01 Mar El principio de solidaridad – 20
Rafael Rodríguez Tapia
(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)
Y ello nos invita a considerar si no sería conveniente una especie de reseteo general de las normas y los ejercicios de la solidaridad. Si falla lo más elemental, que es lo más numeroso, parece probable que se está delatando con ello un sistema fallido o, por lo menos, con errores y disfunciones que no sería demasiado constructivo dejar de corregir. Está claro que es demasiado fácil planear sobre el papel desplazamientos de capitales hacia tareas de la solidaridad que, al ser menos sofisticadas, parecen menos llamativas y en todo caso son menos atendidas: la carencia de alimentos, además, suena por sí sola, y todo lo que acarrearía su remedio suena también, a muy otra cosa que lo que desean las clases políticas de las sociedades extremadamente prósperas de las democracias avanzadas. Además, precisamente los enemigos internos de estas democracias, con toda seguridad, capitalizarían esas acciones en su beneficio, publicitando precisamente la inutilidad de las instituciones democráticas para esa solidaridad básica.
No obstante, no se puede dejar de decir lo que aparece ante la vista, por más que no corresponda demasiado con lo que habitualmente se dice o se acepta o se rechaza. Es simplemente una disfunción real y visible, a pesar de las anteojeras ideológicas y partidistas que cualquiera desee ponerse para filtrársela, que la solidaridad para la supervivencia, y de esta su función más elemental, no es eficaz en las sociedades democráticas y prósperas.
Las poblaciones nacionales (en general, muy pequeños números) y, sobre todo, las poblaciones inmigrantes en las democracias que por múltiples causas se enfrentan en la sociedad de llegada a una insoportable carencia de alimentos, se ven obligadas a buscar el remedio de tal tragedia donde antaño se encontraba, que no es otro lugar que las instituciones religiosas que reparten comida obedeciendo a su intención caritativa.
Quizá esa función de reparto de alimentos y solidaridad con la supervivencia más básica así ejercida por las instituciones religiosas (más alguna privada laica) no puede ser sustituida en la actualidad por departamento ni presupuesto alguno del Estado o de las Comunidades Autónomas, o las regiones o los ayuntamientos; aunque es conocido que algunos de estos, por su cuenta y sin normas superiores a las que acogerse, a menudo organizan asistencias alimentarias a los que las necesitan, y en algunos casos de modo estable y permanente. Parece ir imponiéndose, por el paso del tiempo sin que se encuentre solución ni, además, se perciba en los responsables públicos intención alguna de afrontar el problema, una solución y un modelo cercanos o similares a los de la enseñanza. Es decir, al no poder el Estado por su cuenta, o las instituciones públicas en general, ofrecer toda la enseñanza que se considera necesaria (no tanto en contenidos como en extensión, se entiende: en medios materiales, edificios, profesionales de la docencia, etcétera), aquel antiguo recurso a la Iglesia para que con su vocación docente completara o complementara la incompleta oferta pública parece haberse consolidado como un modelo ya inalterable: en España, la oferta no privada de enseñanza se compone en la actualidad de lo que el mismo Estado o las Comunidades Autónomas ofrecen, a lo que se suma lo que las diferentes órdenes religiosas han instituido como, prácticamente, su principal modo de presencia en la sociedad, que son sus colegios. La mayoría de estos, en España, están acogidos a lo que se llaman «conciertos», que son contratos amplios de condiciones y financiación por parte del Estado a esos colegios y a esas órdenes, casi siempre muchísimo más complejos y amplios y extensos de lo que se suele saber popularmente. Y con eso, la oferta pública de enseñanza gratuita y universal puede considerarse satisfecha y completa. (Naturalmente, es un sistema criticado con sólidos argumentos por partidarios de una oferta de enseñanza pública «pura» exclusivamente, pero esa discusión no cabe en este lugar.) No deja de ser la enseñanza ofrecida por el Estado una modalidad de solidaridad; pero la hemos traído aquí sólo como comparación de lo que algunos pretenden que sea, y otros creen que no tiene más remedio que ser, la solidaridad de la sociedad democrática para la supervivencia, en concreto en su modalidad elemental y, por así decirlo, menos técnica. Da la impresión de que muchos responsables de los estados democráticos han renunciado a solucionar este problema, y se atisba en el futuro inmediato una entrega de su gestión a esas instituciones religiosas, como en el caso de la enseñanza, o quizá a alguna otra ONG que en todo caso sería, comparada con las anteriores, de una escala y unas dimensiones casi inapreciables por pequeñas. Y eso no sería otra cosa que volver atrás en el tiempo, a momentos de nuestras sociedades en las que todavía se estaban consolidando, o simplemente buscando, valores y formas de construir y de inaugurar las políticas democráticas que, tal como se suponía entonces, iban a traer consigo precisamente técnicas y sistemas regulares para la solución de estos problemas. No es que fuera una suposición «oficial» la de que las democracias traerían el fin del hambre para todos, pero se sobreentendía que esas nuevas sociedades de libertad e igualdad no generarían hambre como las sociedades tiránicas, en su mayoría, tienden a generar.
En la actualidad, la solidaridad para la supervivencia en su modalidad más elemental es el gran defecto de la acción solidaria de las sociedades democráticas, y estamos lejos todavía de poder asegurar que la sustitución del Estado democrático por organizaciones privadas o por la Iglesia nos asegura una respuesta adecuada al problema.
(Continúa)