El principio de tolerancia. 13

El principio de tolerancia. 13.

(Condiciones de la tolerancia. C. Precisión. Cont.)

 

Sí. Y se trata del principal problema de las democracias actuales, y lo que posiblemente, si no se ataja, va a causar su fin.

Era frecuente a principios de los años ochenta, cuando España todavía buscaba claves y caminos para terminar de construir una convivencia democrática, complicadísima dada su historia, que pensadores, autoridades y políticos europeos indudablemente democráticos se asombraran al conocer que el Estado español toleraba y legalizaba incluso los grupos de respaldo ideológico, y en ocasiones algo más que solamente ideológico, de los grupos terroristas, por aquel entonces varios, diferentes y hasta enfrentados entre sí. Eran inevitables y numerosas las discusiones, y los más inexpertos españoles, y como tales algo más fundamentalistas, argumentaban siempre que democracia era o tolerancia para todos o no era. Los demócratas ya veteranos europeos no salían de su asombro. Eso era un problema tanto de asimetría (que ya vamos viendo que no hay problema de tolerancia que no la incluya) como, muy en particular en estos casos, de precisión.

«El régimen donde todos caben» y frases similares se hicieron muy populares, y además hicieron mucho daño a la formación política de los españoles. Porque a causa de su imprecisión, de sus contornos difuminados, parecen extender su objeto se diría que hasta el infinito: y por tanto a los enemigos de la democracia, como es evidente, de lo cual hay pocas ilustraciones más claras que la española.

Y aquello sucedía en unos momentos históricos críticos, en los que muchas democracias europeas se veían acosadas por una constelación de problemas de modo muy similar al español, pero problemas a los cuales respondían y acabaron venciendo de modo más ágil y democrático que en España (que todavía, en el año 2021, arrastra algunos lastres fabricados por los antidemócratas de entonces, como los nacionalismos regionales y su enjambre de manifestaciones disfuncionales). De hecho, adoptado el enfoque de la precisión de la tolerancia, se puede ir recorriendo la historia española de los últimos cincuenta años de jalón en jalón, de error en error. Y aunque estas páginas no quieren ser en modo alguno una reflexión española, entiéndase el recurso a sus ilustraciones del mismo modo que recurriríamos a episodios uzbekos o papúes si estos nos proporcionaran un catálogo tan acabado como el español de errores precisamente relacionados con la precisión de la tolerancia y las dificultades para acabar de construir una estabilidad democrática.

Las prisas por asimilarse a la Europa política y el deseo compulsivo de dejar atrás y olvidar el franquismo estuvieron probablemente en la raíz de muchos de los errores que se cometieron en la construcción de la democracia española alrededor del año 1977 y a lo largo de 1978, cuando las Cortes confeccionaron la nueva Constitución. En esta se incluyeron nociones que ya entonces muchos consideraban anacrónicas, pero que toleraron como mal menor con tal de conseguir el bien mayor. El tiempo empezó a demostrar poco después que si bien algunas de estas concesiones no eran demasiado graves, y que se podía vivir con ellas por lo menos una o dos generaciones hasta proponer su cambio en la misma Constitución, otras concesiones, sin embargo, mostraron su cualidad de infecciosas y expansivas, y mostraron signos de la gangrena que en realidad eran desde los primeros momentos, y mucho más a medida que ha pasado el tiempo, y 45 años después hay que ser verdaderamente un ciego o un fanático privilegiado por la situación para no percibir que esta bordea la condición de terminal gracias precisamente a esas al principio pequeñas infecciones de detalle. Antes de denominarlas concretamente, será quizá necesario que adelantemos que el error, el carácter infeccioso de esas concesiones, consiste precisamente en tratarse de problemas de precisión de la tolerancia; y nos estamos refiriendo, por supuesto, al modelo de problema de precisión: la planta del nuevo Estado español, la organización en Comunidades Autónomas como regalo o pago a pequeños partidos regionales, en su inmensa mayoría de base religiosa, reaccionaria, enladrillada del viejo caciquismo comarcal distante de un maligno «Madrid» al que ya no habría que dar cuentas de las exacciones cometidas, las irregularidades electorales, las expropiaciones ilegítimas y toda la relación de ilegalidades e inmoralidades que acabaron por cierto con los anteriores intentos democráticos españoles, uno de ellos de duración parecida al actual, desde 1874 hasta 1931, o según algunos autores hasta 1923 (a pesar de que los sindicatos y partidos de izquierda también colaboraron con ese régimen «post-democrático» de 1923 a 1931). Quien esté interesado en estas materias seguro que conoce aquel ya literaturizado caciquismo, muy real y muy operativo, y autor y factor del fin de aquella forma peculiar de democracia de la Restauración, tal como algunos pensadores observan que en la actualidad del siglo XXI amenazan con serlo las conductas y las formaciones y los personajes herederos de aquellos, aunque hoy con nombres y adjetivos bien vestidos de nacionalismo, diferencia e identitarismo. El identitarismo que a nivel global, ni mucho menos sólo español, se ha constituido en componente principal del hormigón grumoso de esos populismos que vemos hoy como el gran peligro de las democracias: identitarismo que en realidad no es, en España, más que una sofocante estrechez de miras de patria chica que ha conseguido, a base de bancos y cajas de ahorros regionales, y unas estrategias de marketing asombrosas, hacer lo que le viene en gana sin, en efecto, tener que dar cuentas de ello a tribunal alguno, porque ya se han constituido ellos en su propio alto tribunal (y nunca se ha visto a un juez acusándose a sí mismo por fugarse con el dinero sin impuestos a Andorra, por ejemplo). En cuanto a las estrategias de marketing, baste recordar que en la actualidad, en España, son principalmente partidos de derechas o de extrema derecha, y muchos de ellos añadiendo a esa condición la de religiosos, los que han conseguido esta tolerancia: pero al que pone en duda su conducta o critica sus decisiones o su discurso, o propone incluso, simplemente, otra organización para el Estado, lo acusan ante el tribunal de las audiencias de los medios de comunicación precisamente de «derechistas».  Es decir, por si no había quedado claro que el embrollo era tal: los partidos más reaccionarios del panorama español fuerzan una planta peculiar del Estado, que es el más descentralizado de Europa, y que sólo les beneficia a ellos en su casi aislamiento e impunidad; con ellos pacta la izquierda de la Transición con tal de sacar adelante la Constitución; y luego al que los critica lo tildan violentamente de peligroso derechista.

¿Hay que explicar por qué hemos traído este caso aquí como modélico de los problemas de una democracia causados por una deficiente noción y una defectuosa práctica de la precisión de la tolerancia?