El principio de solidaridad – 17

Rafael Rodríguez Tapia

(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)

Pero en el estado actual del debate público, enturbiado por grupos y por discursos que no parecen tener cualificación para interferir en él, pero que prácticamente se han hecho con el control del discurso, da la impresión de que hay que comenzar aclarando lo siguiente: una sociedad sigue siendo democrática aunque no garantice la inmortalidad de sus ciudadanos. Junto con este descargo de responsabilidad de la democracia, se diría que esos grupos y esos discursos populistas necesitarían que se les aclarara muchos otros particulares de ese tipo, y la cuestión no es frívola, porque la problemática mal analizada y peor enfocada, por parte de esos grupos, de algunos de los derechos básicos como el de la supervivencia, se ha consolidado ya como uno de los factores más destructivos precisamente de la sociedad democrática. En cuanto al horizonte de la supervivencia como uno de los objetivos de la solidaridad política, esto se expresa en situaciones como las recién dibujadas, que lo cierto es que no son sino el caso particular, en este contexto, de lo que es la errónea actitud general de esos discursos: si no tengo todo, entonces no tengo nada, una vez más. De modo que no hay que exigir todo, sino mucho más allá de ese todo: no sólo supervivencia contra viento y marea, sino hasta algo muy parecido a la inmortalidad. Porque en cuanto se produzca una muerte, por ejemplo en ese hospital público, gritaremos dando a conocer ese caso como vulneración de un derecho. O, como mínimo, como un fallo de la práctica de la solidaridad.

Esos grupos o esos discursos no merecerían más espacio en estas páginas si no fuera, paradójicamente, porque su acción se dirige en enorme proporción a la práctica, se diría que obsesiva, del valor de la solidaridad. Pero a la práctica destructiva, errónea y antidemocrática de la solidaridad.

Una de las tareas que habría que afrontar con nuevos enfoques (porque se lleva años intentándolo, pero no se ve que haya resultados) es la de educar suficientemente a los ciudadanos en este asunto de la solidaridad para la supervivencia o, mejor, en el de los límites de los derechos. Las facultades de Derecho hacen lo que pueden, las que lo hacen, porque en primera instancia es un asunto, digamos, más de técnica jurídica. Pero eso, naturalmente, no llega al conjunto de la ciudadanía, que en realidad y por no prolongar el diagnóstico puede decirse que está hecha un lío al respecto. Los límites de los derechos es todo un tema que justificaría por sí solo una biblioteca entera de reflexiones que evidentemente no cabe aquí; baste de momento con afirmar la necesidad de esa noción de límites, por más elemental que parezca. Porque de darla por obvia, lo que se ha conseguido es que en la práctica real y social las personas reclamen ilimitación de sus derechos: es lo que sucede cuando alguien habla a gritos en un restaurante, y sus víctimas cercanas le piden que baje un poco el volumen, y él se ratifica en los gritos «porque tengo derecho a hablar como quiera y si te molesta, vete a otro restaurante». O lo que presenciamos cuando alguien se cree con derecho a alquilar una vivienda y luego no pagar ese alquiler pero permanecer en ella porque, ¡hasta la Constitución lo afirma!, él tiene «derecho a una vivienda digna». Los casos son claros y casi ubicuos. En lo que nos importa aquí, la solidaridad siempre está gravitando, y sus sujetos lo proclaman incansablemente, alrededor del sol de los derechos que a menudo llaman «inalienables». La rotundidad con la que se suelen confeccionar esos discursos que parecen querer siempre ser indignados fuerza, quizá, a usar cierta brocha gorda, y acaba siendo igualmente «inalienable» el derecho a recibir solidaridad, lo que casi suele traducirse inmediatamente por la simétrica obligación de proporcionársela que tendrían los administradores públicos (a menudo en los discursos añaden también esa obligación como adjudicable a las personas privadas).

Todo ello constituye un panorama que se acerca a lo intratable por caótico. Así que probablemente conviene ser muy elemental en las primeras reflexiones.

La solidaridad de una sociedad democrática avanzada incluye ciertos extremos relacionados con la solidaridad para la supervivencia de los individuos; pero si esta solidaridad no llega a ser definitiva o institucional o indiscutible, la sociedad no deja de ser democrática. Dicho de otro modo: puede haber, y probablemente hay, sociedades perfectamente democráticas sin que el ejercicio de la solidaridad sea uno de sus elementos constituyentes. Las mentalidades democráticas (y por cierto las no democráticas) europeas empiezan en este instante a sentir un chirrido. Porque, como es sabido, la democracia «avanzada» europea ha incluido esa solidaridad en sus cimientos. Pero no olvide el europeo de hoy que a finales del primer cuarto del siglo XXI hay algunas de esas sociedades democráticas arquetípicas que están retirando, por ejemplo, los servicios públicos de salud (Países Bajos, por ejemplo), o planteándose reducir a mínimos las prestaciones y elevar a máximos las condiciones de las pensiones de jubilación (casi todos), y así sucesivamente. Esto nos obliga a considerar una noción quizá incómoda para nosotros los europeos, pero ineludible: la de la posibilidad de concentrar todo el ejercicio de la solidaridad democrática no en la supervivencia de los objetos de solidaridad, sino en horizontes posteriores como la convivencia. Y la supervivencia quedaría, pues, en manos de la fortuna personal, del azar, o quizá de la solidaridad privada.

La situación, ahora mismo, está muy lejos de poder ser resuelta. Todo está confundido por la confusión previa de nociones, para expresar la cual hay que descender a lo esquemático prácticamente pueril (pero no lo es): que la democracia necesite evidentemente de ciudadanos vivos no obliga a la democracia (a la sociedad o al Estado) a proporcionar comida diariamente y en cantidad suficiente a esos ciudadanos. Parece que con algo tan (aparentemente) pueril como esa afirmación puede abrirse un cierto camino. Tenemos que suponer que hay acuerdo general acerca de esa afirmación, aunque conocemos bien que hay personas y hasta grupos políticos que no pueden despegarse de sus ensoñaciones (estas sí, pueriles) de un mundo edénico al estilo de algunas fantasías cinematográficas en las que las frutas se desprenden directamente de los árboles hacia las bocas de las personas; pero, como siempre, en esta sociedad compleja y en este ruido polimorfo, hay unos límites que tenemos que desatender, porque en cualquier materia de este universo hay lugar para cualquier dislate. En el mundo de la reflexión razonable, la sociedad NO está obligada a proporcionar comida diariamente a todos los ciudadanos; ni siquiera la sociedad democrática para ser democrática. Y al hacer referencia a la comida estamos haciendo referencia a esa supervivencia de la que venimos hablando: alimento, asistencia sanitaria, condiciones higiénicas públicas suficientes. ¿Cuál es la solidaridad democrática irreductible, dónde se sitúa su acción y su horizonte en cuanto a la supervivencia de los individuos? Probablemente esta es la pregunta equivocada, porque es la que da lugar a todos los embrollos que estamos padeciendo. Podría no serlo.

(Continúa)