01 Dic El principio de solidaridad – 14
Rafael Rodríguez Tapia
(Cont. Capítulo 3: El horizonte de la solidaridad)
Todo lo anterior será comentado más adelante. En este momento, y tratando del horizonte de la solidaridad, eso que hemos comprimido en la pregunta de la finalidad de la solidaridad, no debemos apartar la mirada de la intención manifestada por muchos de conseguir una democracia sin carencias colectivas ni individuales. Y eso sería la aspiración de la acción solidaria.
Y es un error.
Como venimos diciendo, se diría que en el primer tercio del siglo XXI se ha impuesto esa noción pueril y maximalista que equipara el no tener algo con no tener nada. Es imposible no recordar las caracterizaciones cómicas de los niños mimados que quieren tener un scalextric con todas las vías posibles y todos los modelos posibles de coches, con todos los peraltes y puentes que se han fabricado, y que, si no tiene todo y sólo tiene un buen scalextric básico, al que en lo sucesivo podrá ir añadiendo piezas, protesta, llora, reniega de todo y tira el juguete por la ventana. En otro momento habrá que estudiar los mecanismos por los cuales esta idea, o mejor esta propaganda, se ha logrado imponer hasta el punto en que se ha impuesto. No estará, por supuesto, lo que se encuentre, falto de relación con las políticas populistas que afloraron en esta misma época proponiéndose como alternativas sanitarias frente a los partidismos consolidados en las últimas décadas; y, por lo que respecta a la confusión todo/nada, más los populismos de izquierdas que de derechas. Y de todo ello, de momento, lo que nos interesa es que alguien extrajo alguna vez en algún mentidero la feliz estrategia dialéctica de esa identificación y de achacar al valor de la solidaridad, y principalmente a la práctica de este valor, la tarea de conseguir por fin que las que se llamaban democracias lo fueran de verdad.
Hay que mirar con atención la propuesta y su trastienda, y pronto se distinguirá sin dificultad que se basa en una idea indefendiblemente estática tanto de la democracia como de la solidaridad. Se diría que si se llevan a cabo las adecuadas acciones de solidaridad, la desigualdad desaparecerá de nuestras sociedades, que sólo entonces podrán llamarse legítimamente democracias.
Ese es el horizonte opuesto al que habría que dirigirse. En primer lugar, porque eliminar la dinámica de la realidad política es una ilusión, de nuevo, infantil. En segundo lugar, porque la ausencia de desigualdades no es parte de la definición de democracia, y está muy lejos de tenerse comprobado que sea aquello a lo que tiende la solidaridad política.
Suponer que habrá unas condiciones, y en especial, por lo que respecta a la solidaridad, un ejercicio de la solidaridad, que, bien ejercido, llegará a su plena satisfacción y llegará también a comunicar esa plenitud a la sociedad en su conjunto, haciéndola legítimamente calificable de democrática, es ignorar la continua evolución de las cosas; alguien lo llamará cambio, otro lo llamará dinámica, o movimiento, o de muchas otras formas, según cada autor; pero cualquier observador no tendrá más remedio que aceptar, y que incluir en sus reflexiones, la noción ineludible del cambio permanente de las sociedades. No existe ni ha existido nunca una sociedad, en la historia conocida, que, a pesar de quien pudiera proclamarlo en su momento, haya llegado a ser definitivamente todo y lo más que pudiera ser, y así se haya petrificado, o congelado, o mantenido igual «para siempre». Y si en algunas ocasiones lo ha parecido, ha sido sólo en sus aspectos más superficiales y, como siempre se ha comprobado a continuación, en definitiva efímeros, porque sin excepción han acabado desapareciendo. De todos modos, la discusión sobre el estatismo posible de las sociedades es probablemente algo muy primario y hasta arcaico, y además inútil: porque quienes en principio más abogan por la dialéctica, son luego quienes con más convicción afirman que se llegará a un estado algo así como de «perfección» social, una especie de estado final, definitivo y definitivamente bueno. Y con contradicciones así no se puede establecer discusión alguna de la que salga luz alguna. Al otro lado, los que afirman, algo geológicos, que su sociedad ya es perfecta y no hay que modificar nada en ella, como ha estado haciendo alguna sociedad nórdica hasta hace poco, son agentes nulos y autocancelados para la discusión, evidentemente.
En segundo lugar, está muy lejos de ser aceptable que el objetivo de la solidaridad como valor democrático es la muerte de las desigualdades. Habría que aceptar que es deseable que no haya desigualdades, y además habría que aceptar que es posible que no las haya; y ambas afirmaciones no pueden sostenerse con un mínimo de sentido común. Más bien da la impresión de que la sociedad democrática lo que necesita es que no haya desigualdades que produzcan carencias básicas de supervivencia o de ejercicio de derechos fundamentales, que es muy otra noción. Y que en general se ve, aunque algunos no lo ven, que no implica esa propagandista y populista igualdad neta.
Pero, por encima de todo, ¿es que la sociedad democrática necesita esa igualdad neta entre todos sus individuos y sus grupos? ¿No será más bien que, siempre que no haya carencias fundamentales, lo que mantiene viva y en marcha a la sociedad democrática es precisamente las diferencias entre sus individuos y sus grupos? Lo trataremos en otra ocasión; aquí nos interesa que no podemos aceptar como horizonte de la solidaridad democrática esa por algunos pretendida igualdad de todos en todo lo que puede constituir desigualdad, y en cambio sí, como horizonte de la solidaridad, la reparación de carencias fundamentales.
Pero no es que la democracia no lo sea cuando aún alberga en sí individuos o grupos todavía con carencias de supervivencia o de derechos: es que es precisamente la democracia avanzada la que más y mejor que cualquier otro régimen político ha diseñado y pone en práctica los mecanismos necesarios para paliar o reparar esas carencias. Una democracia lo es por otros conceptos, y no porque albergue o no albergue en sí individuos o grupos con carencias.
(Continúa)