15 Dic El principio de solidaridad – 15
Rafael Rodríguez Tapia
(Cont. Capítulo 3: El horizonte de la solidaridad)
Es posible que lo más adecuado sea eliminar la palabra «igualdad» de las discusiones y de las propuestas públicas sobre el ejercicio de la solidaridad, porque sólo trae equívocos, o en ocasiones más bien beneficios para algunos de los grupos y los individuos que se han colocado como en órbita geoestacionaria alrededor de ese campo gravitatorio y no se mueven ni se van a mover de su posición. Pensemos en lo que haría la presencia y la insistencia del término «igualdad» en las reflexiones y en las propuestas sobre, por ejemplo, la tolerancia: ¿todos tendrían que ser igualmente objetos de tolerancia? ¿Los enemigos de la democracia también, o los asesinos? Si a alguien le parece una exageración esta referencia, piense en las consecuencias de predicar una «igualdad» completa mediante la solidaridad con los terroristas o los violadores.
Pero parece que esta lucha en particular está condenada por completo a la inutilidad. Son varios siglos ya de definir cierto campo de la lucha política sobre la base de esa «igualdad», y no tanto de una sólida discusión sobre el concepto y su aplicación, sino solamente sobre el abuso del término al que, a base de traer y llevar sin límite, se le ha hecho prácticamente perder su significado político. Y este es el problema: el término político se usa defectuosamente en el habla coloquial y doméstica, se erosiona y modifica su significado, y vuelve a la política pero no significando ahora lo que significaba antes, sino aminorado en su semántica y a menudo no sólo reducido sino también desplazado hacia otros campos que no le eran propios, o que a la democracia avanzada no le interesa manejar para su consolidación.
La solidaridad, identificada a menudo y con toda grosería con esa «igualdad», sufre exactamente ese proceso. Y no es trivial el suceso, porque una de sus consecuencias habituales es que desvía la verdadera solidaridad de quien la necesita hacia quien se vale de ella como un privilegio, como un abuso o como un robo. Y ello, en definitiva, porque tras sufrir esas digamos peripecias conceptuales, la solidaridad se ve despojada de su carácter político y se bifurca en dos direcciones que apuntan a sendos horizontes muy lejanos al horizonte democrático: primero, el beneficio propio de individuos o grupos; segundo, el proyecto antidemocrático de individuos o de grupos.
Cuando, en realidad, no era tan difícil mantener el valor y el ejercicio de la solidaridad orientado a ese horizonte que es el que demanda la sociedad democrática avanzada: la compensación y la eliminación de carencias básicas para la vida y para la convivencia y para la participación democrática en personas y grupos. Esa «igualdad» restringida a la satisfacción de carencias básicas es toda la «igualdad» que la sociedad democrática demanda al ejercicio del valor de la solidaridad. Si las cosas y la historia de las luchas políticas hubiera ido de otro modo, podría pensarse que a algunos les hubiera dado por proponer que el horizonte de la solidaridad es una cosa llamada «libertad»; y que, en lugar de atiborrar a sus sujetos de solidaridad de «bienes solidarios» para lograr esa igualdad económica, se dedicara exclusivamente a eliminar de cada persona o de cada grupo los obstáculos, grandes o pequeños, que le impedirían un ejercicio «pleno» de eso a lo que se estaría llamando «libertad». Una solidaridad para la libertad, en lugar de una solidaridad para la igualdad. Y quizá es visible que eso no arreglaría demasiados problemas, sino que los crearía, entre otras cosas porque eso de «pleno» necesita definición precisa y amplia, como mínimo, y por supuesto acordada entre todos.
Las carencias básicas para la vida, para la convivencia, y para el ejercicio democrático son el horizonte que en sus reflexiones, sus propuestas y su ejercicio tendría que tener la solidaridad como valor político si lo que se persigue es la consolidación y la vitalidad de la sociedad democrática. Y eso no sólo no simplifica la cuestión, sino que nos empuja a recorrer un territorio más complicado del que se podría prever. ¿Cómo definimos esos objetivos? Es decir: ¿por debajo de qué línea de carencias no es posible la vida (esto parece más fácil de dibujar), no es posible la convivencia (esto se ha complicado súbitamente de un modo inesperado) y no es posible el ejercicio y la participación en la vida democrática (esto es definitivamente problemático)?
Probablemente no hace falta tener las respuestas completas a estas preguntas para, por lo menos, comenzar a reflexionar sobre el concepto y a planificar el ejercicio de la solidaridad. Pero, sin duda, si se necesita tener, como mínimo, un esquema general o una vista de conjunto para no cometer de entrada los errores que se han generalizado tanto en la comunicación pública y el ruido atronador y continuo que la rodea como en el ejercicio más concreto y la realidad tangible de las acciones de solidaridad..
(Continúa)