01 May El principio de solidaridad – 4
Rafael Rodríguez Tapia
Introducción (cont.)
Hoy hay, como sabemos, agencias estatales y regionales y municipales que se dedican, por ejemplo, al reparto de comida (estas agencias, al ser de instituciones públicas, nunca lo llaman así, por supuesto, sino cosas del estilo «comisión para la redistribución de recursos alimentarios»), y también hay mil y una organizaciones privadas, unas laicas y otras religiosas, que conviven con las anteriores y se dedican a lo mismo, algunas con esos mismos pudores de los políticos en cuanto a la denominación de su tarea, pero otras más claras y comprensibles: «Reparto de comida a las 12 del mediodía, hacer una fila aquí». ¿Esto es solidaridad o caridad? Lo cierto es que a partir de cierto momento importa poco cómo lo denominemos. Pero sí les importa a los agentes políticos y a los agentes de la solidaridad, porque de esta denominación dependen muchas de sus posibilidades. Jamás aceptaría un joven urbano militante de la izquierda populista tardoadolescente que esa moneda de euro que le ha dado a ese hombre deteriorado y enfermo que se la ha pedido por la calle ha sido un acto de «caridad», y luchará hasta el enojo porque se le reconozca que ha sido solamente «solidaridad», pero ha hecho exactamente lo mismo que la madre de Jacinta cuando sale del teatro y da una moneda a un pobre.
Esto ilustra la permanente pelea con la que vamos a tener que forcejear a lo largo de esta reflexión. La confianza, la tolerancia y la honestidad, y especialmente estas dos últimas, han conseguido mal que bien deshacerse de su pasado y son nociones necesarias para la existencia de una sociedad democrática que pueden presentarse y analizarse como tales, lejos y limpias de usos antiguos, y especialmente de manipulaciones antiguas.
La confianza no fue demasiado contemplada ni detectada para análisis alguno de las conductas de relación, aunque fue y siempre es usada muy técnicamente y muy a fondo por los hábiles, que la exigían y la exigen para sí y la solían y la suelen conseguir de tipo carismático, casi siempre, o en todo caso irracional a priori. Y así se estableció y se sigue estableciendo esa red de sectas, partidos políticos, religiones y clubs que toda la historia ha habido y en gran medida han controlado la vida colectiva y, como parte de ello, la evolución de la sociedad política según les beneficiara o no.
La tolerancia ha sido más expresamente utilizada, pero a lo largo de muchos siglos y en muchos lugares, aunque hoy suene extraño, para negarla. Ser tolerante con esto o con aquello se presentaba (y se sigue presentando en según qué casos y entornos) como algo indiscutiblemente criminal, y desde luego pecaminoso y por tanto punible. Hoy esto es mucho más frecuente de lo que parece, porque, como ya hemos analizado en otro lugar, es frecuente, pero disfrazada, la petición de intolerancia para otros bajo la capa de petición de tolerancia para uno mismo; y hay hasta programas políticos casi completos construidos sobre la noción, la práctica y la propuesta de intolerancia hacia otras ideas, otros proyectos y otras concepciones no sólo de lo político sino también de lo vital y lo existencial (y no cabría aquí, y por eso nos vamos a limitar a mencionarlo y a remitir a futuras reflexiones, que ese es precisamente uno de los modos de definir el extremismo político a principios del siglo XXI: ninguno, de un lado y del otro, formula otra cosa que quejas y propuestas de aniquilación; y si, por despiste, se les cuela algo que no es queja, es simple fórmula repetitiva y rutinaria de estribillos de gran éxito -o no- hace 100 y 150 años). Pero en lo aparente, la tolerancia ha abandonado ya esos significados negativos que durante siglos fueron prácticamente los únicos contemplados.
La honestidad es quizá la más dañada de las nociones básicas por la contaminación de las morales puristas de procedencia religiosa, y probablemente la más despojada en la actualidad de esa contaminación. No ha hecho falta el paso de los siglos y la sucesión de generaciones para este cambio: hoy, los mayores de cierta edad recuerdan sin problema el uso ubicuo y agobiante de la palabra «honestidad» y su familia, siempre con significados que no sólo hoy sino ya entonces a muchos se les hacían ridículos, reduccionistas, obsesivos y patológicos. Hasta el mismo código penal incluía el delito de «abusos deshonestos«, que al lector más joven de hoy le costará comprender que no hacía referencia alguna a desviación de capitales públicos, por ejemplo, o al uso de cargo público para beneficio familiar, o cualquier otra cosa de las que hoy se piensan bajo la idea de honestidad y de deshonestidad, sino exclusivamente a parte de lo que en el derecho penal, y en el sentir común de la sociedad, se denomina hoy como atentado a la libertad sexual. La honestidad y la deshonestidad seguían siendo hasta hace pocas décadas, en la mente de algunos, algo referido a la conducta sexual, pero además de un modo retorcido y laberíntico, ese que es propio del puritanismo de todas las procedencias y que a menudo consigue llegar a la hegemonía en las leyes, la política y la cultura, aunque casi siempre de modo algo solapado y presentado como lo contrario de lo que verdaderamente es. No abundaremos en sinsentidos extremos como el de considerar «deshonesta» a la mujer que había sido violentada (o, en el nivel popular, simplemente con la sospecha de que lo ha sido). Lo dejamos mencionado, sin más, para señalar la rápida evolución que el término ha experimentado, dado que se puede afirmar que hoy sólo hace referencia a lo que cualquier mente normal piensa que es ser honesto. El puritanismo hipócrita, eso sí, vuelve en esta época al ataque, aunque bajo otras banderas.
La solidaridad, sin embargo, dado su origen y sobre todo los que han sido la casi totalidad de sus agentes hasta hace poco, mantiene viva esa pelea, pero además de un modo nada sencillo: los más «caritativos» luchan porque nadie les llame así, sino solidarios; hay otros que, por militantes de su religión, exigen que no se les considere ni se les llame «solidarios» sino, a mucha honra, «caritativos»; por supuesto, los más «solidarios» con discurso político no admiten ni una brizna de comparación de sus conductas con las «caritativas»… Y así hasta un número inmanejable de versiones y trincheras.
(Continúa)