El principio de tolerancia. 19

El principio de tolerancia. 19.

Capítulo 3. Obstáculos para la tolerancia

 

Confusión pública/privada. Cont.

 

El ámbito de lo privado y el de lo público sufren en el primer cuarto del siglo XXI una convulsión tanto en sus fronteras como en el interior de cada uno, cuando al mismo tiempo se están poniendo en cuestión la naturaleza de la identidad individual y las identidades colectivas, y se está haciendo de este cuestionamiento motor de acciones políticas del mayor calibre. Es claro que en esta época el llamado identitarismo ha sustituido en muchos programas políticos a conceptos sólidos y extensos relacionados con la verdadera realidad de las sociedades y sus problemas; es tentador suponer que alguien sale ganando con ello, como si se tratara de algo que sucede por voluntad de unos conspiradores que así lo han querido: se deja de hablar de igualdad y de la lucha por conseguirla para pasar a hablar de lo que me hace desigual a otros, precisamente, y de por qué necesito un trato de favor en este o aquel aspecto. Se deja de hablar de libertad de expresión, de circulación de ideas, de escritura y de lectura, y se pasa a hablar de la libertad de mi pueblo para no ser considerado el mismo pueblo que ese otro (lo que lleva implícito, sin excepción, la noción de la propia superioridad). Y así sucesivamente. Si el identitarismo se ha logrado imponer ha sido, entre otras cosas, porque se ha impuesto una hasta ahora muy discutida y discutible noción de yo colectivo prevalente sobre la persona. Alguien es, en primer lugar, alguien que pertenece a un colectivo, etnia, gens, tribu, pueblo o región. Luego, todo lo demás.

En ese entorno ideológico, hoy preponderante, no hace falta establecer, ni luego atender, a procesos de «colectivización» del yo: un yo es automáticamente un nosotros, pero no exactamente en aquel sentido hegeliano que Valls Plana radiografió, sino en uno mucho más primario y como, por así decirlo, de deporte rural. De modo que si alguien es suficientemente sentido como miembro de esa gens o tribu o región, él mismo lo va a saber en primer lugar, y las disposiciones que tome acerca de cualquier asunto colectivo, y más sobre la tolerancia, por muy basadas que estén en meras preferencias personales, fácilmente serán adoptadas por los demás como decisión de todos. Y si ese alguien, además, goza de algún prestigio tribal, o simplemente de poder, su gusto es ley.

Para  evitar estas confusiones en la actualidad serían necesarias medidas de tal alcance que se hace demasiado costoso llegar siquiera a imaginarlas. Estamos inmersos todavía en el proceso político de disolución del yo individual en el colectivo o tribal, y no se atisba siquiera cuál es el final. El premio que otorga a cada uno esa disolución es tan inmediato y permanente que el proceso se refuerza con cada acción. En conjunto, la impresión es que sólo una élite (pero en absoluto económica) se está librando de esa especie de absorción en el remolino del sumidero de lo colectivo, pero desde luego no se sabe decir qué hace que consiga librarse. Pero es un fenómeno real: unos pocos, probablemente sin distinción de ideología ni por supuesto de sexo o etnia o procedencia, y en este caso además sin distinción de nivel económico, NO confunden el ámbito de lo público con el ámbito de lo privado, y son solamente ellos quienes pueden ser observados mientras establecen o proponen disposiciones acerca de la inclusión o no, es decir, de la tolerancia pública o la intolerancia pública hacia cierto individuo o ciertas costumbres, culturas o conductas.

 

 

B- Erosión del término e imprecisión

¿Debemos insistir en el peculiar sentido que debe soportar el término tolerancia cuando lo utilizamos en un contexto político? Se diría que sí, de un modo similar a como habrá que hacerlo cuando estudiemos el término solidaridad y sus nociones, por lo menos tan equívocas como las que se han desarrollado acerca de la tolerancia: por ejemplo, de ser solidario un adjetivo predicable de las personas, y sin mucho margen para el equívoco, pronto se deslizó su uso hacia la adjetivación de sustantivos comunes no calificables de virtudes morales como «teatro», «concierto», y no digamos «carrera urbana»: carrera urbana solidaria -ya parece que no hay otra posibilidad de carrera urbana- es algo, con rigor, con tanto sentido como «carrera urbana virtuosa» o «carrera urbana lujuriosa» o «avariciosa», etcétera, todo lo cual ha contribuido a que el auténtico ejercicio público del valor de la solidaridad se vea entorpecido, en ocasiones casi hasta la inexistencia. Algo parecido sucede con el término «tolerancia».

Pero no fruto de ese mismo fenómeno de pura pereza mental, sino consecuencia de equívocos que vienen arrastrándose desde el pasado, que se pueden agrupar bajo la idea del temor: temor a que alguien pueda calificarle a uno de «intolerante», cuando se ha hecho de esta calificación sinónimo, según los contextos, de inquisitorial, autoritario, militarista, fascista y nociones afines y habituales compañeras de estas en las parrafadas condenatorias hacia otra persona. De modo que se ha aplicado la noción de tolerancia y se ha recurrido al cobijo de la calificación de tolerante a sucesos y fenómenos que apenas pueden tener relación en ninguno de los universos semánticos con ello: nos han invadido los mosquitos, pero yo soy muy tolerante con los mosquitos, no hay que matarlos. No se puede circular por las calles de este pueblo porque la proliferación de lobos ha traído a estos a invadirlas, y hay que ser tolerante con los lobos. Este astrólogo ha pronosticado el próximo fin del mundo para el sábado que viene, y no hay que contestarle con esa energía, hay que ser tolerante con él. Yo creo en las vacunas (?), pero hay que ser tolerante con los antivacunas. Y así sucesivamente.

Es decir, desde su significado político, que no vamos ahora a resumir en una fórmula de diccionario, sino que lo intentamos contemplar por extenso a lo largo de este libro, se ha reducido el sentido de la palabra tolerancia no a un sentido en particular, sino a múltiples microaplicaciones coyunturales y contextuales, la mayoría relacionadas con el miedo al conflicto necesario, el perdón al ignorante nocivo y la inacción errónea de defensa de la sociedad.

Esto, que a primera vista puede parecer algo excesivo, se ve con más claridad cuando se observa con detenimiento una circunstancia: nunca se pronuncia la necesidad de tolerancia o se propone el ejercicio de la tolerancia hacia un honrado profesor de biología, hacia un guardia de tráfico experto, hacia un buen profesional de la venta de textiles, hacia el tercer violín de una orquesta o hacia un esforzado traductor literario. Quizá no sea necesario ampliar la casuística. Esto nos informa, entre otras cosas, de que se le da popularmente a la palabra «tolerancia» un sentido muy cercano al de… perdón. Lo cual es, evidentemente, un error monumental.