El principio de tolerancia. 17

El principio de tolerancia. 17

Capítulo 3. Obstáculos para la tolerancia

Confusión pública/privada

Se denominaba demarcación en ciertas escuelas psicológicas a la capacidad de creación de un espacio ideal por parte de un individuo dentro del cual ese individuo sentía sin dudas ni fisuras ser él y gobernarse él mismo, y fuera del cual no había más que el mundo ajeno, o el otro así denominado por tantos autores. A continuación, esas escuelas procedían a describir los problemas de demarcación de una persona como origen de disfunciones psicológicas o de relación, cada escuela según sus tendencias o sus gustos. Nosotros, hoy, no sabemos ni estamos interesados en el mayor o menor acierto de esas escuelas ni de la suerte que han corrido andando las décadas, pero nos apropiamos de ese término, que aunque sólo fuera por sus significados castellanos nos parece excelente para denominar la noción alrededor de la cual se producen tantos problemas en la armonización de las conductas privadas y públicas de los ciudadanos de nuestras sociedades.

Hasta aquí llega mi persona, y desde aquí es espacio público es una operación que cualquier ciudadano más o menos eficiente debe hacer casi cotidianamente como renovación y puesta al día de esa misma operación hecha el día anterior. Se entiende que es imposible que proceda a hacerla con eficacia si no hay previamente una situación personal de cierto rendimiento mental, y se entiende además que no es necesario que esa operación se realice expresamente. Pero es fundamental. Si no se realiza y se renueva, se estará perdiendo la oportunidad de ser un interlocutor eficaz en el debate público. Y, además, estará haciendo posible que se impongan ciertos problemas en su percepción del mundo y en sus decisiones.

En la actualidad, sin que muchos lo hayan señalado, se da un fenómeno de extensión inabarcable que ha venido a alterar las posibilidades de establecer una demarcación funcional en millones de individuos: muchos de los mecanismos y de las funciones que se suelen englobar bajo la denominación «redes sociales». Se diría que, gracias a algunas de estas en particular más que a otras, el clásico y cronificado problema (casi recuerda a Lévinas) de «hasta dónde llego yo» y «dónde empieza el otro» ha conseguido un aliado invencible para seguir siendo tal problema y para no resolverse. Porque si desde siempre se ha tratado de una de las formas posibles de definir la adolescencia, pero siempre, a continuación, de plantear qué elemento de esta se necesita dejar atrás para conseguir un desarrollo satisfactorio hacia la juventud, en la actualidad y con esa ayuda se diría que ha conseguido el estatuto de naturaleza consentida: no saber hasta dónde llega tu yo (o tiene que llegar, o debe llegar) y suponer que llega hasta los confines del universo, o por lo menos del ciberuniverso, es una condición de éxito en lo que se refiere a ciertas tareas y desde luego a la principal de todas en ese mundo pre-juvenil: demostrar que uno es relevante, imprescindible a ser posible, importante y, como mínimo, original. 

Lo mismo que en generaciones y generaciones anteriores. Pero en estas, con ciertas diferencias interiores de escalas, el joven aspiraba a ser reconocido como relevante en su instituto, o en su pueblo, en su círculo de amigos, y poco a poco también en su familia, y sobre todo en el trabajo. Probablemente todo confluía al final, como marca muy potente de entrada en la edad adulta y en la condición de plena ciudadanía, en el éxito laboral. No entendido como algunas exageraciones han presentado, al estilo de la economía del pelotazo y similares, sino como simple consolidación de uno en su puesto de trabajo, la demostración de que colaboraba desde cierto puesto a la construcción de la sociedad y era capaz de ganarse la vida sin depender de otros. Eso, y a menudo aunque no siempre acompañado del éxito en la formación de una familia, podía ser considerado el desiderátum de cualquier vida; y hay autores que recurren incluso a atavismos de tipo naturalista o fisiologista para explicarlo, mientras otros se limitan a explicarlo desde nociones culturales; pero no importa, porque se trataba de una percepción de todos, e incluso, por una vez, desde todos los bandos posibles definidos según opciones políticas de las cuajadas en el siglo XX, opciones que han solido ensuciar con su cuchara cualquier juicio y cualquier opinión de cualquier materia. En esto no tanto: unos con términos más rutinariamente burgueses y otros con términos más rutinariamente sindicalistas, lo del ganarse la vida con el propio trabajo y además sacar adelante una familia era considerado lo indiscutible. Eso era ser reconocido como ciudadano de pleno derecho; eso era ser relevante, servir para algo.

En la actualidad no.

El yo llegaba hasta el límite de allá de cualquier miembro de la familia (y deseablemente a la recíproca), y hasta el producto acabado del trabajo. 

Hoy el yo llega más bien hasta el límite de allá de cualquiera de los 600.000 seguidores que han dado al like en una comunicación que has expuesto en Facebook o en Tweeter. Si se da esa cifra de likes, el así aprobado parece sentir entonces, o así se expresa, que su mundo personal está construido por todos esos que le han aprobado, a los que suelen denominar con expresiones que sugieren que los sienten como a su servicio. En el caso de los que, además, son tenidos por o calificados de influencers da la impresión de que está sucediendo algo muy parecido al clásico y antiguo (y quizá anticuado) fenómeno de las sectas, con proclamación de un líder y casi otorgamiento de carta blanca al elegido para que se conduzca como le dé la gana, fuera de los límites generales impuestos por las costumbres, y no digamos el respeto a los otros, e incluso las leyes en muchos casos. De modo que como soy líder porque mis últimos posts han obtenido más centenares de miles de likes que los de mis rivales, eso me da derecho a proclamar en público con total irresponsabilidad que, por ejemplo, el coronavirus COVID-19 no existe.

Eso es un problema, entre otros, de demarcación del yo.

Que pone de manifiesto súbitamente que el individuo no percibe, tal como los adolescentes no perciben, que entre sus gustos personales, o sus percepciones, o sus opiniones, y las verdades generales no hay identidad.

Hasta hace poco hubiera bastado con referirse al problema de la adolescencia prolongada, que, casi por definición, era un fenómeno minoritario y de reparación prácticamente universal: y ese recurso retórico al yo en las conversaciones, y la reducción de cualquier materia de discusión a mi yo, a mis gustos, a mis preferencias, y una compresión, se diría, de todo lo del mundo a solamente lo que a mí me importa, se iba quedando atrás con el paso de los años y la maduración. Pero la puesta a disposición de los adolescentes, cuando aún no han superado esa fase problemática, de un amplificador de ese yo hasta límites que nadie había previsto sólo hace dos décadas, amplificador que, no hará falta decirlo, son esas llamadas redes sociales, han modificado el problema: no se suele reducir hoy el mundo al yo, sino que, sencillamente, no se conoce ni se concibe y a veces parece que ni siquiera se imagina que exista un mundo más allá del yo.

Y la confusión entre la acción pública y la acción privada ha recibido, entonces, un alimento inimaginable hace pocos años.