01 Ene El principio de solidaridad – 16
Rafael Rodríguez Tapia
Capítulo 4
Supervivencia, convivencia, democracia
Que cada uno haga con sus impulsos personales de solidaridad o compasión lo que desee; sus emociones o sus creencias pueden dictarle lo que consienta que le dicten, y las obedecerá como mejor le convenga; pero nada de todo eso tendrá mucho que ver con la acción política de la solidaridad, que tiene relación más bien con las condiciones generales, y a ser posible universales, antes que con las circunstancias individuales tanto del sujeto como del objeto de la solidaridad. Al final, puede que, en ocasiones, nos encontremos con acciones que se complementan, la individual y la política; pero eso no nos debe hacer olvidar que a menudo se contradicen, y que muchas acciones individuales o privadas de solidaridad van en contra de la dirección que favorecería la salud y la consolidación de la sociedad democrática. Puede que más adelante sea conveniente hacer una relación, aunque sea parcial, de estas contradicciones. No toda solidaridad es democrática.
Desde el punto de vista de lo colectivo, público y político, coincida o no con lo que expresan y afirman de sí los individuos o los grupos que emprenden acciones solidarias, el primero de los puntos que nos encaminan hacia el horizonte es el de la supervivencia. Pero hablando de política y en política esto no es tan sencillo ni tan natural como parece a primera vista.
¿Supervivencia de qué? ¿Del individuo, de ese individuo concreto, o de la sociedad? Estamos afirmando repetidamente que toda esta reflexión se encamina a localizar las mejores condiciones del ejercicio de los valores, y ahora en particular del valor de la solidaridad, para la consolidación de la sociedad democrática; y de ello podría deducirse que ponemos por delante la supervivencia del grupo, y que la del individuo nos interesa menos. Pero eso sería un error. Esa elección, de la que tenemos tantos testimonios históricos no sólo lejanos sino muy recientes, y plurales, y en todos los colores y bandos de la política y la parapolítica, no ha dejado de ser en ningún caso pura demagogia al servicio de los intereses de individuos o grupos, pero nunca para beneficio, salud o consolidación de una sociedad democrática. El más que clásico sacrificar al individuo para que sobreviva el colectivo ha sido por fin relegado, en el mundo del rigor intelectual, al vertedero. Es complejísimo el conjunto de variables de las vidas de los individuos y de las sociedades, y es posible encontrarse en situaciones que exijan ese «heroísmo» o ese «sacrificio». Pero todas las retóricas lo han glosado y hasta lo han exigido al súbdito o ciudadano en ocasiones, y sólo en muy pocas ha sido real la necesidad de ese heroísmo y en menos todavía ha sido verdadero el objetivo que se ha esgrimido para solicitarlo. En todo caso, corresponde a cada uno entregarse a ese camino de la autoinmolación, y no hay ni heroísmo ni entrega personal cuando todo eso es simple obediencia a poderes superiores con capacidad para ese extremo de coacción. Y más todavía cuando ese sacrificio es directamente llevado a cabo por ese poder, que aniquila a su voluntad vidas individuales cuya supervivencia, por los motivos que sea, no le conviene.
Lo cierto es que no encontramos, en nuestra reflexión, razón alguna que nos permita adherirnos a la causa colectivista en lo que se refiere a la elección entre buscar la supervivencia de un individuo o la del colectivo; supervivencia, la del individuo, que se supone opuesta y contradictoria a la supervivencia de una comunidad o una sociedad, de modo que tenemos que comenzar por lo que nos parece inevitable, ineludible y además necesario: la solidaridad, como valor político democrático, tiene que buscar en primer lugar que a ningún individuo le sea imposible la supervivencia en condiciones físicas, mentales y sociales dignas y suficientes. No es que sea demasiado complicado entenderlo, pero es necesario expresarlo con toda claridad en el actual momento del mundo, en el que el fin de los grandes proyectos políticos del siglo XX, el desconcierto de las estructuras democráticas, la deplorable picardía de algunos que se presentan como nuevos proyectos aprovechando ese desconcierto y, en suma, el ruido público generado con todo ello, hacen que rara vez se pronuncien y se oigan en alto nociones fundamentales de nuestra sociedad, si no es para, precisamente, enturbiarlas, contaminarlas a menudo con sus contrarias, y en definitiva impedir su ejercicio leal y constructivo.
La solidaridad debe mirar, en primer lugar, a la posibilidad de supervivencia de cada ciudadano, se entiende que dentro de los parámetros de sentido común que a menudo es necesario reclamar para estas discusiones. Esa picardía de grupos rapaces en el desconcierto ha conseguido que en la actualidad se extiendan nociones perfectamente desdibujadas y muy útiles para que ese desconcierto colectivo siga vivo, y principalmente las relacionadas con derechos y supuestos derechos, tratadas sin el más mínimo rigor. Derecho a la supervivencia garantizado por las sociedades democráticas no implica inmortalidad. La democracia no cuenta entre sus obligaciones la de vencer a la muerte que se presenta en condiciones clínicas insuperables, como en ocasiones se ha visto en los medios de comunicación que algunos han llegado a esgrimir como justificación de su indignación ante la muerte de alguien cercano: exigimos dimisiones, los poderes públicos tenían que habernos garantizado la curación del abuelo en este hospital público (y no hará falta mencionar que se trata de un pobre abuelo que había llegado al final de sus posibilidades vitales, por supuesto). Esto no es baladí: fijar las fronteras más allá de las cuales no es exigible la acción pública no es un asunto ni mucho menos sencillo; probablemente se trata de una de esas cuestiones que nunca terminarán de estar fijadas, porque los criterios evolucionan, y de qué modo, con los tiempos; y evolucionan con las posibilidades de la ciencia y de la técnica médica, y por supuesto también con la ética consensuada públicamente, de modo a veces tácito, o a veces más explícito. Quizá es claro que siempre se podrá exigir a la solidaridad pública, por ejemplo, la administración de cuidados paliativos para un individuo en estado terminal; pero aun en ese estado algunos exigen para ese individuo más y más esfuerzo curativo, cuando la ciencia dice que todavía no ha llegado hasta ahí; y esos individuos reclaman su derecho a no creer en la ciencia y a sospechar de malas prácticas o de turbios intereses como autores del final de la vida de ese individuo. Al mismo tiempo, sin embargo, hay grupos de opinión y corrientes ideológicas, como es sabido, que afirman que ni siquiera cuidados paliativos está obligada la solidaridad pública a administrar. Que tanto la supervivencia como el bienestar de cada uno es responsabilidad exclusiva de cada uno, etcétera. Por si no fuera poco lo anterior como signo de lo extremadamente compleja que es esta cuestión.
Pero nosotros estamos reflexionando sobre los valores fundamentales de una sociedad que quiere ser democrática avanzada tal como en tiempos recientes ha terminado de consolidarse esa noción; y esas corrientes que propugnan esa especie de anarquismo individualista del egoísmo esquemáticamente hobbesiano no tienen mucho que ver con la consolidación de las democracias, sino más bien con su destrucción, de modo que aquí no entrarán más que mencionados.
(Continúa)