El principio de solidaridad – 24

Rafael Rodríguez Tapia

 

(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)

Probablemente este es el núcleo de más densidad de esta reflexión: la solidaridad para la supervivencia es claramente indiscutible, y la solidaridad para la convivencia merece discusión para que se articule debidamente; pero la solidaridad para la convivencia democrática, que debería haber sido quizá igual de indiscutible, se ha convertido en las sociedades avanzadas en una especie de confusión que ha alimentado, precisamente, las tesis de los enemigos de cualquiera de las solidaridades.

          Por presentarlo, de momento, de un modo esquemático: así como aquellas enseñanzas de vanguardia de los años sesenta del siglo XX alimentaban (aun no sabiéndolo ellas, por así decirlo) los modos y las técnicas de la enseñanza recién estrenada en zonas carentes y precarias hasta ese momento, podríamos admitir que los frutos de la solidaridad para la convivencia y hasta de la solidaridad para la vida democrática alimentan en cierta forma los modos, los contenidos y las técnicas de la solidaridad más elemental: los avances de la medicina y de la nutrición, por ejemplo, en ocasiones fruto y consecuencia de la solidaridad más sofisticada, se incorporan inmediatamente a la solidaridad más elemental mejorando los menús o los tratamientos médicos primeros.

          Eso es, en ocasiones, muy visible. Pero no es así siempre ni tanto como sería deseable. Y ello a causa de una especie peculiar de disfunción, parecida a aquella circunstancia de la enseñanza de vanguardia que convivía con la enseñanza precaria, pero en esta ocasión mediando variables económicas y partidistas que, se diría, no cumplen otra función que la de entorpecer.

          La especie peculiar de disfunción a la que nos referimos es el lanzamiento y la posterior existencia ya consolidada de la solidaridad más compleja en tiempos en los cuales aún no está plenamente satisfecha (es decir, en los que todavía no se ha hecho innecesaria) la solidaridad más elemental. Es decir: se ha empezado a subvencionar a grupos y asociaciones con motivos y horizontes e intenciones ideológicos cuando aún hay personas que necesitan ser ayudados por el Estado para conseguir alimentarse con dignidad, y por supuesto cuando los agentes de la solidaridad para la convivencia está lejos de poder ofrecerse con largueza y comodidad (de lo cual es signo muy fácilmente perceptible la carencia crónica de material escolar en las escuelas públicas, o de materiales de enfermería en la sanidad pública, etcétera).

          La discusión, por supuesto, es tan legítima como lo fue hace sesenta años acerca de las enseñanzas avanzadas o precarias; y además es necesaria: porque lo cierto es que no se ha celebrado, por lo menos abierta y públicamente. Y se puede formular de varios modos.

          Por ejemplo: ¿debería haber esperado la solidaridad para la vida democrática para ser real y efectiva al total cumplimiento de los objetivos de la solidaridad para la supervivencia, o incluso también a los de la solidaridad para la convivencia? ¿No ha sido demasiado osado destinar fondos a sufragar los gastos de asociaciones de horizontes ideológicos partidistas cuando aún hay escolares que necesitan crónicamente ayudas para conseguir material escolar, o escuelas con mantenimiento defectuoso que necesitan reformas arquitectónicas radicales, y que no lo consiguen precisamente por la escasez de unos fondos que, en parte, van a fines más sofisticados?

          Lo cierto es que esa discusión, que ofrece desde el primer planteamiento signos de que se trata de una aporía o de una discusión atascada desde el comienzo, no deja de ser una discusión genética o genealógica, que a lo mejor nos sirve de poco a estas alturas. Porque fuera como fuera al principio, el caso es que hoy tenemos entre manos los problemas que tenemos hoy. Ese principio, además, no es tan fácil de localizar como parecería a primera vista: no se dio en cierto momento de reparto de los fondos de la UE, ya prácticamente en el día de hoy (como muchos denuncian), ni con la consolidación de las democracias post-bélicas europeas. Pensemos, por empezar por algún lado, en los proteccionismos diversos que ofrecieron los gobiernos a las diversas industrias que lo solicitaron para sus productos y su rentabilidad (las textiles catalanas para dificultar las importaciones textiles, por ejemplo) hace ya más de cien años y en algunos casos doscientos. No es que aquello fuera exactamente solidaridad para la vida democrática, pero indiscutiblemente era solidaridad sofisticada administrada por los administradores del estado, es decir, los que manejan los fondos de todos. Y no se puede decir exactamente que las carencias y las necesidades elementales de amplios sectores de la población estuvieran más satisfechos que en la actualidad.

          Es casi imposible, y este es uno de los elementos inevitables de la reflexión sobre la solidaridad de tercer grado, separar la observación de estos casos de la observación de los casos de corruptelas, ventajismo y prevaricación que con cierta regularidad aparecen en la información pública en las democracias avanzadas: porque hay una gran proporción de estos casos de prevaricación que se dan precisamente en el ámbito de este tipo de solidaridad. Se reparten los fondos a menudo no con un criterio que pudiera ser adornado con el adjetivo de neutral sino, como todos los de alrededor perciben inmediatamente, con criterios groseramente partidistas. A propósito: ¿los criterios partidistas o de mera selección subjetiva por parte del administrador intervienen y son operativos también en el momento de hacer efectiva la solidaridad para la supervivencia o la de segundo grado?

(Continúa)