El principio de solidaridad – 11

Rafael Rodríguez Tapia

(Cont. Capítulo 2: El objeto y el motivo de la solidaridad)

Se percibe sin dificultad lo delicado de estos asuntos, que con un simple error de adverbio o de preposición llevan a deslizarse hacia la demagogia populista tanto de izquierda como de derecha. Hay que andar con pies de plomo al examinar y al diagnosticar el estado real de una persona o, mucho más, de un colectivo, en relación a la necesidad de ejercer con ellos acciones de solidaridad pública. Son conocidos de antiguo, y lo cierto es que muy reales, los casos de reclamantes de solidaridad por vivir en lo que el periodismo remilgado denomina «sectores de infraviviendas», es decir, en chabolas; chabolas que en algunos casos se extienden y se extienden y albergan patios y garajes y hasta huertos, pero todo con un aspecto exterior espantoso y ruinoso, muy del estereotipo, pero ante cuya puerta principal hay aparcados dos o tres o más automóviles de gama alta. Son incontables los casos documentados de situaciones engañosas de ese estilo, por ejemplo en el Madrid de los años sesenta. Entonces se pusieron en práctica múltiples planes de urbanización y construcción de viviendas, extendiendo la ciudad por esas zonas hasta el momento ocupadas por esos campos de chabolas y cosas similares. Equipos muy formales de arquitectos, aparejadores, notarios, abogados y otros recorrían esos barrios y se entrevistaban cara a cara, y uno a uno, con los ocupantes de esas infraviviendas, para ofrecer su realojo a viviendas públicas provisionales, y a menudo con la oferta de acceder a uno de los pisos de los nuevos bloques de viviendas que se iban a construir en ese lugar, es decir, ofreciendo solidaridad pública. Ha quedado constancia documental y en muchas ocasiones gráfica de los contrastes extremos con que esos equipos tenían que manejarse diariamente, entre el chabolista verdaderamente hundido en una miseria de la que no se atisbaba cómo salir a flote, y el chabolista o a menudo las familias chabolistas que ocupaban mil metros cuadrados o más de suelo con sucesivas estancias, electrodomésticos y servicios, apoyándose en todo lo cual a menudo esos chabolistas se negaban a ser realojados, porque pasar de mil metros cuadrados, aun compartidos por dos tres familias, a pisos de ochenta metros cuadrados no es algo en absoluto fácil.

Y la abundancia de casos como el anterior creo a su vez un estereotipo perfectamente contrario al ejercicio de la solidaridad, sospechosos tantos otros casos, a menudo injustamente, de tratarse también de «solidaridades inmerecidas», ofrecidas sólo sobre la base de una apariencia quizá incluso deliberada de necesidad, cuando se había puesto a la luz que las necesidades de los objetos de solidaridad estaban bien cubiertas.

Las consecuencias de los fraudes de valor, como podemos ver cuando estudiamos el principio de confianza o el principio de tolerancia, a menudo son devastadoras, porque traen a su estela una enseñanza que perdura, y que casi nunca es correcta: la de que todos mienten cuando reclaman para sí el beneficio de que se les apliquen los valores democráticos; y la verdad es que los que mienten son muy pocos.

Otra cuestión es que, en el aspecto que tratamos en este momento, sucede que hay personas que se reclaman como objeto de solidaridad y que según las medidas habituales no deberían serlo, pero ellas no lo saben.

Existe cierta tendencia en personas, y quizá más en cierto tipo de agrupaciones de personas, que lleva a concentrarse en el estado todavía no plenamente satisfactorio en cuanto a ciertas variables en la propia vida, pero simultáneamente a ignorar el estado de esas variables en los demás. Esto da como resultado juicios de todo tipo, positivos y negativos, contradictorios, paradójicos, y todos equivocados. Además, sobre eso cae la capa de los prejuicios consolidados y como tales menos perceptibles por los sujetos, que en sus discursos suelen darles la vuelta. El caso estruendoso, y que de tan extenso aún no ha sido posible acabar con él, es el de los prejuicios a favor de los inmigrantes en las sociedades occidentales procedentes de sociedades islámicas en general del oriente próximo y en ocasiones del Magreb, a los que se les supone precariedad económica en origen, y de ahí su emigración hasta nosotros, y también precariedad vital aquí, y de ahí múltiples ayudas de los diferentes niveles políticos (y privados) que se les dan. Y casi es imposible de derribar este estereotipo, a pesar de las múltiples ocasiones en que se ha puesto a la luz que se trataba de estudiantes de familias clase media en sus países de origen, y que aquí estaban alojados en colegios mayores o en pisos con algunos amigos, mientras estudiaban a menudo ingenierías o materias similares. Pero eran «pobres inmigrantes de países islámicos» para gran parte del negocio de la solidaridad, y desde luego para políticos de esos niveles intermedios, desinformados o apenas informados por los titulares de sus diarios favoritos, esquemáticos y rutinarios.

Todo esto es parte del complejo universo del ejercicio de la solidaridad en las sociedades desarrolladas. Dos muestras de pérdida de enfoque y de distorsión de escalas, típicas de la culpable sociedad desarrollada, y, de un modo paralelo a lo que ya observamos al reflexionar sobre la tolerancia, de uso fraudulento, en un caso, y compasivo en el otro, del ejercicio de un valor, aquí el de la solidaridad, que probablemente necesite un correctivo para no desaparecer por completo en sus manifestaciones meramente formales y folklóricas, como a menudo da la impresión de que está sucediendo.

(Continúa)