01 Jun El principio de solidaridad – 26 y último
Rafael Rodríguez Tapia
(Cont. Capítulo 4: Supervivencia, convivencia, democracia)
Podría construirse una ilustración para explicarlo, que lo cierto es que no sería más que reconstrucción de situaciones reales probablemente conocidas por todos: hasta en la mejor y más acabada y aquilatada de las democracias hay problemas. Casi resulta ocioso el afirmarlo, pero sucede que la retórica predominante en el discurso público parece que hace necesario recordarlo. Hasta en esa democracia mejor de todas las democracias, hay alguien cuyo desahucio dicta un juez, o hay alguien a quien se le han torcido las circunstancias y ha caído en una situación vital de carencias de lo más elemental o hasta de hambre, y desde luego hay enfermedades y accidentes que requieren atención médica. Pero el desgaste de los enfoques tradicionales europeos, unido a ese deterioro se diría que irrecuperable de los programas de enseñanza desde hace ya tres o cuatro décadas, han dado lugar a la aparición de discursos potentes que se han hecho hueco en el ruido público, basados precisamente en la necesidad revolucionaria o como mínimo de reforma de las sociedades, a las que se califica de no democráticas sólo por el hecho de albergar en su interior esos problemas, o por intentar resolverlos de modo de momento ineficaz. Eso se parece demasiado a un juguete entregado a un destinatario, destinatario que decide romperlo porque observa en él alguna imperfección en su pintura. Y ese es el momento en el que se hace casi imposible no recurrir a las consideraciones en realidad psiquiátricas, a las que en todo caso procuraremos no recurrir.
Totalización de las pretensiones hace referencia a esa especie de sinécdoque en que incurren los mensajes y la publicidad de los partidos llamados (por otros) populistas de tomar cierta parte por un todo: un defecto, un problema, una disfunción, que toman como motivo para la descalificación completa de una sociedad (democrática: obsérvese que nunca una no democrática).
Y quizá esto sucede con otros motivos y contenidos (cuestiones ecológicas, quizá algunos dogmas de tipo económico) pero sucede, sobre todo, con las materias propias de la solidaridad para la vida democrática.
En cuanto a B), pues, como se acaba de mencionar, sucede que esa totalización ha hecho presa sobre todo, gracias a la infección moralista de quienes actúan muy en la sombra en el mundo público, en las cuestiones del mundo de la solidaridad, de modo que todos tenemos presentes esos discursos podría decirse que prácticamente apocalípticos acerca del fin o del deterioro intratable de cierta sociedad democrática o de las nociones democráticas mismas simplemente a la vista y a causa de contemplar un caso, tan lamentable como se quiera, pero uno, o sólo unos pocos casos, relacionados no con un problema de tolerancia, o de confianza, o de honestidad, sino de solidaridad.
Y ahí interviene la herencia intelectual que, quizá como todas las herencias, debería haber sido objeto de una criba minuciosa y un análisis estricto. Y por no haberlo sido, muchos aceptan como si aceptaran por testamento un automóvil fabricado en 1920 y pretenden circular con él por las autovías del siglo XXI. Y resulta que gran parte de esta herencia dentro del mundo de las nociones políticas, como sabemos, trae consigo el recuerdo obligatorio y hasta la obligación de la utilización actual de las nociones y las confrontaciones de origen de aquel periodo del adiós a los regímenes monárquicos despóticos; y contra estos el camino de salida parecía bifurcarse y obligar a una decisión radical y recíprocamente excluyente entre libertad e igualdad. Y de esa segunda división, es decir, de la opción por la igualdad antes que por la libertad, es decir, de las antiguas izquierdas, parece alimentarse gran parte de la militancia pro-solidaridad de la actualidad, convertidas todas las nociones por cierto en muchos casos a ideas y prácticas incluso contradictorias con las nociones originales de la izquierda. De esa forma se da algo así como una capitalización de la práctica de la solidaridad por parte de los partidos de la izquierda europea (por más que muchos analistas y críticos puedan afirmar que no hay parecido entre estas izquierdas y lo que hasta hace no mucho se consideraba izquierda; pero esos grupos se autocalifican así) y, de hecho, extremando la cadena de tropiezos, hasta se ha llegado a convertir en tópico de uso automático la calificación de una persona o de un grupo como «de izquierdas» o «de derechas» sólo sobre la base de su comportamiento en materias de solidaridad. O puede, más bien, que en materias de las que esa izquierda que ya casi es solamente «actos de solidaridad» tenga a bien definir como materias propias de solidaridad y hasta como actos estimables y correctos de solidaridad.
Porque no puede desaparecer del campo visual el hecho de que, con todo lo referido hasta aquí, y por encima de todo lo referido hasta aquí, en la solidaridad de tercer grado parece haberse implantado el criterio de un cierto grupo de opiniones que se presentan a sí mismas como indiscutibles por su cualidad de algo así como «naturales», pero que en ningún caso resultan estar libres de intereses más o menos ocultos y a menudo inconfesables.
Y eso convierte el análisis de la solidaridad de tercer grado o solidaridad para la vida democrática en un recorrido por un territorio más propio del estudio literario de personajes o incluso de un estudio la degradación posiblemente inevitable de otro valor que trataremos más adelante, la honestidad, en sociedades que no han sabido desprenderse, como veremos, de conceptos totalizadores y arcaicamente religiosos de esa honestidad. Una honestidad que, precisamente, a menudo resulta muy difícil encontrar en el ejercicio de la solidaridad de tercer grado.
(La obra continúa, pero ya no habrá más entregas; se podrá leer completa en la edición de la misma en la Editorial Alegoría, en preparación.)