El principio de solidaridad – 19

Rafael Rodríguez Tapia

(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)

El asunto más problemático es, con todo, si la solidaridad para la supervivencia es puramente un valor democrático, o si no lo es. Porque es visible que puede ser un valor apreciado y ejercido por políticas y por sociedades no democráticas. ¿El ejercicio de la solidaridad califica de democrática a una sociedad? Evidentemente, no. En la mente de todos están numerosos casos históricos del pasado lejano y hasta próximo en que se ha conocido un intenso ejercicio de este valor en sociedades autoritarias, en ambos extremos del espectro político del siglo XX. Una dictadura como la cubana, desde la revolución que encumbró a Fidel Castro, se reconoció durante muchos años por la excelencia de sus instalaciones y cuidados médicos para toda la población, e incluso para los que iban allí específicamente para disfrutar de ello; la misma dictadura franquista consolidó la seguridad social en su faceta sanitaria y se entregó a la construcción de grandes hospitales y centros médicos menores y creó y alimentó nuevas facultades universitarias de medicina, a lo que se unió una galaxia de instituciones, instalaciones y organizaciones de tipo muy acentuadamente religioso católico, dedicadas a una especie de sanidad paralela a la estatal, en ocasiones del más alto nivel hospitalario, y a menudo también en organizaciones de reparto de alimentos, distribución de leche y tareas parecidas. Ambas fueron y siguieron siendo, y la cubana lo es en la actualidad, dictaduras; pero muchas democracias, y algunas muy consolidadas y antiguas, no han llegado a ese nivel de solidaridad para la supervivencia (que, no hará falta decirlo, arrastra inevitablemente con su ejercicio el ejercicio de muchas otras solidaridades). Pero todo eso no es más que una versión casi en miniatura de las solidaridades sanitarias de la Unión Soviética y de China, bien que cada una con sus peculiaridades; y probablemente nadie en sus cabales se atreverá a incurrir en el dislate de calificar estas sociedades como democráticas. Guardaremos para otra ocasión la observación de que tamañas instituciones sanitarias en sociedades no democráticas han experimentado evoluciones bien diferentes entre sí y diferentes a las democráticas: la soviética, un deterioro imparable y prolongado a causa de lo mismo que ha producido ese deterioro en todo lo demás, que es el autoritarismo centralizado; la china, como se ha visto con toda claridad recientemente en todo el mundo, ha tenido que añadir la fuerza de la coacción y hasta de la represión militar y policial para poder poner en práctica las medidas que esa solidaridad a la china ha dictado contra el COVID, dando lugar, en muchas ocasiones, a resultados perfectamente opuestos a los que se supone que son los deseables en el ejercicio del valor de la solidaridad.

De modo que hay que evitar las simplificaciones populistas y no perder de vista que la solidaridad, y en particular la solidaridad para la supervivencia, puede ser ejercida en sociedades no democráticas, y que eso ni descalifica este valor como valor democrático, ni convierte a esas sociedades en democráticas.

Del mismo modo, es obligado plantearse si la ausencia del ejercicio de la solidaridad para la supervivencia es admisible en una sociedad democrática o convierte a esta en una sociedad no democrática; o si una democracia lo sigue siendo aun cuando no se encuentre en ella ejercicio de la solidaridad para la supervivencia que pueda ser considerado seriamente como tal. Esto hace pensar inmediatamente en Estados Unidos y algunas de las sociedades que se diría que le imitan, como Singapur y alguna otra, aunque la referencia es menos precisa de lo que a menudo se piensa. Porque Estados Unidos lleva décadas luchando por instituir o ampliar una seguridad social, y en particular su faceta sanitaria, mucho más del modo europeo que la que tiene en la actualidad, que podría ser considerada precaria y esquemática; esa lucha significa que hay fuerzas en contra de esa solidaridad, pero que también las hay a favor. En realidad, como en las Unión Europea, que no debe olvidar que, contra lo que se hubiera creído posible hace solamente dos o tres décadas, ya tiene en su interior sociedades y estados que prácticamente se han deshecho de cualquier cosa que pueda ser considerada sanidad pública. Esto es mucho más significativo, y algunos dirían que alarmante, de lo que puede parecer a primera vista, porque ya es un hecho. Y es un hecho que se ha planteado como solución a ese que es uno de los más serios problemas de las sociedades que van a superar el primer cuarto del siglo XXI, que es el de la superpoblación propia de edad avanzada, al llegar a esta edad las generaciones del baby boom, a lo que se ha unido la entrada en cantidades imprevistas de población inmigrante, a la que hay que atender igualmente. Y esto nos pone ante la vista un elemento paradójico de la solidaridad democrática para la supervivencia: en la actualidad es obligado reconocer que esta solidaridad no está funcionando adecuadamente, y que no está funcionando precisamente en lo más elemental. Lo más elemental es precisamente lo más general y extendido. Lo contrario es lo más refinado y avanzado de la expresión de la solidaridad. Centrados en la ilustración de la sanidad, se puede expresar, resumiendo, en el hecho de que la operación quirúrgica más vanguardista, más complicada y de más altos costes se va a proporcionar a cualquiera, nacional o inmigrante en estas democracias, y con el éxito previsible dentro de los parámetros clínicos adecuados; pero es en lo mucho más primario y simple donde la solidaridad para la supervivencia no está teniendo éxito, porque los necesitados de esta solidaridad no van a morir de una apendicitis, sino de hambre. Así expuesto puede parecer un esquema drámatico, pero resulta que es exacto, si atendemos a las estadísticas de diferentes fuentes. Las autoridades se movilizan inmediatamente, sin ahorrar en gastos, para desplazar a un joven asilado en un hogar de los que actualmente se llaman MENAS (menores emigrantes no acompañados) que ha dado síntomas, por ejemplo, de apendicitis; se le traslada al centro hospitalario que corresponda, se le atiende y recibe todos los cuidados que es necesario que reciba. Pero no se hace lo mismo con el simple hambre. Es necesario entender que, en general, si esas autoridades se han comportado tal como hemos dicho con la situación más grave, no van a ignorar o a desentenderse de la menos grave, y probablemente no lo hacen. Pero la realidad es que en esa solidaridad de lo más inmediato es donde la institución democrática está fallando en la actualidad.

(Continúa)