01 Abr El principio de solidaridad – 2
Rafael Rodríguez Tapia
Introducción (cont.)
Veremos que, precisamente, esa discriminación, tan necesaria para que la solidaridad realmente lo sea, se viene ejerciendo por los grupos que se han apropiado el concepto pero muy en el sentido contrario al que la construcción democrática exige.
Es necesario, como vemos, si queremos construir una reflexión mínimamente útil sobre la solidaridad como principio democrático, limpiar previamente el terreno de escombros que se han dejado caer ahí desde hace tiempo.
Aunque volveremos a estas nociones, inevitablemente, más adelante, de momento tenemos que mencionar algunas para señalar, por lo menos, el territorio en el que vamos a trabajar. Y sobresale, en primer lugar, el secuestro que algunas posiciones micropolíticas han perpetrado de la idea de solidaridad, como si fuera propia de esas posiciones y, más que eso, como si el que no compartiera esas posiciones estuviera como inhabilitado para ejercer la solidaridad.
La solidaridad como principio democrático no identifica a un grupo como grupo de izquierda, ni es más propia de posturas de izquierda que de posturas de derecha. El lector avisado ya conoce esto; pero al mismo tiempo conoce que es prácticamente la noción común que a nivel popular se tiene de las conductas solidarias. Y es un error tan mayúsculo como deliberadamente provocado, por supuesto. Se trata de una idea que habita en el margen de anotaciones de las páginas de la agenda de la hegemonía cultural se diría que imprescindible, por más que las décadas la hayan deteriorado, de ciertos grupos de la microizquierda política ahíta de retórica antigua muy al estilo de los Cantares de Gesta y ansiosa como un Quijote por revivirlos en sus propias y actuales carnes. Veremos que estas identificaciones más o menos de brocha gorda son parte muy principal de los obstáculos con los que se encuentra el principio de solidaridad para lograr su ejercicio real.
Naturalmente, los discursos que caen casi de lleno en lo demencial, pero son admitidos en el ruido público con normalidad (lo cual no deja de ser una ironía solidaria) por parte de algunos extremistas de lo privado o extremistas enemigos de lo público, no hacen más que abonar el cultivo de esa planta indeseada de la apropiación micropolítica del concepto de solidaridad. Y en realidad no deja de ser extraño que estos discursos del ultraliberalismo desaforado e infantil sigan vivos y produzcan contestaciones y hasta reacciones aparentemente políticas por parte de los expropiadores de la solidaridad, porque se trata de discursos, como casi todo lo ultraliberal, tal como hemos dicho, infantiles en el mejor de los casos, y siempre esquemáticos, carentes hasta de significados y rebatibles casi desde sus propios conceptos: «Uno se tiene que dedicar a procurar su propia prosperidad y debe rechazar todo lo que se la dificulte, incluidos los impuestos. Comida para ti, techo para tu familia, colegio para tus hijos… Y, si sobra algo, ya veremos», es un resumen que se puede oír frecuentemente de esa postura (y en realidad en muchas ocasiones, según los interlocutores, es más que un resumen, porque para muchos eso es todo en lo que se compendia ese antipensamiento que se tiene por ultraliberal). Cualquiera puede ver que esa idiotez se rebate en dos segundos, quizá los que se tardan en preguntarle al orador quién paga el asfalto de las calles por las que lleva a sus hijos al colegio, por ejemplo. Sin embargo, son conductas de este nivel las que utilizan los expropiadores de la solidaridad para presentar como necesaria su expropiación, dada la peligrosidad de estos individuos.
Y, a continuación, extienden la alarma a todos los que no son ellos. De modo que cualquier postura que, según su agenda, sea «cercana» a la ultraliberal, será también acusada de «enemiga de la solidaridad». Como es natural, casi todas las posturas micropolíticas, salvo la suya, van a ser acusadas de cercanas a la ultraliberal. Incluyendo entre las acusadas, por seguir señalando puerilidades, posturas tan alejadas de lo ultraliberal como las social-liberales, o las democratacristianas. Pero no importan los matices: la solidaridad es hoy, definitivamente, un buen negocio, y eso merece esas defensas por más toscas que sean.
La solidaridad como negocio es, probablemente, el monstruo contra el que verdaderamente tiene que luchar la solidaridad como principio de la democracia. En realidad, cualquier obstáculo que se pueda encontrar va a ser en su fondo un obstáculo de negocio. Esto es muy detectable entre los obstáculos generales del ejercicio de los cuatro principios democráticos: muy poco negocio hay en los obstáculos que van a oponerse al ejercicio de la confianza; hay un poco más, detectable y visible, entre los que se oponen al ejercicio de la tolerancia; es casi todo negocio, por más que la retórica buenista se cebe en el caso, cuando tratamos los obstáculos al ejercicio de la solidaridad; y, por último, sólo es negocio, sin matices ni excepciones, lo que se opone al ejercicio de la honestidad.
(Continúa)