El principio de tolerancia. 22

El principio de tolerancia. 22.

Capítulo 3. Obstáculos para la tolerancia

 

  1. Compensación de intolerancias (Cont.)

 

¿Ofensas? ¿A qué viene eso de «ofensas»? Llevamos tantos años dejando que esa marea suba cada día un poco más que quizá ya hemos sufrido eso que suele llamarse un proceso de desensibilización, y no terminamos en la actualidad de darnos cuenta tan intensamente como el fenómeno merecería que el hecho de haber colocado la ofensa como concepto central de la adopción de políticas o la confección de normas es una monstruosidad indefendible, y como tal hubiera pasado hace treinta o cuarenta años, cuando la ofensiva de los ofendibles comenzó, y se diría (aunque no dejaría de ser una fantasía dramatizada) que hemos llegado hoy al extremo de abandono al que hemos llegado a causa de un plan muy bien trazado por los ofendibles, muy táctico, muy gradual, y al final inteligente y triunfador. Las cosas parecen responder a eso, pero probablemente, como decimos, no se deban nada más que al acomodo que, es sabido, señala Platón en su República, especialmente el de la tercera generación de una democracia heredada y no ganada. La simple negligencia inadvertida que tantas averías causa a las democracias en tantos de sus frentes, cuando no se entiende que la democracia es una forma de organizarse que, a diferencia de otras, necesita continuo mantenimiento y mejora.

Nunca, en la historia reciente de las democracias, se había argumentado tan contundentemente contra la tolerancia como en estos días, y ello a causa de la preocupación por esas ofensas. Y estas ofensas se construyen prácticamente en su totalidad sobre la base de intolerancias del pasado en sentido inverso. Pero intolerancias, casi siempre, no sobre la misma persona individual que hoy se manifiesta ofendida, sino sobre cualquier ente colectivo, aun lejano o histórico, al que el ofendido dice pertenecer (que desde ese momento es también el que dice representar, aunque nadie le haya dado esa credencial).

Los sucesos del verano de 2021 en esa universidad de Quebec son muy ilustrativos (y son uno entre cientos, en absoluto excepcionales, sino todo lo contrario): jóvenes privilegiados, ahítos hasta el hartazgo de bienestar, halagos y facilidades académicas como nunca en toda la historia hubo antes, deciden, después de cursos anteriores en los que ellos y sus compañeros de otras universidades ya han conseguido erradicar a «europeos, blancos, opresores» etcétera de los planes de estudio (Shakespeare, Cervantes y decenas de otros), que ciertas historietas infantiles de carácter cómico o humorístico y de mero entretenimiento hablan con poco respeto de sus ancestros, y por eso no sólo hay que prohibirlas sino hacerlo de un modo muy didáctico y muy publicitario: haciendo una hoguera en espacio público. Incluso historietas que se han señalado por su militancia expresa en contra de las ofensas por ejemplo racistas: esto es importante, porque entronca con esas sospechas venenosas que están en el fondo de la avería general de la noción de tolerancia (y de otras averías) de las democracias modernas: esas y otras historietas, antes o después (se trata de Tintín, de Astérix y otras por el estilo, que comenzaron a publicarse cuando la sensibilidad colectiva era muy diferente a la actual) acabaron pronunciándose de modo completamente explícito en contra de las ofensas raciales (y otras nociones relacionadas con los conflictos políticos actuales, que de momento, aquí, vamos a dejar de lado). ¿Era necesario que unas historietas destinadas al público infantil o, como mucho al de la primera juventud, para puro entretenimiento, llegaran a convertirse en lo que parece que hoy tiene que convertirse todo: didáctica de la política y el pudor? Quizá, para no ser quemadas en pira pública, sí, era necesario. Ah, pero… Dijeran lo que dijeran, enseñaran lo que enseñaran expresamente a sus lectores, el caso es que en tal número del pasado, de hace diez o doce o sesenta años, había una figura intolerable. Si el lector no conoce estas historietas quizá no termine de hacerse una idea de la escala del dislate, de modo que no sobra describir un caso concreto de origen de la queja, entre otros muchos: en Astérix hay un grupo de piratas (marinos) evidentemente paródico, compuesto por un capitán ya casi deprimido por la ineficacia de su tripulación, un viejo que cita a Horacio o a Cicerón antes de tiempo, varios individuos de aspecto y conducta a cual más extravagante, y… un negro. Este a menudo hace de vigía en la cofa y grita la llegada de enemigos o la aproximación a tierra con palabras deformadas por una pronunciación estereotipada de sureño, carente de muchas consonantes, algo a medio camino de la escritura tópica del andaluz de Cádiz y el estereotipo de traducción y dicción española del campesino negro de Luisiana, digamos. Eso, por supuesto, se toma como una ofensa. Y es una de las causas (y no de las menores) de que se haya dictaminado, y llevado a cabo, la quema de esos libros.

Y no es exagerado recordar lo que Caroline Fourest narra en su Generación ofendida relacionado con el ostracismo al que se somete a la madre que decidió hacer una fiesta de cumpleaños de su hija pequeña «de tema japonés»: en los sectores norteamericanos (tanto estadounidenses como canadienses) debes evitar que te acusen de haber incurrido en «yellow face», tanto como en «brown face», es decir, haberte coloreado la cara o haberte maquillado de japonés o de negro, porque sólo por haberlo hecho (sin evaluación de intención, contexto, objetivo, actitud o consecuencias, que ya sería grave juzgar todo esto, pero ni siquiera: sólo por el hecho del maquillaje) va a caer sobre ti una espesa condena de la que, además en estos tiempos de lo que se llama «cancelación» va a ser muy difícil dejar atrás. Señala Fourest que a continuación, en ese caso, eran blancos privilegiados los que se quejaban de haber ofendido a «la cultura japonesa», mientras que conocidos japoneses se pronunciaban a favor de esa madre, subrayando que en todo caso la fiesta les encantaba porque la experimentaban como una celebración de su cultura. Ah, pero, entonces… apareció el demonio de la apropiación cultural.

En cuanto a las ofensas que puedan sentir esos jóvenes, aborígenes norteamericanos o no, negros o no, normalmente en su mayoría blancos y WASP (por ahí hay alguna clave de la distorsión), se trata de uno de los ejemplos perfectos de intolerancia debida a compensación de intolerancias anteriores o pasadas. En la actualidad, es un delito, y esporádico, ofender (?) de cualquier modo a un aborigen norteamericano, por ejemplo; de hecho, hay conductas digamos «neutras» que están incluidas en el catálogo de conductas ofensivas contra un aborigen, pero no ofensivas contra un blanco. Y eso es con la intención de compensar… no ofensas, sino genocidios del pasado.

La desproporción es tal que no se acierta muy bien a evitar el bochorno. Pero es una especie de epidemia de nuestra época, que ha desenfocado la atribución de responsabilidad, y no digamos la de culpa, y tira por elevación y bombardea de saturación un territorio para eliminar así al único ladrón que hay en él. Quemar libros, infantiles o no, es un ejercicio de intolerancia contra el que no cabe casi argumentación, de lo nítidamente que expresa, aunque en negativo, las nociones de libertad de expresión, tolerancia y muchas otras relacionadas simplemente con la función del libro, la autonomía individual, y la democracia misma. Pero, con todo lo grave que aparece a nuestros ojos educados en la herencia europea, es mucho más grave utilizar ofensas del pasado no a la propia persona, sino a un colectivo al que uno dice pertenecer, o ni siquiera, para establecer medidas de intolerancia en la actualidad hacia los supuestos autores de aquellas intolerancias del pasado. ¿O terminamos de vulnerar todas, hasta la última, de las nociones básicas del derecho, y atribuimos a los descendientes las culpas de sus ancestros?