01 Oct El principio de solidaridad – 10
Rafael Rodríguez Tapia
(Cont. Capítulo 2: El objeto y el motivo de la solidaridad)
¿Es una carencia cuya compensación construye democracia la carencia de automóvil por una persona? ¿Y la de unos patines? ¿La de un microondas quizá más? ¿O la de un horno simple? ¿O mejor la carencia de un padre o de una madre? Son réplicas así las que se obtienen cuando se propone que, simplemente, se racionalice la acción solidaria y, más concretamente, que se jerarquicen los motivos de solidaridad.
Motivos frente a objetos: el objeto de la solidaridad es, repetimos, la persona con carencias o sufrimiento; a continuación, puede considerarse si también son o pueden ser agrupaciones de personas. Es habitual confundir el motivo con el objeto, y se suele decir que el objeto de la solidaridad es el lote de juguetes que se reparte entre niños de sectores marginales, pero es un error: los juguetes, y más concretamente la carencia de juguetes será, en ese caso, el motivo de la solidaridad.
El sujeto de la solidaridad es quien la ejerce: la persona que compra y regala esos juguetes, o la agrupación de personas que lo hace. O la que nos interesa especialmente: la sociedad en forma de Estado, que tiene en el hecho de ejercer esa solidaridad una enorme proporción de sus credenciales para ser considerada democrática. Pero ni todas sus credenciales democráticas están en la solidaridad ni, en ocasiones especiales, es necesario más que un mínimo de esta para que esa sociedad pueda ser considerada democrática: pero esta es, precisamente, una de las fronteras problemáticas de esta materia, si no la más problemática.
Los objetos de solidaridad deben ser jerarquizados, tal como hemos insinuado más arriba. Nadie podrá defender que se consideren necesidades equiparables la de una camioneta para el reparto de los productos del propio negocio y la de ropa de abrigo al acercarse las estaciones frías. Esto parece sencillo así planteado, pero en la práctica política las cosas se complican.
El desarrollo de las sociedades y los objetos de solidaridad
No es tan fácil como a primera vista parece establecer un orden en esa jerarquía de objetos, es decir, de necesidades o carencias, en las sociedades que son previamente democráticas y que, además, han alcanzado un grado de desarrollo económico que las hace sobresalir por encima de la calificación de países en desarrollo. En España (pero el caso no es tan diferente de la mayoría de los países de su entorno europeo, aunque la ilustración española siempre estuvo más a la vista) hace sólo cinco o seis décadas todavía había personas que caminaban sin zapatos, o con unas alpargatas muy rudimentarias, y que no sustituían su vestimenta quizá, como mucho, más que una o dos veces a lo largo de toda su vida adulta, y que dependían de las fuentes públicas para beber y probablemente de la beneficiencia conventual para conseguir una comida al día. A este respecto es necesario adelantarse a comentar ciertas nociones que suelen enturbiar las reflexiones sobre este asunto: muchos dirán que hoy en día esto sigue igualmente vivo, pero decir eso solo será signo de excesiva juventud y de desconocimiento -que no tienen, por supuesto por qué ir aparejados-; en la actualidad, principalmente como efecto de las emigraciones hacia la sociedad española -como al resto de las europeas- a causa de las guerras o las persecuciones en sus países de origen, han vuelto a aparecer grupos de poblaciones depauperadas similares en cierta medida a aquella pobreza autóctona de la prolongada posguerra española. Pero sólo en cierta medida, porque las poblaciones depauperadas actuales suelen serlo porque en su emigración lo han perdido todo, mientras que aquella pobreza española de hace 60 años era de gentes que no habían perdido, porque nunca habían tenido. Se mire como se mire, la pobreza del que nunca ha tenido es muy diferente de la pobreza del que ha perdido, porque el primero parece adaptado a ella, ha crecido con ella y sabe vivir con ella, mientras que el empobrecido a medio camino de su vida no sabe cómo hacer con sus carencias y se entrega inmediatamente a la petición de ayuda externa. Lo que nos importa en este momento es que puede que las sociedades opulentas y democráticas hayan vuelto a ver aquellas estampas de pobreza que hace cuatro o cinco generaciones era normal ver como el paisaje cotidiano, pero su significado, su origen, su causa y su desarrollo son muy diferentes. Y son muy diferentes también las medidas que hay que adoptar en uno y otro caso.
Si una sociedad experimenta verdaderamente un desarrollo económico real, será preocupación inmediata de todos ese famoso «no dejar a nadie atrás», de modo que habrá una permanente tarea de hacer ascender hacia sectores de la sociedad progresivamente autosuficientes en lo económico a aquellos que vienen de la insuficiencia y la carencia general. Las sociedades que crecen en lo económico pero en las cuales aumentan sus poblaciones depauperadas son, evidentemente, oligarquías elitistas, pero además, casi sin excepción, tiranías sin reforma posible. Hay muchos casos y muy visibles de esta segunda modalidad, por ejemplo en sociedades centro y suramericanas, que incluso han impuesto una revolución armada para derrotar a la anterior tiranía oligárquica, pero que al desarrollarse el nuevo poder revolucionario no ha adoptado medidas eficaces y reales contra la depauperación de su poblaciones, de modo que lo que se ha obtenido al final ha sido una reedición de la tiranía oligárquica, aunque con la retórica opuesta. El caso contrario, del cual es ejemplo notorio el caso español, consigue sacar a sus sectores depauperados de su situación y extender aquella noción a la que designaba el término «clase media»: no dejó de haber sectores marginales, no dejo de haber chabolariums, pero las proporciones de esa población eran, precisamente, marginales, en el conjunto de una sociedad que adoptaba a velocidad imprevista los niveles, el bienestar y los horizontes de esa llamada clase media.
(Continúa)