El principio de tolerancia. 18

El principio de tolerancia. 18

Capítulo 3. Obstáculos para la tolerancia

Confusión pública/privada. Cont.

Confusión de lo público y lo privado que se da en todos los ámbitos pensables, y por lo que nos importa en este momento de modo muy intenso en fenómenos como el de la tolerancia, y además en todos los sentidos.

Y se trata en realidad de uno de los sucesos más generales y extendidos relacionados con la mirada de la persona de hoy hacia lo que no es ella: opinará del mundo, de cada cosa del mundo, de cada suceso, persona o cultura, y dará su aprobación a su existencia o no, en función de cómo le afecte exclusivamente a uno, a mí. Lo que antaño aparecía a menudo en comedias como actitud algo extravagante, algo loca, de personas mayores y ya un poco sonadas, que hacía que estas se pronunciaran sobre otras de modo algo aturdido y cómico, de pronto adquiere estatuto como de fuente legítima de opinión política y se tiene en cuenta y se respeta, como si por aquel «qué poco me gusta el sonido del saxofón, desde mañana quedan prohibidos los saxofones en mi reino» fuera algo normal y asumible por un mundo público democrático.

Se trata de algo mucho menos cómico y mucho más frecuente de lo que parece cuando se piensa en ello como en este párrafo, lejos del fenómeno vivo. Pero sucede que incluso en los medios más supuestamente politizados y racionalizados se tiene en cuenta a menudo como criterio último la perturbación que sobre alguien en particular con poder para decidir o influir ejerce cierta persona o cierta cultura o manifestación. Porque estamos tratando la tolerancia política, pero la definición de esto, como la de la demarcación de la propia persona, se ha desdibujado por varios motivos a lo largo de las décadas, y principalmente por el acceso que todos tienen a las opiniones de cada uno, o, como mínimo, a su presencia en la exposición pública y, de modo recíproco, por la nueva presencia de cada uno en ese espacio público, que (hay que hacer cierto esfuerzo de visualización) ya no exige levantar la mano para pedir turno de palabra, y que una mesa o sanedrín evalúe la oportunidad de dar ese turno, y que se conceda, y etcétera, sino que en la actualidad es el mismo acto, por así decirlo, el de levantar la mano y el de pronunciarse sobre cualquier cosa o suceso o persona o fenómeno que uno quiera pronunciarse, de modo que la opinión queda dicha, expuesta, proferida, y visible y audible y legible desde ese instante hasta… un indeterminado futuro, o quizá siempre.

Y todo ello lo último que propicia es la reflexión y el análisis acerca de si es políticamente adecuado ejercer la tolerancia o no ejercerla, o cómo ejercerla, hacia una persona o cultura o fenómeno, porque ya se ha pronunciado, y en general a una velocidad de respuesta refleja, cualquiera sobre ello, y no precisamente desde su razón o su cálculo, sino desde ese mundo algo amorfo y dúctil que se puede llamar provisionalmente sus gustos personales. Y se añade que esa expresión del gusto personal se da en un ámbito accesible para otros en número de miles, o centenares de miles, o de millones, desde el mismo instante en que aparece. Y eso lo saben todos, el que se expresa, y el que lee y reenvía o retuitea y comenta y recomienda o no la expresión proferida.

Pudiera no haber demasiado que criticar en todo ello si no fuera porque a menudo todo ello se toma como expresión de la democracia. Y ese gusto personal se toma como postura política. Y el placer o el displacer personal como reflexión. Y es muy difícil que así sobreviva saxofón alguno, y mucho más difícil todavía que, una vez muerto el último saxofón, vuelva a haber saxofones en el mundo.

Aunque quizá nada de esto es nuevo: probablemente lleva sucediendo durante generaciones. La diferencia es que, aunque sólo fuera por la velocidad de difusión, antes de llegar a convertirse en postura pública, una opinión o una expresión de un gusto personal pasaba por filtros objetivos, oyentes, lectores, contertulios, correctores, y a menudo no llegaba a acción política. Hoy es acción política ipso facto, porque el mismo acto de expresar un gusto por primera vez se hace ya ante audiencias potenciales (y en el caso de personajes famosos no potenciales, sino de hecho, y además atentas y alerta) de millones de personas. Hay esos personajes «famosos» más o menos como los ha habido siempre (desde que hay medios de comunicación de masas), pero además hay ese otro personaje más o menos incomprensible pero muy eficaz llamado «influencer», en número de miles o decenas de miles, que, casi en su totalidad, no ofrecen facilidad alguna para que los demás comprendamos por qué son precisamente eso, influyentes, dada la escasa entidad, en general, de la formación intelectual o cultural o incluso cualquier otra en cualquier ámbito salvo quizá en la ciencia de la compra de moda o cosa parecida. Y aunque la mayoría esgrimen su habilidad para el maquillaje o para recortarse la barba como credencial definitiva para ser atendido, el caso es que son atendidos y seguidos y copiados y difundidos cuando pronuncian su aprobado o su reprobación sobre cierta acción pública o cierta persona política y su conducta… y esta persona ya puede preparar su futuro en función de esa calificación, porque el proceso funciona de verdad (y para el que dude, puede bastar con traer el recuerdo de las redes sociales y Hillary Clinton, como ejemplo cogido un poco al azar entre otros miles posibles).

Se diría que una reflexión sobre la tolerancia debería incluir, pero esto está por discutir, alguna especie de advertencia sobre la tolerancia o la intolerancia propuesta hacia una persona o una cultura o una manifestación cultural dada en redes sociales: los cientos de casos habidos de error, linchamiento, condena inmotivada y cancelación de personas o de obras aconsejarían esa prudencia, pero no cautelar o temporal, sino de un modo muy extenso y profundo y a lo mejor permanente. Puede ser oportuno traer los casos de actores norteamericanos cancelados exclusivamente por un desacuerdo personal, o todavía por menos o simple competencia ante un contrato, sólo algunos de ellos rehabilitados posteriormente en la misma medida en que no tenían que haber sido ni acusados («acusa, que algo queda»), y muchos ya condenados a los márgenes de su industria para siempre, o para siempre imposibilitados de volver a entrar en ella a pesar de la demostración de su inocencia (por ejemplo, Morgan Freeman, por no traer otros casos más complejos). La intolerancia pronunciada en medios públicos, de los cuales hoy es máxima expresión el entramado de redes sociales de expresión y lectura, intolerancia además extraída exclusivamente de una querella personal, o de un simple gusto personal, es la máxima expresión y la más clara de lo que hace pocos años quizá hubiera costado más exponer como caso de confusión de lo privado y lo público como obstáculo para el ejercicio democrático de la tolerancia. Pero no se cierra con ello esa confusión, porque lo cierto es que hay hasta asociaciones con altos presupuestos, dotados por las arcas públicas en general, que han hecho de cierta postura personal de sus fundadores algo similar a un principio político que además recorre el mundo de la clase media y de la publicidad como si se tratara de un catálogo de ideas políticas, y reclutan adeptos y fondos como si de causas públicas se tratara. Por no hablar de algunos de estos grupos de presión que hacen de la causa de mis ambiciones como miembro de una etnia o sub-etnia, o representante de una cultura o sub-cultura, algo tonante en los medios como un lema de revolución de 1789 cuando, en realidad, se trata de encubiertas llamadas a la colaboración con la pervivencia de privilegios e incluso de costumbres que una sociedad democrática no se puede permitir ni avalar ni siquiera albergar en su interior.