15 Ene El principio de tolerancia. 26
El principio de tolerancia. 26.
(Capítulo 4. Errores contra la tolerancia
- Apropiación del concepto por un partido. Cont.)
Y en ello juega un papel muy relevante la evolución de conjunto de nuestras sociedades en lo que se refiere a las nociones de personalidad individual y la relación de esta con el espacio público. «La sociedad de la queja» es una forma algo irónica, o humorística, o sarcástica, de referirse a ciertos aspectos de esta evolución que nos interesan aquí.
Es conocido que una parte de esa evolución reciente que mencionamos ha consistido en abandonar las ambiciones de igualdad y sustituirlas por algo así como ambiciones de desigualdad. Sin detenernos a hacer historia, cualquiera conocerá la oposición que durante dos siglos ha determinado la política occidental, entre los más partidarios de la libertad y los más partidarios de la igualdad. Lo cierto es que tampoco hay que profundizar demasiado para localizar los errores de reducir todo a ese esquema, aunque conozcamos bien que a menudo se ha reducido; y desde luego conocemos las nefastas consecuencias de esa reducción. Precisamente las socialdemocracias de finales de siglo XX parecían haber encontrado el modo de expresar políticamente la fusión de ambos conceptos o, como mínimo, la posibilidad de no establecer una oposición, sino una colaboración entre ambos a su mutuo crecimiento. Pero un día vimos que eso se había abandonado. Y que lo que se procuraba y se premiaba era en realidad no ser igual sino ser diferente. Y desde esa formulación en su modo más simple se remontó el vuelo a versiones, variaciones y modulaciones que nunca se hubieran esperado ni imaginado desde el sentido común o desde la mínima sensatez política. En particular, es evidente para todos que, además de obtener miradas más benévolas si se es diferente y sobre todo si se busca ser diferente, si además esa diferencia consiste en poder enarbolar algún problema o daño que pueda ser retóricamente atribuido a la mala voluntad de la sociedad, entonces, los beneficios para el denunciante son casi seguros.
No hay mejor camino para el desastre. Como mínimo, porque desde ese instante la voz dominante en el espacio sonoro público será la que narra desdichas y calamidades y problemas. De modo que en poco tiempo se ha impuesto la sensación de que todo son desdichas y calamidades y problemas, claro. Y lo que es mucho más grave: los que acceden al conocimiento del discurso público en esas épocas, es decir, los jóvenes, aprenden que eso es todo lo que hay: problemas, dolor, injusticias y malas voluntades. Y necesidad de reclamación estentórea. Se diría en ocasiones (y es necesario hacer el ejercicio de ponerse en la percepción del joven que llega a la sociedad prácticamente virgen de conceptos) que injusticias y problemas es todo lo que hay. Si el descubrimiento de las injusticias y el dolor y la desprotección es palanca fundamental de la maduración, y se diría que fase condicionante de la mentalidad en desarrollo, en la que muchos se quedan evidentemente anclados, sumemos a ello los elementos que se han añadido al espacio público actual, y en particular al espacio público de circulación de información. Hay momentos en los que se diría que todo lo que no son pequeños vídeos de gatos caminando por un teclado de piano, son proclamas, manifiestos y rugidos que denuncian errores, injusticias y problemas.
Pero en el primer cuarto del siglo XXI de las democracias occidentales eso no se queda en la anécdota. Los conceptos de aguerrido, curtido y similares se han hecho tan extravagantes que hasta en un texto como este producen extrañeza en unos primeros segundos de lectura. Con toda seguridad, hay que explicarlos a los jóvenes (y ni siquiera a los más jóvenes, sino a los que concluyen su juventud y van entrando en la primera edad adulta) porque no sólo los términos, sino, como decimos, los conceptos mismos son para la mayoría desconocidos. No hay que olvidar que, en el otro extremo, fueron conceptos fundamentales para las concepciones de la educación vigentes y dominantes hasta hace muy poco; y que si es posible que algunos exageraran con ello, y conseguían lo contrario de lo deseado con esas educaciones extremas, por su lado es claro, a poco que se examine, que cierta proporción de esas nociones tiene que intervenir en los planes educativos de familias y colegios porque si no hay siquiera esa proporción se corre el riesgo de obtener al final una población desprovista de recursos propios para afrontar problemas, dolores y obstáculos, y dependiente de modo completo de una cosa que esa misma población denomina con vaguedad como «las autoridades» o «el gobierno» o, en España, a menudo, «este país». Todo esto no es una excursión de descanso del argumento que llevamos contemplando: es el origen mismo de la sociedad de la queja. Y esta sociedad de la queja es uno de los artefactos más complejos e invulnerables que colaboran a un uso torcido y problemático del concepto y de la práctica de la tolerancia en las sociedades democráticas.
Las sociedades democráticas han sacado de sí, como por secreción, esta abundancia y esta fertilidad de las quejas individuales hacia todos; y esas quejas imponen, como parte de su propia naturaleza, una exigencia de tolerancia hacia privilegios personales o de pequeño grupo que son, como ya hemos visto más arriba, salvo alguna excepción que momentáneamente se decida, uno de los principales errores en el ejercicio de la tolerancia.
Por si fuera necesaria una recapitulación, recordemos que la petición de suspensión para uno mismo de obligaciones comunes a todos es la principal desviación del ejercicio de petición de tolerancia; que esta petición se basa a menudo en la diferencia insoportable de costumbres o comportamientos, que se pide entonces que se soporte; y que esto suele entenderse y suele comenzar con grupos, costumbres y comportamientos que llegan a la sociedad desde fuera, y que piden que esta sociedad permita las novedades; pero resulta que estas sociedades son hoy, por su lado, sociedades poco sólidas en cuanto a los límites de su responsabilidad y su acción (o más bien lo son los dirigentes políticos que ocupan los cargos decisivos en época de tendencias populistas y de pensamiento blando), una de cuyas caras es esa que a menudo se llama «sociedad de la queja», es decir, el fenómeno de favorecer el éxito extrayendo de todos beneficios para uno solo a petición de este solo. Se unen ambos abusos, la tolerancia parece sólo ejercitable y sólo definida por esos comportamientos, y tenemos entonces una sociedad en la que la noción de tolerancia desaparece, confusa y desorientada, y acaba quemando comics de Astérix mientras extrae de las arcas públicas indemnizaciones a menudo desmedidas para los padres de un niño de seis años que en el parque se cayó al correr y se hirió una rodilla con una piedra que «nadie» había quitado de ese parque, de lo cual, para no perder votantes y sólo para eso, las autoridades abúlicas en general concluyeron que era necesario que todos los demás pagáramos mucho dinero a esos padres quejosos, porque, ahora se descubría, su hijo manifestó con esa caída ser una persona «diferente», de las antiguamente llamadas «discapacitadas», y sólo se promovería su exclusión de la sociedad si no se reparara el poco cuidado que se había tenido al dejar esa piedra en ese parque; porque es sabido por todos que con seis años sólo se caen al correr por un parque los niños «diferentes», antiguamente conocidos como «discapacitados».
Porque las modulaciones del ejercicio de la tolerancia han adquirido, en la sociedad de la queja, un aspecto casi exclusivamente económico. Y lo primero que se sabe de ello es que, si eres capaz de imponer tu discurso y aniquilar el del contrario, y tu discurso consiste en demostrar que no se te está tratando con la tolerancia adecuada (que incluye, aunque muchos no lo sepan o no lo perciban a primera vista, las nociones hoy tan manejadas de inclusión, ofensa, etc.), en lugar de tolerancia lo que vas a obtener son privilegios a costa de todos. Lo peor de todo esto es que muchos de esos todos están satisfechos con ello. «Por supuesto», hay que cubrir de oro a los pobres padres cuyo hijo, desasistido por los poderes públicos, se ha caído en el parque y se ha hecho una herida en la rodilla: si las autoridades funcionaran correctamente, «esa herida no se habría producido», se dice y se ha impuesto como discurso general.
Y es un error palmario: si las autoridades funcionaran correctamente, esa indemnización ni se daría, ni nadie se plantearía pedirla.