15 Mar El principio de solidaridad – 1
Rafael Rodríguez Tapia
Introducción
Abordar en el presente una reflexión sobre la solidaridad obliga a no perder de vista que este valor se ha convertido prácticamente en un tópico del discurso público muy del estilo de las expresiones merecido descanso, sol de justicia o la sonrisa de un niño. Algo tiene esa palabra, y desde luego algo tienen su significado y el origen de este, que examinaremos, que resultan especialmente manejables y agradables de pronunciar y de atribuir. Hasta el punto de que, no pareciendo suficiente atribuirla a personas o instituciones, se empezó hace ya tiempo a etiquetar con ella a todo tipo de sustantivos que nunca hubiéramos pensado que pudieran ser objeto de tal atribución. Casi todo lo que exija renuncia y sumisión de la ciudadanía a una iniciativa de alteración e incomodación de la vida urbana será adjetivado de solidario de tal modo que aceptar la incomodidad será un buen gesto, y no aceptarla estará sólo un paso por detrás de merecer la acusación de mal ciudadano, es decir, de insolidario. Es curioso que esa atribución comenzara a hacerse con tanta facilidad hace pocas décadas, porque eso de ser solidario es simplemente una cualidad moral, que en principio diríamos sólo predicable de personas. No resulta fácil decir de una silla que es amable, o egoísta, o generosa, o tolerante; pero pasa suavemente decir que se trata de una «silla solidaria», que no es más que un adjetivo de una condición moral igual que los otros, siempre que sucedan cosas alrededor de esa silla, o por debajo o por encima de ella, que en cierto sentido lo expliquen. Y así con las carreras de los autodenominados runners urbanos: carrera solidaria (vale también para ciclistas, motoristas y otras). Y comidas solidarias, y paellas solidarias, y no digamos tortillas solidarias y así hasta el infinito, siempre que esa ocupación de plaza pública con ruidos, músicas y humos hayan conseguido convencer a quien corresponda de que eso se hace para un buen fin, que es bueno si es un fin, por supuesto, solidario.
Esto no es mero folklore humorístico. Muestra con colores una de las principales características de la solidaridad impuesta en nuestra época, que en realidad viene directamente de tiempos pasados: la compensación o el sacrificio que se exige de una solidaridad para, erróneamente, proclamar que merece ser llamada tal. En su propio capítulo trataremos la noción.
Además, tal como se maneja en la actualidad, sólo en casos muy cualificados, y habiendo superado previamente exámenes rigurosos de calidad personal y sobre todo de conducta leal, se admite una solidaridad expresada mediante una acción de conducta individual: porque la solidaridad como valor político ha sido desviada hacia una modalidad de solidaridad institucional, que en este caso no quiere decir forzosamente ejercida o vehiculada a través de instituciones públicas, aunque las incluye, sino ejercida a través de un grupo o colectivo más o menos dotado de presencia pública o por lo menos publicitaria, y conocido como grupo de acciones solidarias. Tampoco les vale a algunos calificadores que una compañía circense, por ejemplo, entregue toda su recaudación de un día a un cierto fin de los que la solidaridad política considera legítimos, porque esa acción será considerada «caridad»; y no digamos ya si se trata de una sola persona que decide colaborar a título individual con un fin público, fuera y aparte de sus pagos de impuestos y de seguros e incluso de sus cotizaciones a otros grupos solidarios, porque los vigilantes de lo institucional se le echarán encima con todas las filosofías de la sospecha a conjeturar los oscuros motivos por los que ha realizado tal acción solidaria fuera de la supervisión de ellos. Ya se sabe que el asesino nocturno suele ser el más furioso penalista diurno.
Sucede que no hay demasiadas facilidades para separar con claridad ese antiguo, despreciado y rancio concepto de caridad del tenido por más moderno, progresista y actual de «solidaridad». Esta solidaridad actual sólo puede provenir de uno de dos posibles orígenes: el primero, desconocido por prácticamente todos, es la noción que alimenta y hierve bajo todo el famoso discurso de Tucídides en Las guerras del Peloponeso, y que funda el mismo ser de Atenas, e incluso justifica la existencia de Atenas solamente sobre la base de la asistencia que el Estado garantiza a viudas y huérfanos de los atenienses muertos en batalla. Y de eso todos los atenienses no dudaban, y por eso eran Estado. El segundo posible origen de las modernas «solidaridades» no es más que la hasta hace poco hegemónica, y luego avejentada, denostada y rancia «caridad cristiana», tal como se entiende no exactamente en los más elevados textos de moral cristiana sino por la población más o menos poco letrada en teologías, que reduce esa caridad a ese dar limosna y a ese «necesitar que haya pobres» para tener ocasión de ejercer ese buen acto que, luego, los solidaristas más institucionales utilizan como insulto contra aquel que ha decidido ejercer la solidaridad no institucionalizadamente.
Es claro que prácticamente todo aquello en lo que se manifiesta en la actualidad el valor de la solidaridad pública no es más que la reconversión de la veteranísima pero no tan vieja caridad cristiana ejercida con ese adjetivo y por personas y organizaciones que se dicen cristianas, y por otras que quizá no lo dicen tan abiertamente, pero que no dejan lugar a la duda acerca de su fondo, su impulso y hasta su pudor cristiano o post-cristiano.
Quizá el lado eclesiástico y post-eclesiástico merecería su propio estudio, que aquí no cabe, aunque va a ser inevitable mencionarlo en ocasiones, por la potencia y la ubicuidad que se descubre en cuanto se examina la solidaridad como valor democrático en la actualidad. Nunca se podrá negar el valor y el papel de las iglesias cristianas, sobre todo antes de Lutero, en la construcción de Europa (desde Lutero y durante dos o tres siglos pareció encaminarse a destruir lo construido, dividiendo Europa, cortando caminos, enfrentando pueblos, cerrando monasterios y quemando cosechas). Y nunca se podrá negar que gracias al impulso de la religión muchos millones de personas no sólo se sostuvieron anímicamente sino, que es a lo que vamos en estas páginas, obtuvieron comida o cobijo o cuidados sanitarios cuando nadie quería dárselos. Eso es solidaridad, es decir, beneficiencia. Y no se puede hablar contra ello más que desde supuestos algo frívolos si se conoce la realidad concreta del hambre, del frío y de la enfermedad desatendida. Otra cosa es que en las sociedades evolucionadas de finales del siglo XX y del siglo XXI ya se han consolidado otros caminos y otras concepciones de la vida política que exigen organizar esa atención a las necesidades de los ciudadanos de un modo más, precisamente, político, más sistemático, con independencia de circunstancias, ideologías, épocas o conveniencias: y a eso se ha dirigido la construcción de las modernas instituciones democráticas en las que se expresa el principio de solidaridad. Pero, ¿de verdad lo han conseguido? ¿Esa independencia es real, es verdadera esa lejanía de circunstancias concretas, se expresa y se ejerce igual esa solidaridad hacia todas las personas y colectivos que la necesitan?
(Continúa)