El principio de solidaridad – 9

Rafael Rodríguez Tapia

(Cont. Capítulo 1 Presencia y uso de la solidaridad)

Por supuesto, a continuación vienen los abogados de una y otra parte a dibujarnos con fina retórica la personalidad especialísima de su cliente, pero esas son cosas de peleas de gallos. Esas peleas no nos interesan, salvo por las pequeñas erosiones que en ocasiones puedan hacer sobre el valor democrático de la solidaridad.

Todo lo concentran en el equilibrio libertad-igualdad. Y hay más que vigorosos signos de que en nuestra época, llegando al primer cuarto del siglo XXI, esa polaridad ya no sirve para definir posturas políticas más que en cenáculos universitarios alejados de la realidad del sufrimiento y las carencias de los ciudadanos.

Capítulo 2

El objeto y el motivo de la solidaridad

De entre los cuatro valores fundamentales que tratamos, el de la solidaridad se mantiene algo aparte, no se sabe si en una altura solitaria, o quizá en una hondonada, porque se refiere a algo no soluble en los disolventes de los otros valores, de modo que su relación con estos es muy peculiar. La confianza, por su lado, se refiere a las redes de relaciones entre personas y su posible operatividad y eficacia; la tolerancia se refiere a la posibilidad de incluir personas y grupos nuevos, o modos nuevos y vidas nuevas, en la sociedad previamente reglamentada; la honestidad, como veremos más adelante, se refiere al final al respeto a la equidad. A poco esfuerzo que se haga se percibirán las intensas pero poco expuestas relaciones que hay entre los tres valores y sus manifestaciones, y en ocasiones hasta la dependencia de unos hacia los otros, según las circunstancias. Pero la solidaridad, que por supuesto participa también de esa red algo oscura de conexiones con los otros valores, cosa que veremos dentro de unos cuantos capítulos, entrega sus energías a una circunstancia que parece ser objeto exclusivamente de ella: el sufrimiento y la carencia, y el modo de paliarlos.

La confianza es imprescindible para que unos puedan aportar a todos y a otros, y a su vez estos puedan aportar a los primeros; la tolerancia hace posible la evolución y el crecimiento de las sociedades al aceptar novedades y versiones diferentes de lo consolidado; la honestidad permite a los ciudadanos establecer esa confianza racional pública a posteriori en el político, y en general en el resto de sus conciudadanos, sin la cual la sociedad acaba derivando hacia formas carismáticas y autoritarias. Pero la solidaridad es la única que cuenta con una realidad humana que las otras parecen, al principio, ignorar: el sufrimiento y la carencia.

Hasta cierto punto podría afirmarse que es diferente a los otros tres valores precisamente en su cualidad de reparadora de un problema. Se diría que no suma, sino que arregla averías. Y en unas y otras épocas, con alternancia casi de estaciones, las sociedades han afirmado que esas averías no deberían existir, mientras que en los momentos alternos se ha comprendido que exactamente esa es la condición humana, y por tanto eso que podría llamarse «condición social»: carecer.

Se trata del valor más directamente relacionado con ese extremo de la antigua polaridad que solemos denominar igualdad; aunque es equívoco quedarse en esta consideración, porque a menudo la solidaridad se va a tener que ejercer no llevando a la igualdad al objeto de la solidaridad con el resto de las personas, sino desigualándola, precisamente, para compensar carencias. Y esto, que parece tan elemental a primera vista, es la fuente de algunos de los conflictos más inmanejables de las democracias avanzadas de nuestra época. Eso, y la borrosidad del objeto de la solidaridad.

El objeto de la solidaridad es la persona con sufrimiento o carencias que nuestra sociedad ha calificado previamente de inadmisibles. Ya comentaremos esta precisión. A continuación, se han añadido como objetos de solidaridad familias, grupos humanos en general, etnias y pueblos y hasta naciones, y entidades económicas y asociaciones de diferente carácter, y tanto la definición del objeto como la de la misma acción solidaria se ha ido difuminando hasta llegar al extremo de dar entrada a acciones no de solidaridad pero presentadas como tales, y desde luego objetos que difícilmente podrían serlo si se mantuviera cierto rigor conceptual. Y esto no es trivial, y por eso tiene que ser mencionado tan pronto, porque, junto con la compañía de los equívocos laicos-religiosos que hemos comentado más arriba, han desvirtuado el valor hasta el punto de hacer difícil encontrar en la actualidad personas que, por un lado, comprendan la necesidad de ser rigurosos con su definición y, por otro, no crean y afirmen estar ejerciendo la solidaridad con cada acto de sus vidas, por personal y privado (e incluso insolidario) que sea.

Sufrimiento y carencias: ¿será necesario hacer una relación ordenada y detallada de los que la sociedad democrática considera inadmisibles, y por tanto de inmediata reparación con cargo a las aportaciones de todos, y los que son triviales o de orden menor, o quizá importantes pero lejanos a las necesidades de nuestra sociedad y su mantenimiento democrático?

(Continúa)