El principio de solidaridad – 22

Rafael Rodríguez Tapia

(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)

Comprenderlo, y sobre todo hacer que otros los comprendan, es un camino difícil con muchas cunetas en las que es fácil caer. La más profunda y continua de estas cunetas es la de esa especie de ultraliberalismo que enarbolan, en general, excomunistas conversos, que afirma, como si se tratara de su arma principal, esa cosa que acaban de descubrir en su edad mayor, y que suelen formular como «lo público no es gratis». Se trata del clásico giro conceptual pueril en el que se encuentran, como en un parque de columpios (porque todos saben jugar a eso) esos ultraliberales o sus cercanos (cuando están en la oposición, solamente cuando están en la oposición) y los socialistas y socialdemócratas y sus cercanos o no tan cercanos, como los grupos autoconsiderados de algo que llaman «extrema izquierda» (pero cuando están en el poder, solamente cuando están en el poder). Sí, elemental pero casi siempre velado y hasta oculto: lo público no es gratis, naturalmente que no. Pero entre conocerlo, y reconocerlo, y hacer de eso, a continuación, ideología, hay tanta distancia como entre las heridas en las rodillas infantiles al caer en la tierra de los parques y constituir a continuación un partido político contra la tierra en los parques y a favor de las losas. Sí, lo público es lo pagado entre todos, tal como se aprende, o quizá no, pero se debería aprender, con 11 o 12 años en el colegio.

La solidaridad pública es cosa de dinero, como cualquier otra modalidad de solidaridad, privada o pública, y con cualquier contenido, más directamente económico o más aparentemente de «solidaridad emotiva»; en cualquier caso, sólo es posible si la economía lo permite.

Así que, por más que a muchos les cueste en el actual discurso hegemónico emotivista, la solidaridad nunca puede ser ilimitada, como mínimo porque tiene los límites que le impone esa economía. A esos límites, además, hay que sumar los que imponen otras solidaridades paralelas, o anejas, o a menudo incluso divergentes y hasta opuestas: por ejemplo, en España, las solidaridades enfrentadas entre las que se planean ejercer a favor de la población inmigrante procedente de Marruecos y las que se planean ejercer a favor de los grupos saharauis del antiguo Sahara español. Pero esta es una ilustración seleccionada al azar, entre la infinidad de posibles.

Los fondos para la solidaridad son limitados, como los fondos para todo. Y a menudo esta solidaridad es, en consecuencia, selectiva. Hay que elegir casi siempre entre aumentar la dotación de las becas de comedor escolar para cierto distrito o aumentarlas para otro distrito. O entre esas becas de comedor y los fondos para equipamiento doméstico básico para cierta población en precario que ahora se ve realojada en viviendas públicas. Y así sucesivamente.

Lo fundamental es reconocer que es precisamente en la solidaridad que podríamos llamar de nivel intermedio, es decir, la solidaridad para la convivencia, en la que de modo más patente se hace evidente la necesidad de una contabilidad precisa. Además, esta contabilidad siempre va a ser problemática y discutida, por supuesto, como mínimo por objetos de solidaridad diferentes de los beneficiados en primera instancia. La solidaridad de primer nivel, es decir, la solidaridad para la supervivencia, afectada por la economía como inevitablemente lo está todo en el mundo humano, no está expuesta, sin embargo, a demasiados matices: o se da de comer a quien no puede darse a sí mismo de comer, o no se le da. Precisamente, en su carácter radical y casi meramente binario, o más bien en su negación, es donde arraiga uno de los problemas actuales del ejercicio de esta solidaridad, como veremos más adelante. Aparte de esta consideración, que dejamos aplazada, la solidaridad para la supervivencia se ejerce o no se ejerce, y no cabe pensar modalidades para ella, como se podría decir de la economía doméstica elemental cuando es precaria, que no necesita de mayores estudios ni opciones, porque se reduce a ser capaz de comprar arroz para comer hoy, o no ser capaz de comprarlo. Es decir, la sociedad, bien a través del Estado o de instituciones públicas, bien a través de organizaciones privadas, ha decidido ejercer esa solidaridad elemental; y en ello, a continuación, la economía y la contabilidad juegan poco más, una vez tomada la decisión inicial. Pero es en la solidaridad para la convivencia, la que se ejerce o se puede o se debe ejercer una vez garantizada la supervivencia, en la que se celebra más que en otro espacio el combate entre las opciones políticas democráticas (o no democráticas, por supuesto), porque es en ella en la que pueden introducirse variantes, aumentos o disminuciones, extensiones o reducciones, y cualquier consideración que puede modificar el ejercicio visible de ese nivel de solidaridad hasta que esta ofrezca un aspecto prácticamente de inexistencia o, en el otro extremo, de privilegio otorgado con agravio comparativo para el resto de la sociedad.

Y en el otro extremo, en la solidaridad para la vida democrática, que ya caracterizaremos en su momento pero que de momento baste decir que es la que se ejerce cuando la supervivencia y la convivencia ya están garantizadas, y hace de su horizonte el mejor bienestar y la estabilidad de todos y con ello la mejor disposición a participar activamente de la vida y las decisiones colectivas, esa economía problemática de la solidaridad para la convivencia prácticamente desaparece por su propia dimensión a menudo inabarcable: son decisiones de solidaridad que se toman a pesar de su elevado coste, y a menudo algo así como por su carácter simbólico, o alegórico, o a veces sólo propagandístico. Trasplantes de órganos en grandes hospitales a individuos de poblaciones inmigrantes (o incluso traídos a esta sociedad para realizarles ese trasplante), organización de actos culturales de gran coste con oferta posterior gratuita a la población (como exposiciones artísticas o conciertos excepcionales) o acciones especiales y esporádicas, pero en general de presentación espectacular, como la oferta de cierta cantidad de dinero en metálico para jóvenes padres con niños menores de cierta edad, o para gastar en actos culturales si se tiene una edad considerada «juvenil» por cierto baremo. Esa solidaridad de nivel alto necesita su propia reflexión, como veremos; en este momento nos interesa que no es susceptible de lo que se podría llamar juicio económico porque parte de la consideración de que debe hacerse cueste lo que cueste, a diferencia de la solidaridad para la convivencia, que es la que nos ocupa ahora, y de la que no puede pensarse nada separadamente de los problemas contables que acarrea.

(Continúa)