agrupadas en uno o en otro lado del arco político, sino que están en ambos (y ambos tienen al mismo tiempo personas interesadas en recuperar la institución), ni en el mundo religioso o el mundo laico (sino en ambos), ni en los sectores económicamente potentes o débiles (sino en ambos), y así prácticamente con cualquier criterio que escogiéramos para el examen.

Con todo, parece no obstante primordial comenzar por establecer una regla para el juego que se tenga que jugar: quién y qué de la sociedad, y cómo y por qué vías tiene que comunicarle a la institución educativa lo que la sociedad quiere de ella. La abundancia de consejos escolares de centro, de distrito, de comunidad y de cualquier escala y circunscripción no parecen haber servido en absoluto para ello, a la vista de la sospechosa coincidencia entre los opinables programas de las facultades de educación y el tono y los contenidos habituales de sus peticiones y comunicados a los que llaman «la comunidad escolar».

Además, parece haberse consolidado el hábito de reunir todos los posibles comentarios en uno solo, que utiliza el término «recursos» como comodín. Hay que dotar de más recursos, exige ampliación de recursos, tiene un grave déficit de recursos, etcétera. Cualquiera que haya estudiado sólo un poco de la historia sindical europea de los últimos cincuenta años reconocerá la partitura. Es evidente que casi en todas las ocasiones eso es un vergonzante sustitutivo de la palabra «dinero»; es también evidente en casi todas esas mismas ocasiones que no se pide así un dinero exactamente para fines educativos, sino para repartir entre las organizaciones sindicales o parasindicales que tienen la norma del rítmico y anual cobro a las administraciones, claramente planteado aunque a puerta cerrada, con dilema inconfundible: Asignación anual a cambio de «calma laboral». Los administradores tienen suficiente con procurar la renovación de su designación en el cargo, de modo que ceden. Los periodistas afines lo ocultan, porque ese pago esta fuera de contabilidad, y siguen reclamando… recursos. No parece importarle a nadie que los resultados de los exámenes internacionales (para los amigos de las cuantificaciones) muestren una menor que ínfima correlación entre esos recursos y los mejores resultados. El tópico está arraigado y no hay quien lo mueva. Además, es rentable para casi todos los de ese complejo sistema gravitacional del mundo educativo, confuso y desordenado pero vigoroso.

El final de la cadena es el espectáculo de los legisladores proclamando desde el foro una y otra vez que «tenemos la generación de escolares mejor preparada de la historia», contra toda evidencia. Es cierto que algunos pueden afirmarlo con convicción (pero no de entre los diputados, que no saben más que lo que sus asesores les dicen, sino entre algunos de estos asesores, quizá), pero eso es precisamente porque compara los resultados escolares con escalas y cualidades en los cuales, ya se sabe, los contenidos y los conocimientos están ausentes. Quizá sea cierto que, un año tras otro, «tenemos la generación de escolares mejor preparada de la historia», pero probablemente en actitudes, en ademanes, en reflejos de conducta. Es decir, en nada de todo aquello para lo que fue creada la institución educativa.

Sigue abierto el problema de cómo puede comunicar la sociedad a la institución educativa qué se espera de ella. Costará mucho encontrar un mecanismo fluido y estable que funcione adecuadamente, principalmente porque se rompió la continuidad. Los que antaño ejercieran esa función, que probablemente hoy nos valdrían, tendrían que haber evolucionado con la sociedad, y no es una locura suponer que hoy podrían haber llegado a lo que la sociedad actual necesita y considera apropiado. Pero la historia reciente ha obligado a que ahora nos planteemos ese mecanismo de nueva planta, lo cual es una tarea extremadamente compleja. Principalmente, porque la naturaleza de la enseñanza hace que sea imposible para alguien que no tiene un cierto recorrido previo saber qué le queda todavía por saber, por decirlo brevemente. No pasa lo mismo con el bienestar físico o la enfermedad, que todo el mundo reconoce inmediatamente o, como mínimo, sabe dónde se encuentran, o con la seguridad o con los medios materiales, que basta con necesitarlos para saber qué falta. El conocimiento científico sólo delata su ausencia y su necesidad cuando se tiene como mínimo un primer recorrido por su mundo: quizá es a eso a lo que se llamaba antiguamente «cultura general», que por cierto se encomendaba su extensión a las escuelas de primaria y a la institución educativa en su conjunto.

Si no es suficiente todo lo anterior, o si no ha estado bien expresado, quizá sea suficiente para entender lo que se quería decir con imaginar, como ejercicio de política-ficción, una sociedad democrática en la que nadie se hace responsable de la transmisión de conocimientos científicos y humanísticos. Hasta el más bruto, el que ya desde el principio los desprecia, comenzará no echándolos de menos, pero muy pronto cambiara su opinión, en cuanto se agoten los medicamentos, y nadie sepa fabricar los repuestos, por ejemplo.

¿O acaso lo que se pretende es que sean las asociaciones profesionales y las corporaciones las que transmitan los conocimientos? ¿Era eso lo que se perseguía con los manifiestos constructivistas? No es muy probable que quien comenzó basándose en la pretensión de crear «mejores ciudadanos para la democracia», y así consiguió que la «educación en valores» desterrara todo lo demás y liquidara la institución educativa, buscara con ello derribar precisamente esa democracia a la que decía servir, y dejarla convertida en una especie de neocapitalismo corporativo más o menos salvaje de anticipación literaria apocalíptica. ¿O es que, como en algunas obras, su artefacto se ha independizado? A veces da esa impresión, especialmente cuando se observa la trayectoria y la evolución de las declaraciones públicas de algunos responsables primeros: soltaron unos perros de la guerra que ya no hay quien sepa atar. Legiones de maestros sin más conocimientos que los de cumplimentar la burocracia administrativa de la institución educativa se oponen una y otra vez con su práctica diaria en las aulas a la recuperación de los contenidos.

Y, al final, la institución educativa es lo que sus maestros.

Capítulo 23

La restauración de la confianza

¿Sirve lo visto a propósito de la institución educativa como modelo para un estudio amplio sobre la realidad del cumplimiento del principio de confianza en todos los ámbitos? Nos importa especialmente el principio de confianza en su relación con las instituciones fundamentales de la democracia, que es probablemente, de todas sus posibles expresiones, aquella que no tiene disciplinas o profesionales que le den su dedicación (así como los problemas de confianza entre personas tienen vigilantes a los psicólogos, por ejemplo), salvo, quizá, en la Filosofía Política. En otros ámbitos y en otros niveles pudiera ser útil lo que hemos visto, pero todavía es pronto para que podamos afirmarlo.

Desde luego en la relación de los ciudadanos con las instituciones fundamentales de la sociedad parece que, en nuestro recorrido por la institución educativa, hemos encontrado nociones que probablemente son comunes, y no exclusivas de la función educativa.

Es difícil imaginar que en cualquier otra institución el principio de confianza pueda llegar a incumplirse de modo tan completo como hemos encontrado que se incumple en la institución educativa; pero en todo caso parece claro que atenerse a una cierta sistemática de examinar la adecuación, la lealtad y la precisión de esa confianza no es un comienzo errado, y atenerse a una reducción a los mínimos racionales de cada una de ellas no está mal para reconstruir esa confianza.

Esto puede sonar «frío», «deshumanizado», como suele decirse: es queja habitual, por ejemplo, en la actual institución educativa en cuanto un programa parcial se atiene a lo racional. Bien, es que las relaciones del ciudadano con las instituciones democráticas fundamentales tienen que ser, en efecto, «frías». No se sabe muy bien qué pueden hacer las emociones ahí, salvo emponzoñarlo todo, o torcerlo hacia fines particulares, alejando la acción institucional de su carácter público o colectivo. ¿Descarta esto que las relaciones personales con el médico o el maestro sean cordiales? En absoluto; pero esas son relaciones personales, no institucionales o funcionales.

Es posible que una noción útil que podamos extraer de este recorrido por la función educativa sea, también, la conveniencia de descender a lo más elemental cuando hay que poner de manifiesto una disfunción. Quizá hay que armarse de paciencia y de disciplina, como hemos hecho y en próximos tiempos habrá que hacer todavía más al tratar la institución educativa: no hay que resistirse a explicar lo más elemental, a repetir lo más sabido, a descender a lo más fundamental. Si hay signos de problemas de cumplimiento del principio de confianza en las relaciones con una institución habrá que bucear hasta lo más profundo y elemental de las nociones de esa institución para localizarlos. Tampoco habrá que desdeñar el examen del comportamiento visible de las personas, que normalmente queda ignorado. Permanecer en la abstracción, en el modelo, en la estadística o en la ecuación, y negarse a descender a las puertas de los colegios, es con toda seguridad uno de los mayores errores cometidos por la reforma escolar que ahora hemos examinado. Es, siempre, un error al intentar comprender realidad social alguna relacionada con cualquier otra institución fundamental o no. Las personas construyen la sociedad, sí, pero esta caerá si comienza a trabajar contra las personas. Las personas son esos seres que temen por sus hijos, que sufren sus enfermedades, que no saben ayudarles en sus estudios o en sus diversiones. Son también los que tienen sed inmovilizados en su cama de hospital y no tienen personal a su alrededor para llevarles agua (o sí lo tienen), o llegan cansadas a casa después de demasiadas horas de trabajo, o se emocionan con el equipo de fútbol de su ciudad o quieren tomarse una paella con sus familias y sus amigos un día de fiesta, o necesitan confiar en alguien y en algo para sacar sus vidas adelante con dignidad. Estas cosas tan vulgares, de nivel teórico tan bajo, tan despreciables, tan poco académicas, tan poco significativas, son, en definitiva, lo único que nos importa. De no ser así, para qué escribir las anteriores páginas.