El principio de solidaridad – 13

Rafael Rodríguez Tapia

(Cont. Capítulo 3: El horizonte de la solidaridad)

 

Se trata sin duda de una noción descuidada hasta el punto que su mención se convierte en extravagancia: democracia y solidaridad no son sinónimos. Pero tal como es frecuente oír en el ruido público actual, se diría que con ser solidarios ya se tiene todo hecho. Parece que se trata de ser solidarios con todo y con (casi) todos, permanentemente, sin descanso. Y que cuanto más se pueda decir que se es solidario, que una persona es solidaria, que lo es una organización, o un grupo, una empresa, toda la sociedad, casi ya no hay nada más que hacer porque eso es todo lo que hay que hacer. ¿Hacer para qué? Para que esta sociedad, o esa persona, o esas organizaciones, puedan ser llamadas democráticas.

Evidentemente, todo eso, que podría ser considerado mera puerilidad, no se queda en serlo, porque algunos han entendido muy bien su utilidad, y lo han transformado en herramienta para su beneficio. Y han conseguido a la postre introducirse hasta en el lugar en el que deberían habitar las convicciones políticas de cada persona, y sustituir estas por el automatismo casi de proverbio: «Hay que ser solidario». Y en cuanto alguno de estos beneficiados o propagandistas sin saberlo detectan o conocen (o yerran al apreciarlo) una «falta de solidaridad», inmediatamente proclaman o se proclama la inexistencia de democracia o su ponto fallecimiento (y en España, además, esto suele ir acompañado por la tradicional corte de tópicos sobre los defectos se diría que metafísicos de los españoles, etcétera). Así que estamos en una versión perfeccionada del tradicional error de la rebeldía juvenil, ese «no tenerlo todo es lo mismo que no tener nada», que desgraciadamente se ha impuesto prácticamente, en una subida de estatus increíble pero cierta, como idea política. Pero en el caso de la solidaridad se añade el componente maximalista: sí, hay que eliminar cualquier «defecto» de la solidaridad que se detecta, pero además hay que hacerlo inmediatamente y en cualquier caso y con cualquier sujeto. Y así se acaba cultivando uno de los principales problemas de las democracias avanzadas: la solidaridad con los enemigos de la democracia.

Todo esto es un problema de defecto de definición del horizonte de la solidaridad. Se podría formular así: Ser solidario, ¿para qué? Una vez más, como es frecuente y a menudo casi inevitable en el mundo de los valores, se cruzan los sentimientos personales y con ello la acción política deja de serlo para convertirse en conducta personal más presentable o menos presentable ante los sacerdotes que cualquiera haya elegido. ¿Para qué ser solidario? No repasaremos las posibles respuestas personales, y nos limitaremos a exponer la única respuesta política: ser solidarios para equilibrar las carencias entre los grupos y los ciudadanos, y que con ellos la democracia pueda consolidarse y sobrevivir.

A partir de aquí entran en juego, como ya hemos visto y seguiremos viendo en todo momento, las preferencias o las convicciones políticas de cada uno, que interpretará ese «equilibrar las carencias» como acciones a la baja, limando la mayor riqueza (cuidado: no sólo de dinero) de quien la tenga, o de muchos, o, muy al contrario, emprendiendo acciones para elevar la situación (en principio económica pero, cuidado, no solamente) de los más carentes, y entre un extremo y otro todas las variantes y proporciones de ambas ideas que se puedan concebir: limar pero sólo un poco a los más satisfechos y algo pero menos a los de las zonas intermedias y con lo obtenido favorecer a los más carentes, o limar sólo a los de las zonas medias, etcétera. Y eso es lo que en la actualidad define casi exclusivamente a los partidos políticos: su posición ante las opciones de la solidaridad y su horizonte (su «para qué») y su puesta en práctica.

Pero, como venimos viendo, por motivos quizá no tan complejos como se podría suponer, el valor de la solidaridad ha sufrido en las últimas décadas una especie de proceso parecido a lo que en las empresas y en la pedagogía se llama gamificación. Ahora lo de ser solidario es divertido y puede realizarse en un contexto lúdico, y así sucesivamente. De modo que el horizonte se pierde, porque la solidaridad parece que ha llegado a ser una actividad de socialización, o algo así como un pasacalles con banda y cabezudos que te sorprende al salir a la avenida y al que todo el mundo se suma automáticamente dando palmas y saltos.

Nunca podrá defenderse demasiado el valor de la diversión y de lo placentero y hasta de lo frívolo en la sociedad; por supuesto. Pero entre eso y reflexionar sobre los valores estructurales de la democracia hay una distancia. Todo puede, quizá, tener su versión intrascendente y, en efecto, lúdica; pero eso no debe confundirse con la idea de que la versión es el original, y, como consecuencia de esa confusión, abandonar ese original. Y esto es lo que a menudo sucede, y se diría que a veces parece a punto de imponerse por completo, en el universo de la solidaridad como valor de la democracia: su adopción para juegos y fiestas parece haberse comido todo el terreno, y casi no hay lugar para la reflexión, y menos para la discusión pública racional y argumentada, sobre la muy necesaria y calculable solidaridad democrática. Hasta el punto de que se han creado mecanismos de control y castigo, a veces inmediato, sobre aquel que propone esa reflexión, tildándolo de «antisolidario». Porque hay conciencia de que, como decimos, es obligatorio «ser solidario» de modo automático, es decir, irreflexivo, con aquel o aquello que alguien, y todavía no se sabe muy bien quién, ha decretado que se debe serlo esa temporada. Porque además va por modas.

(Continúa)