El principio de solidaridad – 23

Rafael Rodríguez Tapia

 

(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)

La solidaridad para la vida democrática

Se puede organizar y categorizar la solidaridad, y conviene hacerlo, porque si no se hace se corre el riesgo, y habitualmente se cae en el peligro, de convertir el principio de solidaridad en un comodín al servicio de la picaresca, del privilegio y de la demagogia.

            Es imprescindible separar con toda claridad los tres niveles de solidaridad, tanto en sus conceptos como en su realización tangible, así como en sus cuentas y su economía. Lo que permite a unas personas sobrevivir del modo más elemental no debería compartir presupuesto con lo que  permite ascender de bienestar y pasar de tener apenas una radio a tener una smart tv 5G. Y mucho menos todavía con actos para el fomento y la posibilidad de vida democrática como los gastos para los actos electorales, la facilitación del acceso a la información política y general, y de modo más global el acceso a los niveles mejores de la cultura. Sin embargo, salvo excepciones (que además se deben a otros criterios) hay una especie de cajón de sastre en el que se mezclan los bonos estatales o regionales para la economía básica con las dotaciones para contratar cantantes para las fiestas estivales del ayuntamiento, y para el reasfaltado de la carreterilla hasta la ermita de la comarca, y el polideportivo del pueblo y el fondo para tablets para el centro cultural del barrio.

            Y así se consigue todo lo contrario de lo que se supone que establece como objetivo para sí misma la solidaridad de una sociedad democrática.

            Hay que tener mucho cuidado para evitar, como si fuera un tóxico, la retórica solidaria que todo lo mezcla y no produce más que contaminaciones cruzadas. Hay movimientos que acaban clamando contra la dotación para alimentación básica por ejemplo a grupos de inmigrantes desasistidos porque la dotación para ello va en el mismo saco administrativo, o legal, o legislativo, que una derrama especial de dinero para la producción de cortos cinematográficos dirigidos por mujeres menores de 24 años procedentes del África subsahariana. Probablemente nadie o muy pocos (y visiblemente perturbados) se pronunciarían contra el elemental dar de comer por sí solo, pero muchos, dadas las dificultades generales de la vida y el estado actual de una sociedad que nunca ha llegado a ser tan opulenta como muchos moralistas la acusan de ser, manifestarán su desacuerdo con la segunda partida, la de financiar cortometrajes (por ejemplo) mientras persistan otras dificultades que todos perciben como más perentorias o más importantes.

            La tensión inevitable entre los extremos

            Es cierto que este tipo de conflicto nos confronta netamente con los avances por el otro extremo de la sociedad. Ya desde hace décadas, superadas las primeras y abrumadoras carencias de las postguerras del siglo XX, se estableció como una de las discusiones más vivas la de la tensión entre el avance por la vanguardia o el retraso de las retaguardias. ¿Cómo podía nadie preocuparse por diseñar y practicar en colegios de vanguardia una nueva enseñanza más científica y más humanística y en general más avanzada metodológicamente, mientras todavía había en la sociedad grandes bolsas de población que apenas llegaban a la alfabetización elemental? Por supuesto, en la sociedad en transformación ideológica global del último tercio del siglo XX siempre tenía las de ganar aparentemente en esa discusión la postura que los del otro extremo tildaban de miserabilista; mientras que estos del otro extremo, tildados por los de enfrente de elitistas, sabían que podían hacer poco más que abandonar la discusión y seguir a lo suyo. Pero en aquellos momentos por supuesto que había también quien percibía que, en realidad, un extremo no puede vivir sin el otro. Es decir, que la que por resumir podríamos denominar «educación de vanguardia» no sólo no disminuía las posibilidades de la educación de retaguardia, sino que las aumentaba, al nutrirla permanentemente de la información de sus avances y sus nuevas ideas. Esto no es una hipótesis poética: es historia comprobable con datos objetivos. A medida que se iba extendiendo la enseñanza universal, y llegaba a zonas de la población en la que a lo mejor ni siquiera cinco años antes se había soñado que alguna vez llegara, lo que se llevaba a esos colegios públicos de reciente construcción y dotación NO era la «enseñanza a la antigua», ignorante y de espaldas a las nuevas modalidades y técnicas de la enseñanza probada y practicada en la vanguardia, sino que llegaba esta misma «nueva enseñanza» se podría decir que ipso facto. Los nuevos colegios que aparecían por decenas de un año al siguiente en barrios o pueblos hasta ese momento desasistidos, traían con su personal, automáticamente y desde el primer momento de su ejercicio, las nuevas metodologías de la enseñanza y las nuevas nociones, súbitamente ajenas, lejanas y hasta incompatibles con casi todo lo que se consideraba que era enseñanza hasta el momento inmediatamente anterior. Todo ello es una ilustración muy ajustada de la tensión entre esos dos extremos de la solidaridad que representan casi como a propósito por su pureza la enseñanza de vanguardia de hace 60 o 70 años y la extensión de la enseñanza hacia zonas todavía inexploradas por esta en esos mismos tiempos. La solidaridad para la vida democrática (en la comparación, la enseñanza más avanzada) alimentaba se diría que instantáneamente las ideas y las prácticas de la solidaridad para la supervivencia (en la comparación, los nuevos colegios que se iban fundando para la alfabetización). ¿Se puede decir lo contrario?

            ¿La solidaridad elemental y primaria para la supervivencia alimenta (alimentó) de algún modo a la solidaridad avanzada y de vanguardia?

(Continúa)