El principio de tolerancia. 24

El principio de tolerancia. 24

 

Capítulo 4. Errores contra la tolerancia

 

  1. Cesión del discurso (cont.)

 

Irracionalismo y emotivismo sensiblero no son, evidentemente, sinónimos, salvo que quieran serlo. Y en la sociedad de la queja y la reivindicación de privilegios parece que quieren.

Y todo se sustenta sobre una especie de fenómeno paradójico, el del prestigio de la palabra tolerancia, prestigio que se usa sobre todo para minar y destruir el uso y la función de la tolerancia democrática. Ese prestigio es tan extenso y tan consolidado que, a diferencia de otros valores, nadie quiere que se piense de él que no lo pone en práctica. O, mejor dicho, nadie quiere que se le pueda atacar de hacer un uso restringido o no universal de la tolerancia. Salvo, eso sí, cuando el discurso hegemónico ha decidido que no se debe ser tolerante con algo. Pero, hasta ese momento, hay que ser «tolerante con todo», aunque incluya este «todo» la mayor aberración que se pueda concebir.

Y ello lleva a que quien debiera ser racional en el uso y la aplicación del valor llamado «tolerancia» renuncie a ser racional, e incluso renuncie, por decirlo tal como es, a aplicar el valor de la tolerancia, con tal de no meterse en problemas que puede que no esté previendo con la suficiente nitidez. Y, ante la duda o la incertidumbre, mejor no actuar, parecen decirse (y seguramente se dicen, de hecho), como en tantas otras ocasiones vemos en la vida pública.

En los hechos, eso significa dejar hacer sin someter a examen crítico a todo aquel que quiera hacer, en particular, por lo que a nuestro asunto respecta, en materias de aceptación, adaptación, asimilación, excepción y modificación de las reglas generales para uno mismo. Cualquiera que quiera ingresar en la sociedad o, si ya es miembro de ella, quiera plantear novedades en su conducta y modificaciones de las normas generales para provecho propio, podrá hacerlo a menudo sin contraste con la racionalidad, o con un discurso ajeno que represente la racionalidad democrática, porque quien tuviera que proferirlo, quien sea que en ese momento tenga el deber de representar a la sociedad democrática, normalmente, muy frecuentemente, renunciará a su deber y dejará campar en solitario el discurso emotivista del peticionario. Y además, dependiendo de la modalidad de modificación (es decir, de privilegio) que el peticionario de tolerancia esté exigiendo, o sea de las materias generales a las que se refiera en su exigencia, el que debería ser representante de la sociedad democrática saldrá corriendo en dirección opuesta a la conversación (que para él es sólo «un problema» o «un lío»), de modo que el discurso del que pide tolerancia para sí llegará sin matices ni correcciones a todos aquellos a los que estos asuntos importan, y, tal como hemos visto una y otra vez, lo incorporarán al suyo.

Este discurso de los que hemos denominado «aquellos a los que estos asuntos importan» es definitivamente importante para el funcionamiento de la sociedad democrática, en una medida mucho mayor de lo que la ligereza de esa denominación puede hacer pensar. El conjunto de la población, quizá semialfabetizada, probablemente atenta sólo a su día a día personal o familiar, a sus problemas de subsistencia, ni siquiera atiende a los informativos (o sólo atiende a las secciones deportivas de estos; desde luego, no a las secciones de política). De modo que no deja de ser demagógico suponer que «a la población general» el discurso del peticionario de tolerancia para sus privilegios (o anomalías democráticas) le importa algo, o que esta población tiene algo que decir o decidir sobre ello, porque, sencillamente, lo ignora (aunque le vaya a afectar a menudo en un futuro ni siquiera lejano sino inmediato). En esta materia, como en la mayoría de las materias relacionadas con los valores democráticos, el peso de los hechos va a recaer sobre grupos restringidos, en ocasiones con la forma de esos lobbies que hace poco mencionábamos, o en otros momentos quizá no tan estructurados pero sí presentes en la comunicación pública como ciertas ONGs, o quizá secciones especializadas de partidos políticos. Es decir, por más que les pese a algunos de ellos mismos, en élites.

Estas élites, admitan o no que esa palabra es la que les define, son las que, en general por causas algo remotas pero siempre sucias, tienen agarrado este fenómeno: nosotros somos los que nos encargamos como especialistas en vigilar el cumplimiento adecuado y la práctica adecuada de este valor. Y nosotros, especialistas, decretamos que la exigencia del peticionario X de tolerancia tiene que ser atendida (o desatendida, más raramente). ¿Cómo se atreven estas ONGs, estas élites, estos grupos, a dictaminar así? Porque, precisamente, tienen el control de las sanciones sociales contra quien les desobedezca.

Y en ese instante nos hacemos conscientes del error general, de la avería que amenaza con una parada total de los sistemas democráticos, y que ha alcanzado prácticamente su invulnerabilidad entre otras cosas a causa de su ubicuidad: se ha cedido el discurso sobre la práctica de los valores a los que dicen estar a un lado del mundo de opiniones sobre esos valores, y se les ha dado a estos el estatuto de especialistas. No se concibe tribunal «neutral» al que acudir al respecto, más que los ordinarios de la justicia (a los que prácticamente no se acude para estos casos, por supuesto). Los «tribunales» a los que consultar, cuyo dictamen esperar, son muy abiertamente parte en el litigio. ¿Habría que tolerar una modificación de nuestras normas democráticas generales en ese detalle que hiciera posible que la conducta que X propone que se le tolere no sea considerada ilegal? Y se formula esa pregunta a un individuo que contesta con la credencial de pertenecer a una élite que se ha dado el nombre de Grupo por la Tolerancia (o cosa parecida), de tesis ampliamente difundidas y conocidas como radicalmente (nunca moderadamente: obsérvese con detenimiento) tendentes a ser tolerante con, por resumir, todo. Se ve con luz solar en el caso de las discusiones «ecologistas» sobre el uso de la energía nuclear: se pregunta a miembros de ONGs ecologistas, como si fueran entendidos en el asunto, pero que son sin excepción élites que proclaman de sí, de antemano, su oposición al uso de la energía nuclear, con anterioridad a su conocimiento, a su análisis y a su estudio.

Pero ¿quién está cediendo el discurso sobre la tolerancia a quienes sólo van a pronunciarse en un sentido previamente conocido por todos, y ajeno al mantenimiento de la salud democrática de la sociedad? ¿Quién tendría que pronunciarse en lugar de esos grupos de presión y de esas élites de opinión? En primer lugar, como es elemental, el titular del organismo de la Administración creado con ese fin.

Pero este teme a sus superiores del partido político que le ha llevado hasta ahí. Y teme a los periodistas, muchos de los cuales, además, también están afectados por la condición de pertenecer a élites de opinión. Y son los que, al final, van a conseguir que el superior del superior, al que ese funcionario o cargo teme, acabe diciendo el fabuloso «no quiero líos» y destituya al cargo o funcionario que se ha pronunciado en público, con energía y contundencia, y como cargo encargado de pronunciarse, en contra de la ablación genital de las hijas de los inmigrantes de ciertas culturas que la exigen.

Así que el discurso está cedido a quien lo tiene elaborado con anterioridad a la observación de la realidad, y de ese modo el valor de la tolerancia no está, en las sociedades democráticas actuales, cultivado de un modo que pudiera llamarse racional. Y más bien se está consolidando, paso a paso, el poder de quienes imponen que se toleren sus conductas intolerantes.