El principio de solidaridad – 3

Rafael Rodríguez Tapia

 

Introducción (cont.)

La solidaridad trata muy en primer lugar de bienes tangibles; sólo en situaciones muy peculiares y lejos de los que se podrían considerar casos de necesidades primarias, trata la solidaridad de elementos no materiales. Todo es al final un acto del mismo carácter: compartir con quien no tiene, dar al que necesita, sea pan, vestimenta, techo o conocimientos. Pero incluso en este último caso, el intangible, se trata también de una transferencia, de un tráfico, de algo que unas personas dan a otras, y en consecuencia siempre va a sufrir el acecho y el expolio de todos los que viven, confesándolo o no, de lo que otros hacen.

La solidaridad, decimos, es primariamente material o tangible. También es, históricamente, muy poco espiritual. Hay otros casos de esas etapas remotas de la historia, pero nos gusta considerarlos resumidos en las palabras, una vez más, de Pericles, o quizá de Tucídides, en las que garantiza a los huérfanos de las guerras por Atenas su manutención y su custodia mientras lo necesiten. Sin extendernos ahora sobre ello, como hemos hecho al reflexionar sobre el principio de confianza, no puede quedar sin subrayar que se trata de uno de los casos que menos se prestan a interpretaciones y versiones, porque pocas veces se ha mostrado de modo tan nítido una noción en el fondo tan complicada, y además motriz de nuestra sociedad: somos Atenas, somos sociedad, y nos batimos con los enemigos por seguir siéndolo, entre otras cosas porque aquí consideramos justo y normal subvenir los gastos y necesidades de nuestros huérfanos.

Es claro que los atenienses de Pericles no son los primeros en la acción de solidaridad, pero quizá sí lo son en ligarla a la existencia de un Estado con normas de gobierno ajenas, lejanas y contrarias a las de la tiranía o la teocracia. Pueden rastrearse, desde luego, acciones y propuestas de solidaridad en el mismo Antiguo Testamento, por ejemplo, pero nunca en absoluto relacionadas más que con mandatos divinos o sacerdotales, relacionadas esas acciones además, y su buen cumplimiento, con castigos o ausencia de castigos principalmente en la otra vida. Nada hay en esa caridad, tal como más adelante se la llamará, y que avanzando los siglos tanto llegará a identificarse con nuestra actual solidaridad, que se proponga en el Antiguo Testamento (ni, de hecho, en el Nuevo) para construir mejor la sociedad, o construir más democracia o mejor gobierno; que es de lo que en estas páginas tratamos.

Podríamos quedarnos de momento, y de modo muy subrayadamente provisional, con esa primera diferencia entre las nociones de caridad y de solidaridad: la primera tiene su origen en un mandato divino, que pronto evoluciona hacia la forma más explícita de amor al prójimo, mucho más heredera de lo que se suele reconocer de la compasión del budismo, y tiene su finalidad, a través de lamentar el dolor que otro sufre y del intento de paliarlo, en mejorar las perspectivas de uno mismo de cara a su situación más allá de esta vida. Eso es religión, aunque el budismo del que proviene no lo sea; pero es lo que en definitiva, en occidente, da carácter y sentido de obligación a esa forma de solidaridad. ¿Es separable de algún modo del provecho personal, de la acumulación de mérito para la obtención de un premio?

Es visible que la solidaridad política es muy lejana a cualquier intento de acumular méritos para un mejor trato tras esta vida. Se trata, al principio, tal como lo conocemos, de una simple observación de lo que somos en Atenas: mirad, ciudadanos, luchamos porque vivimos así y así, y una de nuestras características es la de subvenir las necesidades de quien no puede satisfacerlas por su cuenta a causa de su situación de minoría o de invalidez. ¿No es esto algo para cuya supervivencia merece la pena luchar? Queremos que nuestra sociedad haga estas cosas así, y la prueba es que hemos llegado a hacerlas así aun antes de teorizar sobre ello o sobre nada en particular de las nociones que estamos poniendo en juego. Ahora miramos a nuestro alrededor, y a nuestro pasado inmediato, y a las sociedades que no son la nuestra, y podemos decir: resulta que la solidaridad es una de nuestras características distintivas.

A lo largo de la historia, como sabemos, y en particular de la historia europea, se han forjado nociones y prácticas sociales y políticas que en muchos casos se han ido fundiendo, se han confundido, o incluso luego se han desgajado cuando parecían haberse convertido en una sola cosa. La historia de la solidaridad puede ofrecer una narración de un interés extraordinario, pero es una investigación diferente de la reflexión que se pretende en estas páginas. Nos basta con acercarnos al día de hoy, y comprobar que, en efecto, tras haber sido engullida la noción de solidaridad por la de caridad cristiana, y con aspecto de suceso irreversible, en tiempos recientes ambas nociones han vuelto a separarse (aparentemente) y a reclamar cada una para sí su propio campo de acción y hasta semántico. Prácticamente cualquier medida que en lo público se adoptara relacionada con la asistencia o la cobertura de necesidades de quien no podía proporcionárselas a sí mismo, se entendía que se hacía sobre la base del universo de conceptos cristianos que durante tantos siglos había estado construyendo el mismo ser de Europa: y no se acompañaba la acción «caritativa» de consideraciones políticas de mayor entidad, y sólo en muy rara ocasión (especialmente en algunos teóricos españoles del derecho de los pueblos) las reflexiones empezaron a alzar el vuelo hacia las nociones fundamentales de la construcción de la sociedad política. En conjunto, bastaba con apoyarse en el  mandato cristiano de la caridad para dar por explicada la construcción de un nuevo hospital, por ejemplo, y por supuesto para el reparto de comida que (más claro no podía ser) se realizaba diariamente a las puertas de muchos conventos, y para los llamados «roperos parroquiales» y así sucesivamente. Y es sabido que muchas de estas acciones continúan vivas en la actualidad, pero hoy conviven con otros enfoques.

 

(Continúa)