15 May El principio de solidaridad – 25
Rafael Rodríguez Tapia
(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)
Los tres grados de la solidaridad de tercer grado
Superados los niveles de subsistencia o de la mera posibilitación de la convivencia, la solidaridad para la vida democrática o solidaridad de tercer grado presenta una colección de matices y en consecuencia de abanicos de problemas que son exclusivamente de ella.
Es visible a primera vista que pueden establecerse tres modos o grados de solidaridad para la vida democrática:
1- La posibilitación material y simple del ejercicio democrático, y la información y el acceso a los contenidos políticos que permiten al ciudadano tomar su decisión.
2- El soporte económico y a menudo de otro orden de las organizaciones de intervención expresamente política que los ciudadanos decidan constituir.
3- El soporte económico de otras organizaciones de participación de los ciudadanos en la gestión, la observación, el análisis, la crítica o la acción en materias de relevancia para el conjunto de la sociedad.
No suele expresarse, ni quizá comprenderse, que incluso el primer grado de estos tres de la solidaridad para la vida democrática ya es ejercicio de solidaridad: entre todos organizamos y pagamos los mecanismos democráticos esenciales para que todos puedan participar de la organización política que a todos afecta. Por rutinario que llegue a ser, el hecho de organizar con regularidad elecciones o referendums es uno de esos trabajos que exige siempre un elevadísimo coste tanto financiero como en esfuerzos de miles de personas, pero que suele pasar desapercibido. Por ejemplo, en los años 2019 y 2020, el ministerio del interior español destinó 461 millones de euros en total a sendas elecciones que se celebraron en esas fechas. Además, se celebraron elecciones autonómicas en diversas regiones, cada una con su coste independiente. Eso es mucho dinero, que no cuesta demasiado sustituir por su valor en, por ejemplo, comidas diarias para satisfacer las acciones de solidaridad de primer grado o solidaridad para la supervivencia: de un modo evidentemente grueso y diríamos que con cálculos improvisados, 461 millones de euros dan, siendo muy severos y redondeando por arriba los costes, para unos 200 millones de menús. Con eso en mente, ¿consideramos rivales la solidaridad para la supervivencia y la solidaridad para la vida democrática, en un campo de batalla de algo así como suma cero, de modo que lo que se lleva la una no le llega a la otra? Quizá deberíamos, mientras quede una sola comida por dar y por satisfacer el hambre de una sola persona. Pero esto nos devuelve, por supuesto, a la discusión sobre la vanguardia y la retaguardia. Probablemente es legítimo un criterio radical si nos detenemos exclusivamente en situaciones límite: hambre verdadero y extremo de desnutrición y a un número de personas ya significativo y sintomático de disfunción política. Por volver a la ilustración de la enseñanza, no es necesario que la enseñanza experimental de vanguardia se paralice o se abandone si se descubre que una escuela de las recién instituidas para un funcionamiento elemental no llega a funcionar adecuadamente: se trata de acudir a la reparación de esta, pero con fondos previstos para esas reparaciones, que no afectan ni se ven afectados por los destinados a la vanguardia. Otro caso es si se descubre que nada en la institución de nuevas escuelas allí donde no había resulta que no funciona, y que el sistema falla, y que hay que reconstruirlo completamente. Entonces sí que puede, quizá, detenerse todo lo que no sea esa reparación general.
¿Es legítimo pensar en suspender la vida democrática a la espera de que se reparen por completo y sin excepciones los problemas a los que acude la solidaridad para la supervivencia? Dicho de un modo más doméstico: ¿mientras haya una persona que sufre carencias y hambre, es legítimo gastar esas altísimas cantidades de dinero en urnas, personal, computación y organización de unas elecciones?
Es, evidentemente, un planteamiento maximalista que no por tener fácil contestación deja de ser utilizado por descontentos con la democracia, o por moralistas ajenos a las reflexiones políticas (que son personajes muy protagonistas en los problemas del mundo del principio de solidaridad), que suelen acabar siendo, sabiéndolo o no, y pretendiéndolo o no, actores de mucha potencia en el desprestigio de las democracias. El discurso público al que ha dado lugar la hipercomunicación en alianza con el hundimiento de la calidad de los sistemas de enseñanza ha dado lugar a dos fenómenos de orden político con consecuencias siempre y continuamente destructivas:
A) la totalización de las pretensiones personales identificadas con las públicas, por un lado, y
B) la eficacia de la solidaridad según parámetros de partido como síntoma de la calidad democrática de una sociedad, por otro.
Ambas nociones y actitudes se introducen en las reflexiones, las decisiones y las acciones de solidaridad de un modo irresistible, y además, sin excepción, destructivo.
En cuanto a A), es conocido que hay grupos de opinión que han llegado a constituirse incluso en partidos políticos y hasta a alcanzar el poder, básicamente con un exclusivo mensaje de descontento y queja ante la existencia de errores momentáneos o parciales, o simplemente ante la carencia de la totalidad completa y universal de todo lo que puede ser concebido como totalidad completa del disfrute de un derecho o la posesión de un bien. En realidad, tendremos que resistirnos a introducir en esta reflexión el recurso al siempre soslayable psicologismo, porque en esta ocasión sí que parece necesario recurrir a elementos psicopedagógicos para explicarse lo que está pasando, que en absoluto sucede excepcionalmente o en número escaso de ocasiones, sino que podría tomarse incluso como característica diferencial de ciertos grupos quizá generacionales o puede que cortados por otra categoría.
(Continúa)