El principio de solidaridad – 18

Rafael Rodríguez Tapia

 

(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)

Esa pregunta sería quizá la adecuada pero solamente en un mundo ideal de racionalización colectiva y permanente. Suponemos que eso descartaría la existencia de los populismos idiotas e intransigentes de salón, de esos que en cuanto tocan poder se desinflan en el aburrimiento de la realidad y sus múltiples problemas ignorados desde el mundo poético o académico. Es posible que una pregunta más cercana a lo constructivo sea «¿Cuál es la necesaria solidaridad para la supervivencia para una sociedad democrática?» El observador suspicaz y emotivista habrá notado que acabamos de dejar de lado rotundamente las necesidades de cada persona individual, que en este contexto son puramente afectivas y de alimento de la autoestima o, más frecuentemente, de compensación de culpa. Nada de eso nos interesa ni le interesa a la consolidación democrática.

Y en este punto, como hemos anunciado en diferentes momentos de esta y de anteriores reflexiones, es donde nos situamos en una intersección de valores, y muy especialmente de este valor de la solidaridad que tenemos ahora entre manos, con el que ya tratamos en su momento de la confianza. Porque es posible que, en la sociedad democrática en particular que estemos estudiando, la ciencia médica (y otras disciplinas, como antes hemos señalado, relacionadas con la supervivencia) no esté suficientemente avanzada, o incluso que lo esté como en la que más, pero que, en todo caso, todavía no sea capaz de prolongar la vida con ciertas patologías o, si nos ponemos en el acorde maximalista, de evitar la muerte; pero eso no califica en modo alguno a la democracia de esa sociedad; como mucho, calificaría a sus enseñanzas médicas, por ejemplo. Lo que sí se acerca o afecta de lleno al carácter más o menos democrático de esa sociedad es que los profesionales a los que se ha acordado titular como tales para el ejercicio de la medicina merezcan tal titulación; y que, a continuación, hayan puesto en acción los conocimientos y el oficio adquiridos para ejercer de agentes de la solidaridad para la supervivencia de esa sociedad sobre el individuo que en ese momento lo necesite; y que aunque al final fracase, o simplemente no consiga, porque así es el estado de la medicina, que ese individuo sobreviva, en todo caso todos confiemos sin problemas ni desviaciones en que ese profesional como agente de la ciencia y la práctica médicas de la sociedad democrática ha hecho todo lo que ha estado en su mano. Cómo se da esa confianza adecuada, cómo se construye y cómo se mantiene, es algo muy complejo que ya hemos tratado en su momento. Ahora debemos dar eso por entendido y, ciñéndonos a la solidaridad y eso que se podría considerar sus «límites» o más bien su «límite inferior», nos encontramos con que, siendo democrática la sociedad, es condición de esta que los profesionales, por un lado, y los trabajadores públicos, por otro, sean objeto de cierta modalidad de confianza pública. Recordemos que si cunden otras formas de confianza como la carismática, u otras irracionales, eso sí que descalifica a esa sociedad como democrática. Y de la aparición frecuente de casos de entrega de confianza carismática a un dirigente que según todos los criterios racionales no vale en absoluto para el cargo sí que podemos extraer serenamente la convicción de que se trata de un defecto o un comienzo de patología de esa sociedad que la aleja de la calidad democrática. Pero si estamos hablando de sociedades democráticas, esa confianza pública se supone que es adecuada, y todos reconocemos, por más que en lo personal sea costoso, que, en cuanto al ejercicio de sus funciones, el personal que ha procurado la supervivencia de nuestro cercano aun sin conseguirla, lo ha procurado dignamente y como buen representante del ejercicio democrático de la solidaridad política. Esto suele ser criticado como una desviación de la reflexión hacia zonas lejanas de la reflexión sobre la solidaridad; pero no lo es porque, insistimos, es una observación que se sitúa en la zona de intersección de, efectivamente, la confianza, con el valor que aquí tratamos de la solidaridad. Parece en ocasiones que se necesita una expresión rotunda. Ya hemos dicho que exigir una especie ideal de solidaridad que no es posible materialmente es destructivo y propio de los proyectos antidemocráticos; entonces, dónde situamos el suelo de mínimos. Parece que no es inadecuado aceptar la relación de unos valores con otros, y aceptar que los límites de la solidaridad por lo que se refiere a la supervivencia se sitúan allí donde la confianza política democrática es vigente y adecuada.

Es claro que en la sociedad del ruido en que se ha convertido más bien recientemente nuestro medio público siempre habrá protestas y clamores contra cualquier suceso, opinión o decisión que cualquiera, privada o públicamente, haya padecido o mostrado. Esto nos obliga a calibrar de nuevos modos y con nuevas técnicas la hasta hace poco llamada «opinión pública» y hoy, de tan disuelta en el océano de opiniones y exabruptos, casi carente hasta de nombre. Y carente, además, de poder, contra lo que puede parecer. Quién sabe si como fruto de siglos de silencio ahora compensándose o quizá por otra causa no menos novelera, a la población de las sociedades democráticas le ha dado por ponerse a gritar acerca de todo y especialmente de lo que no está cualificada para opinar, y más aún si es en contra de la democracia de la que disfruta bien proponiendo valores que son contrarios a esta, bien expresando que esa en la que vive no es tal democracia. Y el valor de la confianza y sus expresiones, así como el valor de la solidaridad y sus acciones, no se libran, por supuesto, de ello. De modo que casi con toda seguridad no habrá un solo caso de ejercicio impecable de la solidaridad democrática adecuada, que además puede gozar sin desviación alguna de la mejor modalidad de confianza profesional pública, que esté libre de denuestos y reproches y sospechas de que «han matado al abuelo porque no se han ocupado de él». No es difícil encontrar en ello que se trata de meras expresiones de desahogo emocional personal; lo grave es que es frecuente que haya grupos que se ponen a hacer y hasta consiguen «hacer política» con ello. Lo cual nos devuelve a esos extremos que apenas hemos mencionado más arriba con la referencia a la infinidad de grupos privados que dicen ejercer la solidaridad cuando, en realidad, no hacen más que usarla como simple negocio.

(Continúa)